Fidelma estaba cada vez más pensativa.
– ¿Insinúas que sor Muirgel decidió unirse al viaje cuando supo que tú serías parte del grupo?
Cian negó con la cabeza y respondió:
– Yo no diría eso.
– Ahora tengo la impresión de que sor Muirgel influyó más en la preparación de este peregrinaje que sor Canair.
– Hicieron falta varias semanas para planear el viaje. Supongo que sor Muirgel pretendía arrebatar la posición de guía a sor Canair. Sor Crella la apoyaba; aunque solía hacerlo en cualquier cosa.
– Pero sor Canair también tenía una personalidad fuerte. No aguantaba así como así las imposiciones de nuestra desaparecida amiga.
– Parece que conoces bien los defectos de sor Muirgel.
– Se descubren muchas cosas cuando… -Cian buscó la frase más precisa-. Cuando se viaja con gente. Conoces sus defectos.
– Antes has dicho que no te sorprendió que muriera porque era terca.
– Con eso he querido decir que era lo bastante testaruda como para subir a cubierta pese a los consejos que le habían dado. Cuando se le metía algo en la cabeza, lo hacía.
Fidelma parpadeó con interés y se apresuró a preguntarle:
– ¿Alguien le aconsejó que no subiera a cubierta durante la tempestad?
Cian movió la cabeza.
– Sólo lo he puesto como ejemplo. Me refería a su modo de ser. Bueno, ya te he dicho cuanto sabía de este asunto.
Dicho esto, dio media vuelta y empezó a marcharse por la cubierta, pero Fidelma lo llamó de pronto.
– Una cosa más…
Cian se volvió con expectación.
– Quisiera saber algo más sobre las circunstancias en las que el grupo se separó de sor Canair. No acabo de entender cómo pudo retrasarse para embarcar ni por qué no subió a bordo con el resto de vosotros.
Cian la miró con incertidumbre un momento.
– ¿Por qué te interesa tanto sor Canair, si estás investigando las circunstancias en que sor Muirgel cayó al agua? -objetó.
– Será mi curiosidad natural, Cian. Recordarás, supongo, que cuando era joven carecía de curiosidad hasta que aprendí que debía interesarme más por las razones y los motivos de la conducta de los otros.
Un gesto agresivo ensombreció el semblante de Cian, pero desapareció en el acto.
– Según recuerdo, nos separamos de sor Canair antes de llegar a Ardmore -dijo.
– ¿Por qué?
– Nuestra intención era pasar la noche en la abadía de St. Declan, pero sor Canair se separó del grupo cuando estábamos a dos kilómetros de la abadía.
– ¿Por qué lo hizo?
– Nos dijo que quería ir a ver a un amigo o un pariente que vivía en la región. Prometió que se reuniría con nosotros en la abadía donde pasaríamos la noche. Sin embargo no lo hizo, y al ver que no se presentaba en el muelle a la hora acordada, sor Muirgel asumió el mando. Así consiguió por fin lo que quería: el control del grupo.
– Pero el control no le duró mucho -observó Fidelma secamente-. De hecho, dos de los guías no han podido disfrutar mucho tiempo de su cargo. ¿Estás seguro de que quieres ocuparlo ahora? -le preguntó con una sonrisa sarcástica en los labios.
Las facciones de Cian se tensaron.
– No sé qué insinúas.
Fidelma ensanchó la sonrisa.
– Nada, es sólo una sugerencia. Gracias por tu tiempo y por responder a mis preguntas.
Cian dio media vuelta para irse y vaciló un momento. Levantó el brazo sano con un curioso movimiento de impotencia.
– Fidelma, no deberíamos estar enemistados. Tanto rencor…
Ella lo miró con desdén.
– Ya te lo he dicho antes, Cian: no hay enemistad entre nosotros. Para haberla tendría que mediar algún sentimiento entre los dos. Y ya no queda nada. Ni siquiera rencor.
Pese a pronunciar esas palabras en voz alta, Fidelma sabía muy bien que mentía. El desprecio que sentía por él era en sí un sentimiento; y no le gustaba ni gota. Si de verdad se hubiera recuperado del daño que le había causado entonces, no habría sentido nada en absoluto. Y esta realidad la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.
Fidelma decidió que el siguiente en ser interrogado sería el oficial de cubierta bretón, Gurvan, que había realizado una búsqueda exhaustiva por el barco. Preguntó a Murchad dónde podía encontrarlo, a lo que éste le respondió que estaba abajo, «calafateando». Fidelma no supo a qué se refería, pero Murchad hizo una seña a Wenbrit y le mandó conducirla a donde Gurvan se hallaba trabajando.
Gurvan estaba en una parte delantera del barco, donde al parecer se guardaban pertrechos. Estaba algo más allá del lugar donde colgaban los coyes de la tripulación del Barnacla Cariblanca; los coyes eran las camas colgantes de malla de tela suspendidas a ambos extremos de cabos que iban atados a las vigas del barco de manera que se balanceaban con el vaivén del navío. Algunos marineros dormían, exhaustos tras pasar la noche en vela debido a la tormenta. Con un farol en la mano, Wenbrit pasó entre los coyes con cuidado de no tocarlos y llegó a un camarote lleno de cajas y toneles.
Gurvan había movido las cajas necesarias para tener acceso al costado de la embarcación. Había equilibrado un farolillo sobre unas cajas y estaba encorvado; sostenía un cubo y metía barro -o eso le pareció a Fidelma- entre las juntas de la madera. Wenbrit los dejó después de asegurarse de que Fidelma sabría volver sola a la cubierta principal.
Gurvan no interrumpió su labor y Fidelma se agachó junto a él. Advirtió que de entre las junturas del barco brotaban regueros de agua aquí y allá y, de pronto, comprendió que al otro lado de los tablones estaba el mar.
– ¿Hay peligro de que el agua inunde el barco? -susurró.
Gurvan se rió con picardía.
– No, señora, por Dios. Hasta los mejores barcos tienen filtraciones, sobre todo después del pasaje endemoniado que acabamos de superar. Primero la tormenta y luego el paso por el istmo. Lo raro es que no se haya roto algún tablón. Pero el nuestro es un buen barco, sólido y resistente. Los tablones están unidos a tope: contienen la presión de cualquier mar.
– ¿Y entonces que estáis haciendo?
Fidelma no estaba convencida del todo y no quería reconocer que no tenía idea de qué quería decir «unidos a tope».
– A esto se le llama calafatear, señora -dijo y señaló el cubo-. Eso de ahí son hojas de avellano. Las meto entre las juntas de los tablones y sirven para taponar herméticamente los resquicios.
– Parece tan… endeble frente a la turbulencia del agua.
– Es un método de calidad probada -le aseguró Gurvan-. Los grandes navíos de nuestros antepasados veneti combatieron contra Julio César con barcos calafateados de un modo similar. Pero no habréis venido a preguntarme sobre esto, ¿no?
Fidelma le dio la razón con renuencia.
– No. Sólo quería preguntaros acerca de la búsqueda de sor Muirgel.
– ¿La religiosa que cayó al mar? -preguntó.
Se detuvo un momento a examinar su trabajo y luego dijo:
– El capitán me pidió que llevara a cabo una busca. En un barco de veinticuatro metros de eslora no hay muchos rincones donde esconderse, ya sea accidental o intencionadamente. Enseguida nos percatamos de que esa mujer no iba a bordo.
– ¿Buscasteis en todas partes?
Gurvan sonrió sin perder la paciencia.
– En cualquier parte donde alguien podría esconderse si quisiera. Bueno, salvo en el pantoque, porque pensé que una mujer nunca se escondería allí… Es la parte más honda del casco, donde se suelen juntar ratas, ratones y desperdicios.
Fidelma tuvo un escalofrío involuntario. Gurvan sonrió con cierto sadismo al ver su reacción.
– No, señora, aparte de los camarotes de los pasajeros, donde ya se había buscado, miré por todas partes. Sólo podemos sacar en conclusión que la pobre cayó por la borda.
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