Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– Pero yo no lo he hecho -se defendió la abadesa con los ojos muy abiertos, horrorizados.

– Eso habéis dicho ya, madre abadesa -replicó Fidelma con un toque de malicia bien merecida-. ¡Del mismo modo que el hermano Eadulf dijo que él no había cometido el crimen del que se le acusaba!

* * *

Eadulf deshizo la mordaza de la niña a la que había llevado a cuestas a la entrada de la cueva. Ésta seguía mirándolo fijamente con unos ojos redondos, oscuros, muy abiertos, que reflejaban su pavor. Pese a lo apretadas que estaban las ataduras, temblaba visiblemente.

– ¿Quién sois? -le preguntó Eadulf.

– ¡No me hagáis daño! -gimoteó la pequeña-. Por favor, no me hagáis daño.

Eadulf probó a sosegarla con una sonrisa.

– No pretendo haceros daño. ¿Quién os ha dejado aquí en este estado?

La niña tardó unos momentos en superar el miedo antes de susurrar:

– ¿Sois uno de ellos?

– No sé a quién os referís con «ellos» -contestó Eadulf.

Entonces, al recordar que había otra niña atada en la cueva, entró a buscarla y la sacó. Al igual que la otra, apenas tendría trece años y estaba despeinada y hambrienta. Le retiró la mordaza, y la niña tomó varias bocanadas de aire.

– Vos sois sajón, así que debéis de ser uno de ellos -gritó la primera niña, atemorizada-. Por favor, no nos hagáis daño.

Eadulf se sentó delante de ellas, negando con la cabeza. Él también fue cauto: tenía por norma no soltar a una persona atada hasta averiguar por qué la habían atado. Y es que una vez había visto cómo un hermano moría a manos de una demente a la que acababa de desatar, pensando que estaba liberándola de un torturador.

– No voy a haceros daño, quienesquiera que seáis. Pero antes decidme quiénes sois, por qué estáis atadas y quién os ha atado.

Las niñas cruzaron miradas nerviosas.

– Ya lo sabéis, si sois uno de ellos -respondió una de ellas con desafío.

Eadulf tuvo paciencia.

– Soy extranjero en esta tierra. No sé quiénes sois ni quiénes son ellos.

– Pero sabéis suficiente para habernos encontrado en esta cueva -recalcó la otra, que parecía más espabilada que su compañera-. Nadie encontraría esta cueva por casualidad. Seguro que sois uno de ellos.

– Si fuera a haceros daño igualmente, tampoco tendríais nada que perder respondiendo a mis preguntas -argumentó Eadulf, y la más pequeña se echó a sollozar-. Sin embargo -añadió enseguida-, si soy un simple extranjero que pasaba por aquí, quizá podría ayudaros en esta difícil situación si me explicáis por qué os han atado y os han dejado en esta cueva.

Pasó un momento antes de que la mayor de las dos se decidiera a hablar.

– No lo sabemos.

Eadulf enarcó las cejas con incredulidad.

– Os digo la verdad -insistió la niña-. Ayer un hombre vino a nuestras casas y se nos llevó. Nos llevó a la suya, nos ató y nos dejó allí. Nos dijo que alguien vendría a buscarnos para hacer un largo viaje y que nunca volveríamos a ver nuestro hogar.

Eadulf miraba fijamente a la niña, tratando de valorar cuánta verdad había en sus palabras. Su voz era apagada, monótona, como si guardara la distancia con la realidad que narraba.

– ¿Quién era ese hombre? -instó.

– Un desconocido, como vos.

– Pero no era forastero -matizó la más pequeña.

– Creo que tenéis que explicaros mejor. ¿Quiénes sois y de dónde sois?

Las niñas parecían menos nerviosas, pues se había aplacado el temor inicial a que fuera a hacerles daño.

– Yo me llamo Muirecht -dijo la mayor-. Soy de las montañas del norte, a un día a caballo de aquí.

– ¿Y tú? -preguntó Eadulf a la más joven.

– Yo me llamo Conna.

– ¿Y sois del mismo sitio que Muirecht?

La niña negó con la cabeza.

– No somos del mismo sitio -respondió Muirecht por ella-. Nunca la había visto hasta el día que nos encerraron juntas. No sabíamos cómo nos llamábamos hasta ese momento.

– ¿Y qué sucedió? ¿Por qué os raptaron?

Las niñas volvieron a cruzar miradas y, al parecer, quedó sobreentendido que Muirecht hablaría por las dos.

– Ayer por la mañana, antes de despuntar el día, mi padre me despertó…

– ¿Y quién es vuestro padre? -intervino Eadulf.

– Un hombre pobre. Es fudir… aunque también saer-fudir - especificó enseguida con orgullo.

Eadulf sabía que fudir era la clase más baja de la sociedad irlandesa; una clase que apenas si distaba de los esclavos de la sociedad sajona. No estaba integrada por miembros de un clan, sino por fugitivos comunes, prisioneros de guerra, rehenes o delincuentes a los que habían retirado sus derechos civiles como castigo, hos-fudirs se hallaban divididos en dos subclases: los daer-fudir o «no libres», y los saer-fudir, que no eran exactamente hombres libres, aunque no eran sometidos al cautiverio de los de rango inferior. Los saer-fudir no solían ser delincuentes y, por tanto, podían recuperar ciertos derechos y privilegios en la sociedad. Se les permitía cultivar tierras que su rey o su señor les asignaba y, en muy raras ocasiones, podían ascender de la clase «no libre» a célie, miembro libre de un clan, y hasta podían alcanzar la categoría de bó-aire, o jefe y juez local sin tierras.

Eadulf le dio a entender que sabía de qué hablaba.

– La parcela de mi padre es pequeña -continuó Muirecht-, pero el jefe del territorio exige el biatad, la renta de alimentos. Y mi padre tiene que devolver dos veces al año los préstamos de la reserva común.

Eadulf conocía la costumbre. Tanto los fudirs libres como los que no lo eran podían pedir vacas, puercos, maíz, tocino, mantequilla y miel de la reserva común del clan, siempre y cuando pagaran anualmente, durante siete años, una tercera parte del valor de cuanto tomaban. Una vez pagado, el ganado pasaba a ser de su propiedad y no debían seguir pagando. El fudir libre también estaba obligado a servir al jefe en época de guerra, o a servirle un número acordado de días trabajando sus tierras. Eadulf, que venía de una sociedad donde la esclavitud absoluta era normal, siempre vio con extrañeza la costumbre de que se concediera empréstitos a una clase social que no era libre, y que además se les permitiera obtener la libertad por méritos propios. Por tanto, entendía que, para un hombre con tierras poco fértiles y escasa habilidad para administrarse, en determinadas circunstancias el préstamo podía hundirlo más en la pobreza en vez de sacarlo de ella.

– Continuad -dijo-. Decíais que ayer por la mañana vuestro padre os despertó antes de las primeras luces. ¿Y luego?

Muirecht sorbió por la nariz al recordarlo, apenada.

– Tenía los ojos rojos. Había estado llorando. Me dijo que me vistiera y que me preparase para un largo viaje. Le pregunté qué clase de viaje, pero no me contestó. Yo confiaba en mi padre. Me sacó de la cabaña. Fuera no vi a mi madre ni a mi hermano pequeño, así que no pude despedirme. Pero había un hombre con un carro.

Muirecht vaciló al contemplar la escena en el recuerdo.

Eadulf esperó pacientemente.

– A mí me pasó lo mismo -murmuró la segunda, Conna-. Mi padre es daer-fudir. Y no tengo madre, pues murió hace tres meses. Aprendí a cocinar y a limpiar para mi padre.

Muirecht hizo un mohín y la otra se calló.

– Una vez fuera, mi padre… -prosiguió Muirecht y volvió a interrumpirse, con lágrimas en los ojos-…me agarró por los brazos. El hombre me ató y me amordazó y me metió en el carro. A través de una hendidura en la madera vi como daba a mi padre una bolsita que tintineaba. La agarró, apretándola contra el pecho, y se precipitó en la cabaña. Entonces el hombre se subió al carro, me cubrió con broza y arrancó.

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