Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– Entonces, ¿lo hicisteis por convicción?

– Por supuesto.

– ¿Y luego fuisteis a Roma?

– El abad de Bobbio me encomendó una misión en Roma para apoyar a un monasterio filial que llevábamos como hospedería para los peregrinos.

– Lo decís como si no hubierais ido por voluntad propia.

– Al principio no. Me daba la impresión de que era una maniobra del abad para deshacerse de quien se oponía a su administración. Estaba en contra de la doctrina de Benedict.

– Y aun así fuisteis.

– Sí. De hecho, como experiencia personal, el proyecto me entusiasmó. Dirigí la hospedería bajo la doctrina de Benedict y trabajé y viví en la capital de la Cristiandad. Fue entonces cuando empecé a estudiar los beneficios de los Penitenciales.

– ¿Cómo conocisteis al abad Noé?

– De un modo muy fácil. Se alojó en la hospedería durante la peregrinación a Roma que hizo el año pasado.

– ¿No le habíais visto nunca ni estabais emparentados?

– No.

– ¿Y aun así os convenció de regresar a Laigin y haceros abadesa de Fearna?

– Me habló de Fearna -respondió Fainder en un tono displicente-. Yo fui quien lo persuadió de llevarme allí.

– ¿Y cómo lo conseguisteis?

– Supongo que le gustó cómo gobernaba el monasterio de Roma -contestó, volviendo a adoptar una actitud cautelosa.

– ¿Conocía vuestra opinión acerca de los Penitenciales?

– Discutimos largo y tendido al respecto hasta altas horas de la noche. Con toda modestia, yo lo convertí a mis ideas.

– No me digáis. Debéis de ser una abogada convincente -observó Fidelma.

– No resulta sorprendente. El abad Noé es un hombre muy progresista. Compartía mi idea de un reino gobernado por los Penitenciales, y hablamos de que él podría convertirse en consejero espiritual del joven Fianamail. Como consejero y confesor tendría influencia suficiente.

– De modo que el abad Noé desarrolló inesperadamente esa ambición. ¿Cómo es que os nombró su sucesora en Fearna cuando la costumbre dicta que un abad o una abadesa deben elegirse de la misma manera que un jefe o cualquier otro gobernante? Es decir, el candidato debe ser elegido por el fine o la familia del abad anterior, o sea, su comunidad o sus parientes consanguíneos, para luego ser votado por su derbhfíne.

La abadesa Fainder se ruborizó sin despegar la boca.

– Vuestra hermana dice que vuestra familia no guarda parentesco alguno con la de Noé ni con la comunidad religiosa de Fearna. Es así como la organización clerical refleja la organización de este país.

– Cuanto antes cambie, mejor -soltó la abadesa.

– En ese aspecto estoy de acuerdo. Los cargos de obispo y abad no deberían restringirse a la misma familia generación tras generación. Pero, siendo así en realidad, ¿cómo aseguró Noé que os eligieran para la posición?

La abadesa Fainder apretó los labios un momento y luego dijo con la voz tensa:

– Insinuó que era una prima lejana suya y nadie osó poner en duda los deseos de Noé.

– ¿Ni siquiera la rechtaire, la administradora de la abadía? Ella debía de saber la verdad, pues está emparentada con la familia del rey.

La abadesa hizo una mueca para expresar la indiferencia que le inspiraba sor Étromma.

– Es un alma simple, que ya está satisfecha con llevar la administración de la abadía.

Fidelma lanzó una mirada larga y perspicaz a la abadesa.

– En realidad convencisteis al abad Noé convirtiéndoos en su amante, ¿me equivoco?

Aquella pregunta repentina y directa cogió desprevenida a la abadesa y su rostro encendido confirmó la respuesta a la pregunta. Fidelma movió la cabeza con lástima.

– No me preocupa cómo gobiernan los religiosos de Laigin sus comunidades, sino en cómo afecta todo esto al caso de Eadulf. ¿Forbassach sabe algo de vuestra relación con el abad?

– Sí -contestó Fainder con un susurro.

– Como brehon de este reino, parece que el obispo está dispuesto a hacer la vista gorda en la aplicación de la ley.

– No me consta que así sea -protestó la abadesa.

– ¡Pues yo creo que os consta, y mucho! Forbassach también es vuestro amante, ¿no es cierto?

La abadesa calló un momento, sin saber muy bien qué responder, hasta que dijo a la defensiva:

– Yo creía que amaba a Noé, hasta que llegué y conocí a Forbassach. Comoquiera que sea, la Iglesia no exige celibato.

– Cierto, salvo en el caso de la doctrina de la que, según afirmáis, sois partidaria. Vuestro curioso triángulo es cosa de vuestra conciencia y de la conciencia de la esposa de Forbassach. Sé que está casado. Ella debe decidir si tiene motivos para divorciarse o para aceptar abnegadamente la relación. ¿Sabe algo Noé de vuestra relación con Forbassach?

– ¡No! -exclamó la abadesa, sonrojada de bochorno-. He tratado de dejarle, pero…

– Cuesta hacerlo después de haberos hecho abadesa -completó Fidelma con refocilo.

– Amo a Forbassach -declaró Fainder casi con desafío.

– Pero vuestra relación será un escándalo, sobre todo entre los partidarios de la causa de Roma y los Penitenciales. Decidme, por curiosidad, ¿por qué renegasteis de Daig, vuestro cuñado, y Deog, vuestra hermana? No me creo que lo hicierais por no perder el cargo.

– Iba a ver a Deog con regularidad -objetó Fainder.

– Sí, pero en secreto, y porque su cabaña es un lugar remoto donde podíais encontraros con Forbassach.

– Vos misma habéis respondido a la pregunta. Nunca lo comprenderíais, porque sois de ilustre cuna. Cuando una persona nace sin posición social y quiere alcanzarla, hará lo que sea, lo que sea, para defender cuanto ha conseguido.

Fidelma percibió la vehemencia de su voz.

– ¿Cualquier cosa? -repitió para sí-. Ahora que lo pienso, la muerte de Daig fue un suceso conveniente para permitiros mantener vuestra buena posición.

– Fue un accidente. Se ahogó.

– Supongo que sabríais que sólo testificó contra el hermano Ibar porque así lo dijo Gabrán. Al parecer, cuantas más vueltas le daba al asunto, menos seguro estaba de que Ibar fuera culpable.

La abadesa Fainder parecía estar perpleja por la facilidad con que Fidelma saltaba de un tema a otro.

– Eso no es así. Daig atrapó al hermano Ibar.

– Pero después de que Gabrán hubiese acusado a Ibar del crimen. ¿Le contó Gabrán la verdad a Daig? ¿Y por qué Daig fue asesinado después de declarar? Fue una muerte harto conveniente.

Fainder la miraba con enfado.

– Fue un accidente. Se ahogó… ya os lo he dicho. Y el asunto tampoco tiene nada que ver conmigo.

– Quizá Daig podría haber arrojado otra luz sobre el asunto. No lo sabemos. Y ahora, otra persona que también podría haberlo hecho está muerta -explicó Fidelma, señalando la cabina de Gabrán.

La abadesa Fainder se levantó para hacer frente a Fidelma. Al parecer, trataba de recuperar algo de su arrogancia.

– No sé a qué os referís, ni qué insinuáis -le dijo con frialdad-. Sólo sé que estáis tratando de exonerar a vuestro amigo sajón. Que estáis tratando de acusarme y de implicar al obispo Forbassach porque somos amantes…

– Da la impresión -dijo Fidelma, interrumpiéndola-, que sea lo que fuere aquello que está sucediendo en Fearna, hay una tendencia a que la gente muera o desaparezca. Yo en vuestro lugar lo tendría muy en cuenta si fuera tan inocente como decís ser.

Cara a cara con Fidelma, la abadesa Fainder la miró fijamente con ojos grandes y sombríos. Se había puesto pálida. Dio un paso adelante y abrió la boca para decir algo, cuando les llegó un agudo grito de terror desde la arboleda.

Por un instante, ambas quedaron paralizadas sin saber qué sucedía. El grito, un chillido femenino, volvió a resonar.

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