Peter Tremayne - Nuestra Señora De Las Tinieblas

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Nuestra Señora de las tinieblas, sor Fidelma se enfrenta a una auténtica carrera contra el tiempo de cuyo resultado depende la vida de su compañero Eadulf, declarado culpable del brutal asesinato de una joven y pendiente sólo de que se cumpla la sentencia a muerte.
Nunca una investigación había implicado tan personalmente a alguien cercano a Fidelma, pero aun así deberá mantener la sangre fría para desentrañar una escabrosa historia de sexo, ignominia y muerte. Fidelma es incapaz de creer en la culpabilidad de su buen amigo, pero a medida que avanzan sus pesquisas, para las que sólo cuenta con veinticuatro horas, el puzzle al que creía enfrentarse empieza a tener más piezas de las que ella (y el lector) esperaban; ¿o quizá el puzzle es mayor de lo que parecía inicialmente?
La combinación de fidelidad histórica, potencia de las tramas y pulso narrativo hacen de Tremayne uno de los grandes escritores de ficción histórica de nuestro tiempo.

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– ¿Interesante?

– He renunciado a la espada para componer poesía, y toco el cruit, un arpa pequeña. Estoy muy satisfecho con mi vida.

Eadulf miró con recelo el físico poderoso del hombre.

– No se desarrolla la musculatura tocando el arpa, Dalbach.

Dalbach se dio una palmada en la rodilla y soltó una carcajada.

– Sois observador, hermano. Lo cierto es que sigo haciendo ejercicio, pues en mi estado uno necesita tener un cuerpo fuerte.

– Cierto, cierto… ¡Ah!

El ciego levantó la cabeza ante la inesperada exclamación de Eadulf.

– ¿Qué sucede?

Eadulf sonrió algo compungido.

– Es que acabo de entender para qué son las estacas de ogham alrededor de la cabaña. Son una guía, ¿verdad?

– Sois observador, sin lugar a dudas, hermano Eadulf -confirmó el otro con apreciación-. Las estacas me sirven para saber, cuando salgo al claro, en qué punto cardinal me encuentro y cómo regresar a la cabaña.

– Es muy ingenioso.

– Las circunstancias lo hacen a uno ingenioso.

– ¿Y no guardáis rencor a Faelán por haberos hecho algo tan horrible?

Dalbach consideró la pregunta y, acto seguido, se encogió de hombros.

– Creo que el rencor se ha disipado. ¿No dijo Petrarca que no hay nada mortal que sea imperecedero…?

– …y no hay nada dulce que no termine en amargura -terminó Eadulf.

Dalbach se rió, encantado.

– Bueno, debo reconocer que, durante unos años, le guardé rencor. Pero cuando un hombre muere, ¿qué sentido tiene odiarle? Ahora es el nieto de mi tío Rónán Crach quien gobierna el reino. Así son las cosas.

– ¿Os referís a Fianamail? ¿Es vuestro primo?

– Los Uí Cheinnselaig son todos primos.

– ¿Y vos sois pariente cercano de Fianamail? -preguntó Eadulf sin poder disimular cierta desconfianza en el tono.

Dalbach percibió al instante el sutil cambio en su voz.

– Hace como si yo no existiera y eso mismo hago yo. No ha hecho nada por indemnizar mis daños. ¿Por qué receláis tanto de él?

A Eadulf le sorprendió que le preguntara aquello a bote pronto. Hizo memoria de que estaba ante una persona capaz de percibir mínimos matices e interpretarlos. Con todo, aquel hombre ciego le inspiraba confianza.

– Porque ha querido ejecutarme -confesó Eadulf, decidiendo que la verdad sería la vía más fácil.

No vio ningún cambio en la expresión de Dalbach. Esperó, sentado a la mesa, en silencio unos instantes y, a continuación, soltó un leve suspiro.

– He oído hablar de vos. Vos sois el sajón al que iban a colgar por violar y matar a una niña. Vuestro nombre me resultaba familiar, y ahora entiendo por qué habéis dudado en decírmelo.

– Yo no lo hice -se apresuró a defenderse Eadulf, pero entonces se dio cuenta de que tendría que haberle sorprendido que Dalbach supiera quién era-. Juro que soy inocente de esa acusación.

El ciego parecía ser capaz de leerle el pensamiento.

– Puede que viva en un lugar remoto, pero eso no quiere decir que esté solo. Ya os he dicho que tengo amigos y parientes que me traen noticias. Si no sois culpable, ¿por qué os condenaron?

– Quizá por lo mismo que os condenaron a vos a la ceguera. El miedo puede ser un gran móvil para cometer un acto injusto. Yo sólo puedo decir que no lo hice. Daría lo que fuera para conocer qué motivos hay detrás de esta falsa acusación.

Dalbach se echó atrás contra el respaldo con aire pensativo.

– Es extraño que en cierto modo una debilidad agudice otros sentidos. Hay algo en vuestro timbre de voz, hermano Eadulf, que trasluce sinceridad. Puede que sea una inmodestia por mi parte, pero aseguraría que no mentís.

– Os lo agradezco, Dalbach.

– Así que habéis esquivado a vuestros captores. Porque imagino que os estarán buscando. ¿Os dirigís hacia la costa para huir a vuestro país?

Eadulf vaciló en responder, y Dalbach enseguida añadió:

– ¡Oh!, podéis confiar en mí, que no revelaré vuestras intenciones.

– No es eso -respondió Eadulf-. Había pensado en poner rumbo a la costa. Pero lo mejor que puedo hacer es quedarme y tratar de descubrir la verdad. Eso pretendo.

Dalbach esperó callado unos momentos, hasta que dijo:

– Es todo un acto de valentía. Acabáis de confirmar mi primera impresión de que sois inocente. Si me hubierais pedido que os ayudara a llegar a la costa, enseguida habría sospechado. Decidme, ¿de qué modo puedo ayudaros a buscar la verdad?

– Tengo que volver a Fearna. Allí hay una… una persona que me ayudará.

– ¿Esa persona es Fidelma de Cashel?

Eadulf no daba crédito.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Por el mismo primo del que os he hablado. He oído mucho sobre Fidelma de Cashel. Su padre, Failbe Fland, rey de Muman, mató a mi padre cuando se alió con Faelán en la batalla de Ath Goan, en el Iarthar Lifé.

El hombre hablaba sin rencor, pero el asombro de Eadulf era cada vez mayor.

– ¿El padre de Fidelma? Pero si murió cuando ella era una niña de pecho.

– Seguramente así sería. La batalla de Ath Goan sucedió hace unos veinte años. No os preocupéis, hermano Eadulf. Las batallas entre mi padre y sus enemigos ya no me interesan. No hay enemistad entre los descendientes de Failbe Fland y yo.

– Me complace oírlo -respondió Eadulf con fervor.

– Así pues, debemos hallar un modo de ponernos en contacto con Fidelma de Cashel -sugirió Dalbach-. ¿Habéis pensado en algo?

Eadulf se encogió de hombros a la vez que caía en la cuenta de que era un movimiento carente de sentido.

– No he pensado en nada, aparte de regresar a Fearna y esperar que mi amiga siga allí. El problema es que la gente me reconocerá a la legua. Incluso con este abrigo, dudo que vaya a pasar desapercibido por mucho tiempo, dado el hábito, la tonsura de san Pedro y el acento sajón.

De súbito les llegó el toque de un cuerno de caza, que hizo dar un respingo a Eadulf.

– No os alarméis, hermano Eadulf -dijo Dalbach para tranquilizarlo, mientras se levantaba de la mesa-. Debe de ser mi primo. Quedamos en que pasaría hoy o mañana para traerme alguna dádiva.

Allí donde empezaba el bosque apareció una figura, que se detuvo antes del claro frente a la cabina.

Eadulf miró por la ventana, pero se agachó en el acto, haciendo caer la silla hacia atrás. Reconoció sin asomo de duda al hombre nervudo de rostro descarnado que lo había sacado de la cama en la fortaleza de Cam Eolaing aquella misma mañana. Era el mismo hombre que había fingido liberarlo y que luego había intentado abatirlo. Era el mismo hombre que había intentado matarlo.

Capítulo XV

– ¿Gabrán? -Sor Étromma pareció sorprenderse por la pregunta que le hizo Fidelma a las puertas de la abadía-. ¿Qué os hace pensar que yo sé dónde está?

Fidelma se impacientó un tanto con la administradora.

– Porque sois la rechtaire de la abadía. Y como Gabrán comercia regularmente con ésta, es de suponer que vos seríais la primera persona a la que preguntar acerca de su posible paradero.

Sor Étromma reconoció a regañadientes la lógica de Fidelma, pero extendió las manos para indicar que no podía ayudarla.

– Lo lamento, hermana. Es un momento difícil, y desde que el sajón se fugó ayer, la madre abadesa ha estado especialmente… -Vaciló e hizo una mueca-. De verdad: no sé dónde puede estar -dijo, y añadió con voz quejumbrosa-: De repente, todo el mundo busca a Gabrán. No lo entiendo.

– ¿Todo el mundo? -preguntó Fidelma al instante, interesada por el comentario-. ¿Qué queréis decir?

Sor Étromma volvió a formular su afirmación.

– Me refiero a que hoy varias personas me han preguntado si sabía dónde estaba. La madre abadesa, entre otras. Le he dicho hace un rato que yo no soy su posadera.

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