Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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Aquello significaba que, o bien Fainder mentía por razones evidentes, o bien el asesino había salido de la cabina antes de que la abadesa abriera la puerta. Volvió a escrutar con cuidado una vez más la cabina.

Vio la escotilla de la cubierta. No era fácil de fijarse a simple vista en ella, pues era pequeña. Al levantarla y asomarse a la oscuridad de una cubierta inferior, Fidelma se dio cuenta de que era demasiado pequeña para caber a través de ella y que tampoco distinguiría nada por la falta de luz.

Tomó una lámpara que había sobre una mesa auxiliar y regresó a la cubierta principal del barco.

– Levanta esa escotilla, Enda -indicó al acercarse.

Una rápida mirada a la abadesa bastó para ver que no llevaba un hábito de hilado artesanal ni marrón, sino una túnica negra de lana tejida. La abadesa Fainder se levantó de la escotilla y se hizo a un lado para que el guerrero la pudiera levantar.

– ¿De qué se trata, señora? -preguntó Enda-. ¿Habéis hallado algo?

– Sólo estoy echando una mirada -explicó.

Al descender por los escalones que llevaban de la escotilla a la cubierta inferior, se dio cuenta de que dentro ya había una linterna encendida. Los escalones daban a una cabina amplia, separada -o eso le pareció- de la bodega de carga por un mamparo y una trampilla, a la que se asomó y vio que la bodega estaba abierta al exterior y aparecía vacía.

Fidelma se volvió para registrar la cabina a la que había bajado. Saltaba a la vista que allí dormía la tripulación de Gabrán.

Al fondo, donde el barco se estrechaba, había otro mamparo más pequeño, que marcaba la ubicación de la cabina superior. Sin duda, aquel hueco era donde daba la pequeña abertura de la cabina de Gabrán. Encendió su lámpara con la llama del farolillo colgado en la cabina de la tripulación y abrió la escotilla; al hacerlo reparó en que ésta tenía una cerradura, pero la llave estaba en el interior. Advirtió con curiosidad la presencia de otras llaves de distintos tamaños desparramadas por el suelo de la parte interior, justo en el umbral.

A continuación le llegó un olor más hediondo que el que había en la cabina de la tripulación. Era una mezcla acre y fétida de orina y sudor, propia de un espacio cerrado lleno de personas. Pero era un espacio minúsculo, no más grande de dos metros por dos metros y medio. En él no había nada salvo un par de jergones de paja y un viejo orinal de piel. Fidelma era demasiado grande para entrar cómodamente en aquel habitáculo, que no medía más de dos metros de altura. Una escalerilla que conducía a la escotilla superior reducía más aún el espacio.

Se preguntaba para qué lo usarían. ¿Como cabina de castigo? Y, si era así, ¿para quién? ¿Para los tripulantes que no hicieran bien su trabajo? Fidelma sabía que aquellos castigos se daban en barcos de altura, pero no en barcos fluviales, cuando los marineros podían bajar a la orilla cuando se les antojara. Levantó el farol en lo alto y vio una parte de la madera astillada. De una de las tablas habían arrancado algo que había estado clavado a la madera con firmeza. Miró más abajo y vio parte de una cadena sobre el suelo y una pieza de metal afilada. No cabía duda de que la cadena y la sujeción habían sido arrancadas a fuerza de cavar la madera con la pieza de metal. Pero ¿por qué? ¿Y quién? Cuando fue a retirarse de la puerta, advirtió las manchas de sangre en el interior del hueco. Eran huellas ensangrentadas que iban de un lado al otro de la cabina, y que se desvanecían hasta desaparecer antes de llegar al otro lado.

Fidelma subió a la cubierta superior sin decir nada y apagó la lámpara. Enda y la abadesa la esperaban, impacientes. Con una seña, ordenó al guerrero que volviera a cerrar la escotilla; ella se dirigió a un lado del barco, donde se asomó a mirar las aguas impetuosas que descendían. No había rastro de manchas de sangre o huellas ensangrentadas en la cubierta.

¿Era posible que la abadesa Fainder estuviera diciendo la verdad? No tenía sentido. ¿Era posible que alguien hubiera matado a Gabrán y, alarmado por la llegada de Fainder, bajara hasta aquel repugnante antro bajo la cubierta, pasara luego a la cabina más grande y subiera por los escalones que daban a la cubierta principal? No, algo no encajaba. La escotilla estaba cerrada y hacía falta una persona fuerte para levantarla. Además, habría hecho un ruido que la abadesa habría oído y que luego habría mencionado. Sin dejar de darle vueltas, se volvió a la bodega principal y miró adentro. Allí vio una escalera que esperaba encontrar. Admitió que alguien podría haber subido a la cubierta por esa vía.

Para que la teoría fuera convincente, la persona que hubiese matado a Gabrán huyendo después de ese modo tenía que ser un enano, una persona menuda y delgada; sólo así podía meterse por la escotilla de la cabina de Gabrán y bajar hasta aquel habitáculo semejante a una celda. Fidelma sacudió la cabeza y regresó donde la abadesa Fainder volvía a estar sentada, sobre la escotilla.

– Enda -pidió al guerrero-, ¿podéis ir a mirar los caballos?

– Están bien atados, señora, y… -respondió, desconcertado.

Entonces reparó en que Fidelma le lanzaba una mirada dura, haciéndole entender que deseaba quedarse a solas con la abadesa.

– Muy bien -añadió, y bajó a la orilla con aire afectado.

Fidelma se encontraba de pie ante la abadesa.

– Creo que deberíamos hablar seriamente, madre abadesa, y dejad a un lado arrogantes pretensiones de rango y deber: facilitará mi labor.

La abadesa parpadeó, sorprendida por tanta franqueza.

– Pensaba que hasta ahora habíamos hablado seriamente -soltó con irritación.

– Parece que no hemos hablado con suficiente seriedad. Supongo que querréis que os represente un dálaigh de vuestra propia elección…

Una expresión de inquietud volvió a apoderarse del rostro de la abadesa.

– ¡Os digo que no estoy involucrada en esta muerte! ¿No pensaréis que van a acusarme de un asesinato que no he cometido?

– ¿Por qué no? A otras personas les ha ocurrido -respondió Fidelma con serenidad-. Con todo, no me interesa saber qué indicaciones pensáis dar al dálaigh que asignéis, sino que me interesa escuchar la respuesta a algunas preguntas que guardan relación con las cosas que han sucedido aquí durante las últimas semanas.

– ¿Y si me niego?

– Soy testigo, y mis hombres también, de haberos descubierto inclinada sobre el cuerpo de Gabrán con un puñal en la mano -subrayó Fidelma sin piedad.

– Ya os he contado cuanto necesitáis saber -insistió la abadesa con preocupación.

– ¿Todo? He hablado con vuestra hermana Deog.

La revelación causó un efecto asombroso en la abadesa. Palideció y abrió la boca con gesto alarmado.

– Ella no tiene nada que ver con esto… -empezó a objetar, pero Fidelma la interrumpió.

– Permitid que sea yo quien juzgue qué datos son necesarios en mi investigación. ¡Dejémonos de evasivas y permitid que, al fin, obtenga respuestas!

La abadesa Fainder dejó escapar un suspiro que le movió los hombros y bajó la cabeza en un gesto de sumisión.

– Sé que provenís de una familia humilde de Raheen: vuestra hermana me lo dijo. Y tengo constancia de que fuisteis novicia en la abadía de Taghmon.

– Veo que no habéis perdido el tiempo -respondió la abadesa con rencor.

– Y que luego decidisteis ir a Bobbio.

– Me mandaron allí con una misión a la fundación de Columbano. Regalé unos libros a la biblioteca de Bobbio.

– ¿Qué os convenció de respaldar la doctrina de Roma?

Durante unos momentos, la voz de la abadesa adoptó el tono propio de una fanática.

– Cuando llegué a Bobbio, apenas si habían pasado cuarenta años desde la muerte de Columbano. Muchos clérigos del lugar creen que la doctrina que redactó, basada en la doctrina de los monasterios irlandeses, estaba equivocada. Con todo lo beato que era, Columbano debatió con muchos de sus seguidores. El santísimo Gall renunció a su servicio para establecer su propia fundación, antes incluso de que Columbano atravesara los Alpes hacia Bobbio. Yo me adscribí a un grupo que, tras ver cómo se gobernaban las comunidades de la Iglesia Occidental, llegó a la conclusión de que debíamos renunciar a la doctrina irlandesa y adoptar la doctrina del santísimo Benedict de Noricum.

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