– Este asunto es grave -le dijo Fidelma con delicadeza después de unos momentos-. Cuanto antes tengamos una explicación para ello, mejor.
– ¿Una explicación? -La abadesa Fainder levantó su rostro angustiado para hacerle frente-. ¡Ya os he dicho que yo no he sido! ¿Qué otra explicación queréis?
En su tono quedaban suficientes vestigios de su antiguo espíritu como para hacer que Fidelma apretara los labios con impaciencia.
– Creedme, madre abadesa, hacía falta una explicación, y más vale que sea lo bastante satisfactoria -advirtió-. Quizá podríais empezar explicando qué os trae por aquí.
El semblante de la abadesa mudó al instante, y mostró su arrogancia habitual.
– No me gusta vuestro tono, hermana. ¿Tenéis la pretensión de acusarme?
– No tengo que acusaros -puntuó Fidelma sin inmutarse-. Las circunstancias hablan por sí solas. Si queréis decirme algo, ahora es el momento. Como dálaigh, debo información de las pruebas que yo misma he visto.
La abadesa Fainder la miró: su semblante reveló la impresión que le produjo apercibirse de lo que entrañaban aquellas palabras. Abrió la boca sin pronunciar palabra.
– Pero yo no lo he hecho -dijo al fin-. No podéis acusarme. ¡No podéis!
– Si no me falla la memoria, el hermano Eadulf dijo más o menos lo mismo -le recordó Fidelma-, y aun así fue acusado y declarado culpable de asesinato con pruebas menos contundentes. En cambio, vos habéis sido hallada inclinada sobre el cuerpo, con un puñal en la mano y empapada en sangre.
– Pero yo soy… -La abadesa cerró la boca de golpe, como si se hubiera percatado de la presunción que había estado a punto de expresar.
– ¿Pero vos sois la abadesa, mientras que el hermano Eadulf no era más que un extranjero errante? -preguntó Fidelma para terminar la frase-. Bueno, abadesa Fainder. Estamos impacientes por escuchar vuestra historia.
Un estremecimiento la sacudió. Su altanería se disipó y sus hombros cayeron.
– El obispo Forbassach me dijo que habíais acusado a Gabrán de asaltaros anoche.
Fidelma esperó pacientemente.
– El obispo Forbassach me dijo que vos nunca os inventaríais algo así. De modo que he venido aquí para pedir una explicación a Gabrán -prosiguió la abadesa-. Aunque Forbassach se creyera vuestra historia, yo no. Gabrán… -Vaciló en seguir.
– ¿Gabrán qué? -instó Fidelma.
– Gabrán es un mercader conocido en todo el río. Hace años que comercia con la abadía, mucho antes de que yo fuera la abadesa. Tamaña acusación constituye una ofensa para la abadía, por lo que había que ponerla en entredicho. Y yo había venido aquí para oír qué tenía que decir Gabrán al respecto.
– ¿Así que habéis venido aquí esperando poder demostrar la falsedad de mi acusación contra Gabrán? Proseguid.
– Tras mucho buscar, al final he encontrado el Cág amarrado aquí. No había nadie a la vista. He subido a bordo y he llamado a Gabrán, pero nadie me ha contestado. Me ha parecido oír movimiento en la cabina, así que he ido hasta la puerta y he llamado. He oído algo pesado que caía… Ahora sé que era el cuerpo de Gabrán. He vuelto a llamar y he pasado. Me he encontrado con la misma escena que vos. Gabrán estaba muerto en el suelo, boca arriba. Había sangre por todas partes. Lo primero que he pensado ha sido que debía ayudarle y me he arrodillado. Pero ya no podía hacer nada por él.
– Me supongo que así explicáis que tengáis la ropa manchada de sangre.
– Por eso mi hábito está ensangrentado, sí.
– ¿Y luego?
– Las puñaladas que le habían dado me han impresionado mucho. He visto el puñal…
– ¿Dónde estaba el puñal?
– En el suelo, al lado del cuerpo. Lo he visto y lo he recogido. No sé por qué lo he hecho. Supongo que ha sido una reacción irreflexiva. Y me he quedado ahí, arrodillada.
– Y entonces hemos llegado nosotros.
Para asombro de Fidelma, la abadesa Fainder negó con la cabeza.
– Antes de que llegarais ha ocurrido otra cosa.
– ¿Qué ha ocurrido?
– En ese momento no le he dado importancia, pero ahora sí.
– Continuad.
– He oído una leve zambullida.
Fidelma enarcó una ceja.
– ¿Una leve zambullida? -repitió-. ¿Y qué creéis que era?
– El asesino abandonando el barco -contestó la abadesa, estremeciéndose un poco.
Fidelma la miró sin creerse ni media palabra.
– El barco está amarrado a un embarcadero. ¿Qué necesidad tendría una persona de abandonar el barco saltando al río, y con este tiempo gélido? Y si era el asesino abandonando la escena del crimen, podía haber recurrido a vuestro caballo, que está atado cerca, como medio más efectivo de huida. ¿No os parece?
La abadesa Fainder miró a Fidelma, incapaz de reaccionar a su lógica implacable.
– Estoy segura de que en este barco había alguien que lo ha abandonado saltando al agua -repitió con terquedad.
– El argumento ayudaría a la hora de demostrar vuestra inocencia -opinó Fidelma-, pero debo decir que es sumamente improbable que alguien que pretendiera huir decidiese tomar esa alternativa. ¡Mirad!
Fidelma señalaba a la parte del barco que daba al río. Las aguas bajaban con ímpetu a aquella altura, donde la anchura del río, de más de cinco metros, acrecentaba la vehemencia de la corriente.
– Cualquiera que saltara al río habría de ser un experto nadador. Nadie en su sano juicio elegiría esa ruta frente a la posibilidad de saltar a la orilla al otro lado del barco.
De pronto se le ocurrió algo que le hizo fruncir el ceño.
– ¿Cómo consiguió Gabrán subir el barco hasta aquí contra una corriente tan fuerte? -preguntó.
– Muy fácil -explicó Enda-. Al registrar el barco, he visto las correas. Es habitual, señora, usar un par de burros para tirar de barcos fluviales a contracorriente, sobre todo cuando el agua baja con fuerza. Si no hay mucha corriente, se usan palos para impulsar el barco. Es muy común.
Fidelma se levantó y miró alrededor. Aunque era evidente que Enda tenía razón, algo no encajaba.
– ¿Y dónde están los asnos? ¿Quién los ha traído aquí y quién se los ha llevado? De hecho, ¿dónde está la tripulación de Gabrán?
Volvió a sentarse sobre la escotilla y cerró un momento los ojos para pensar. Tenía la sensación de que estaba pasando por alto algo importante. Le intrigaba que la tripulación hubiera dejado a Gabrán a solas y se hubiera llevado los animales que había usado para subir el barco río arriba. Y lo que contaba la abadesa Fainder de que había llegado al barco sin más y se había encontrado a Gabrán en el momento en que lo habían matado parecía absurdo; tan inverosímil como la idea de un asesino que hubiera escapado saltando a las aguas rápidas del río. Era absurdo. Pero la historia de Eadulf era quizás igual de absurda frente al testimonio de aquella niña, Fial, que decía haber presenciado la muerte de su amiga. Fidelma dio un profundo suspiro.
– Bueno, por el momento, poco podemos hacer -concluyó, poniéndose de pie-. Dego, quiero que vayáis a Cam Eolaing y localicéis a Coba, si es que está. Dijo que se disponía a regresar a la fortaleza; es el bó-aire de esta zona y hay que informarle de este suceso. Si no lo encontráis en Cam Eolaing, regresad a Fearna y traed al obispo Forbassach con vos.
– ¿Qué pretendéis? -preguntó la abadesa Fainder con preocupación, y aunque trató de decirlo con autoridad, le tembló la voz.
– Pretendo hacer lo que dicta la ley -respondió Fidelma y añadió con regocijo macabro-: E imagino que el brehon de este reino será quien decida si la ley se atendrá a los Penitenciales, a los que tanto apego tenéis, o bien se os declarará culpable y se os aplicará el castigo que dicte nuestro sistema tradicional.
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