Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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Por el gesto de la abadesa, Fidelma sabía que no iba a soltar prenda.

– Mis hombres registrarán la fortaleza, hermana -ofreció Coba-. Lo encontraremos.

En ese momento el jefe de los guerreros volvió al salón y fue derecho a Coba.

– ¡El obispo Forbassach ha abandonado la fortaleza!

– Pero si he apostado un guardia en la entrada con estrictas instrucciones de no dejar salir a nadie a menos que la hermana o yo lo permitiéramos. ¿Cómo es posible? ¿Acaso se han desobedecido mis órdenes?

El guerrero hizo una mueca y respondió:

– No, jefe. La portalada estaba abierta y el obispo Forbassach se ha llevado un caballo. El que lo ha visto salir… no sabía que no tenía permiso para hacerlo, así que no se le puede culpar… Lo han visto dirigirse a Fearna.

Coba maldijo con vehemencia.

Aequo animo - murmuró Fidelma, reprobándolo.

– Estoy tranquilo -afirmó Coba-. ¿Dónde está el guardia que estaba apostado en la entrada? ¿Dónde está el que ha dejado pasar al obispo Forbassach? ¡Traédmelo!

– También se ha marchado -susurró el guerrero.

– ¿Que se ha marchado? -Coba estaba perplejo-. ¿Quién es ese guerrero que ha osado desobedecerme?

– Se llama Dau. Lleva la cabeza vendada.

De pronto Coba compuso un gesto pensativo.

– ¿Es el mismo al que han encontrado inconsciente esta mañana, cuando el sajón se ha escapado?

– El mismo.

– ¿Han visto hacia dónde ha huido ese tal Dau? -intervino Fidelma.

– La persona que ha visto al obispo dirigirse a Fearna ha observado que le acompañaba otro hombre a caballo, hermana -respondió el guerrero-. Seguro que era Dau. Han huido juntos.

– El obispo Forbassach no ha huido -corrigió la abadesa con una risotada desdeñosa-. ¡Se dirige a Fearna para traer al rey y a sus guerreros a fin de acabar con vuestra traición, Coba, con las falsas acusaciones de esta amiga del asesino sajón!

* * *

– Tengo hambre y frío. No me encuentro bien. ¿No podemos parar un rato?

La más pequeña, Conna, era la que se quejaba.

Eadulf se detuvo y se volvió a mirar a la niña, que se rezagaba; la penumbra descendía por momentos sobre la montaña.

– Este sitio está demasiado expuesto… no hay donde resguardarse, Conna -arguyó Eadulf-. Alcanzaremos el monasterio antes de que caiga la noche o poco después. Si nos detenemos aquí, moriremos congelados.

– Ya no puedo más. Las piernas empiezan a fallarme.

Eadulf apretó los dientes. Sabía que en ese momento se hallaban en las laderas de la Montaña Gualda, por lo que no podían estar muy lejos del santuario del que Dalbach le había hablado. Si paraban, serían incapaces de reanudar la marcha y, allí, en las laderas desprotegidas de la montaña, no tardarían en morir de frío.

– Andemos un poco más. No podemos estar muy lejos. Hace un rato, antes de que se pusiera el sol, me ha parecido ver una zona boscosa en la parte baja de las faldas de la montaña. Iremos en esa dirección. Al menos, si no encontramos el monasterio, en el bosque estaremos resguardados. Puede que hasta podamos encender una hoguera.

– ¡Yo ya no puedo más! -se lamentó la pequeña.

– Dejadla aquí -susurró Muirecth-. Yo también tengo hambre y frío, pero no quiero morir esta noche.

Eadulf iba a reprenderla por la crueldad de sus palabras, pero prefirió no gastar saliva. Dio media vuelta y fue hasta una roca donde Conna se había sentado.

– Si no podéis caminar -dijo con firmeza- os llevaré a cuestas.

La niña lo miró con incertidumbre. Entonces asintió con la cabeza y se levantó con debilidad de la roca.

– Intentaré caminar un poco más -concedió con tono refunfuñón.

Tardaron en llegar a una franja arbolada que apareció sobre un lado nervudo de la montaña, apenas una silueta lúgubre. No quedaba muy lejos, pero Eadulf no veía nada más allá de aquel paisaje, que parecía unirse a la vertiente de las montañas.

– ¡Vamos! -animó Eadulf-. Ya no puede quedar mucho.

Siguieron adelante con dificultad, agotados; la más pequeña se lamentaba de vez en cuando, y la mayor, aunque enfadada, no abría la boca.

Al llegar al bosque, la oscuridad crepuscular que lo envolvía poco invitaba a adentrarse en él. A Eadulf le estaba costando seguir el sendero que lo atravesaba; sin embargo, el hecho de que hubieran ido a parar a uno trillado era una buena señal, pues podía significar que era el camino hacia el monasterio. Cuando fueron a darse cuenta, ya era de noche, y no había luna que pudiera guiarles, ya que el cielo estaba nublado.

Al rato, Eadulf advirtió que la frondosidad disminuía, y fueron a parar a campo abierto otra vez. El sendero se bifurcaba. Por suerte no había apartado la vista del suelo a fin de interpretar a cada paso en qué dirección debía avanzar; de lo contrario, quizá no habría visto que el camino se dividía en dos ramales.

De repente Muirecht soltó un grito.

– ¡Mirad! Ahí abajo hay una luz. ¡Mirad, sajón, ahí abajo!

Eadulf levantó la cabeza. La niña estaba en lo cierto. Algo más abajo, sobre la oscura ladera, titilaba una luz. ¿Era una hoguera o acaso un farol?

– Ahí arriba hay otra -señaló Conna de mala gana.

Eadulf se volvió, sorprendido, y trató de distinguirla en la oscuridad. En efecto, más arriba se atisbaba un farol oscilante, y estaba más cerca que la otra luz. Tomó una decisión.

– Continuaremos hacia esa luz.

– Sería más fácil bajar -protestó Muirecht.

– Y tardaríamos el doble en regresar hasta aquí si nos equivocamos -respondió Eadulf con sentido lógico-. Iremos hacia arriba.

Así, a la cabeza del grupo, emprendió la marcha hacia la luz titilante. Estaba más lejos de lo que había supuesto, pero al fin llegaron a una extensión de terreno plana con varios edificios circundados por un muro que se alzaba en medio de la oscuridad. Sobre la portalada oscilaba un farol, y un crucifijo de hierro clavado en la madera designaba el uso que se daba al complejo.

Eadulf soltó un suspiro de alivio. Por fin habían encontrado el santuario religioso que Dalbach le había recomendado. Tiró de la cuerda para hacer sonar la campanilla.

Un monje de rostro lozano salió a abrirles. Miró boquiabierto al extraño trío que esperaba fuera, bajo el círculo de luz que proyectaba el farol.

– Busco al hermano Martan -anunció Eadulf-. Dalbach me ha enviado aquí; ha dicho que podríais darnos cobijo. Necesitamos comida, calor y una cama para mí y otra para las pequeñas.

El joven monje se hizo atrás y les hizo pasar con una seña.

– Pasad, pasad todos. -Su acogida fue entusiasta-. Os llevaré ante el hermano Martan y, mientras hablo con él, mandaré que se ocupen de vuestras hijas.

Eadulf no se molestó en corregirle al bienintencionado clérigo.

El hermano Martan era un hombre fornido, de poca estatura y rostro regordete. Era de edad avanzada, y en su rostro mostraba una sonrisa permanente.

Deus tescum. Sois bienvenido, forastero. Me han dicho que os ha enviado Dalbach.

– Me dijo que aquí podría hallar un refugio donde pasar la noche, a salvo de la intemperie.

– Y no os engañaba. ¿Venís de muy lejos? Pues vuestro hablar es extraño en esta tierra…

El anciano interrumpió lo que estaba diciendo, pues Eadulf se había quitado el sombrero de manera instintiva durante la conversación.

– Lleváis la tonsura de san Pedro. ¿Sois, por tanto, hermano de la fe?

– Soy un hermano sajón -reconoció Eadulf.

– ¿Y viajáis con vuestras hijas?

Eadulf negó con la cabeza y, sin dar más detalles sobre los hechos recientes, explicó cómo había encontrado a las niñas.

– Ah, una tragedia así no es nada habitual -suspiró el hermano Martan cuando Eadulf hubo concluido-. Ya había oído hablar de esa clase de tráfico de carne humana. ¿Y decís que oísteis mencionar el nombre de Gabrán en este vil negocio? Nuestros hermanos de Fearna le conocen bien. Es mercader en el río.

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