– Gracias, Gurvan.
Fidelma se puso de pie y regresó por donde había venido.
Aunque no había pensado en interrogar a sor Gormán a continuación, pensó en hacerlo al pasar por delante de su camarote. Sor Gormán estaba sentada en su litera, pálida y cabizbaja.
– ¿No molestaré? -preguntó Fidelma al entrar después de ser invitada a ello.
– Sor Fidelma -dijo la muchacha, alzando la vista con nerviosismo-. No me importa que me molesten. Esta travesía no está siendo como esperaba.
– ¿Y qué esperabais? -preguntó Fidelma al sentarse.
– Oh -se lamentó e hizo una pausa para pensar-. Creo que nada está siendo como cabría esperar; un peregrinaje, un viaje al sepulcro donde yace el cuerpo de un hombre que conoció a Cristo… debería ser un viaje memorable y excitante.
– ¿Acaso no os parece un viaje excitante? Yo diría que lo es; y un viaje lleno de incidentes -respondió Fidelma manteniendo un tono suave.
Sor Gormán apretó los labios. Fidelma esperó y, al no obtener respuesta, se sentó en una silla junto a la muchacha y adoptó un tono más serio.
– La pérdida de sor Muirgel ha sido un golpe duro para vuestro grupo.
La joven arrugó la nariz con desdén.
– ¡Muirgel! -exclamó, resumiendo en esa palabra su aprensión.
Fidelma captó el tono de inmediato.
– Veo que no erais amiga de sor Muirgel.
– Lamento que esté muerta -respondió sor Gormán a la defensiva.
– ¿No le teníais simpatía?
– No me siento culpable por tenerle antipatía.
– Nadie ha insinuado que debierais sentirla.
– Cuando alguien muere uno siempre se siente culpable de abrigar malos pensamientos hacia el fallecido.
– ¿Y vos los abrigabais?
– Yo y todos, ¿no?
– Yo no lo sé: no soy de vuestro grupo. Yo pensaba que erais peregrinos que viajabais juntos.
– Y así es. Pero eso no quiere decir que congraciemos entre nosotros. Yo no tengo nada en común con nadie de este grupo salvo con… -Se interrumpió y se apresuró a añadir-: Sor Muirgel era una tirana y yo… ¡yo la odiaba!
La hermana Gormán casi escupió su última frase. Fidelma miró a la joven con seriedad.
– ¿Y ahora creéis que deberíais sentir culpa por el odio que le teníais?
– Sí, pero no la siento.
– ¿Qué os hacía odiar a sor Muirgel en concreto?
Sentada en la cama, la joven se paró a reflexionar.
– Siempre se metía conmigo porque soy joven y provengo de una familia pobre. Mi padre no era jefe como el suyo, sino palafrenero. Aprendí a leer un poco y entré en la abadía de Moville para proseguir mis estudios. Muirgel y Crella me obligaron a ser su criada.
– ¿Que os obligaron?
Fidelma no era tan ingenua como para ignorar que tras los muros de abadías e instituciones religiosas, como en cualquier otra institución, también había quien tiranizaba a otros.
– ¿Las dos, sor Muirgel y sor Crella, os daban órdenes?
– Sor Muirgel mandaba y sor Crella acataba. Muirgel siempre llevaba la voz cantante en estas cosas.
– Por eso no lamentáis su muerte.
– ¿Acaso no dice la carta de san Pablo a los Romanos: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis»? Si así debe ser, mi alma está condenada. Pero no me importa.
Fidelma esbozó una sonrisa.
– Bueno, dadas las circunstancias, creo que se os perdonará lo que sentís. De entre todas las cosas, amar a nuestros enemigos es de las más difíciles.
– Pero, ¿perdonar a nuestros enemigos no es acaso uno de los actos de gracia fundamentales que nos definen como bienaventurados? -preguntó la joven con obstinación.
– El perdón es un tema principal en los Evangelios -concedió Fidelma-. Los Evangelios nos dicen que la voluntad de Cristo de perdonarnos está supeditada a nuestra voluntad de perdonar a nuestros enemigos. El que éramos antes debe renacer como alguien nuevo y bondadoso si quiere ser aceptado en el Reino eterno de Dios.
Sor Gormán parecía apenada.
– En tal caso la condenación pende sobre mí.
– Ahora que sor Muirgel ha muerto, seguro que…
– Sigo sin poder perdonar a sor Muirgel por el sufrimiento que me causó.
Fidelma se echó hacia atrás, pensativa.
– Si la odiabais tanto, ¿por qué emprendisteis este peregrinaje?
– Sor Canair era quien iba a estar al mando. Pero sor Canair era mala persona.
– ¿En qué sentido? -Fidelma se sorprendió-. ¿También os tiranizaba?
– Oh, no -aseguró la joven moviendo la cabeza-. Sor Canair no me tomaba en cuenta. Yo para ella no existía. ¡Cuánto los odiaba a todos! Cómo deseaba…
La chica empalideció de pronto y miró a Fidelma con ansia.
– Yo no deseaba que sor Muirgel muriera de ese modo. Yo sólo quería castigarla.
– ¿Castigarla? ¿A qué os referís?
Sor Gormán parecía preocupada.
– Lo juro, no era mi intención.
– ¿Vuestra intención? -preguntó Fidelma con el ceño fruncido-. ¿A qué os referís con que no era vuestra intención? ¿Intentáis decirme que estáis implicada en la desaparición de Muirgel?
Con ojos muy abiertos, la muchacha miraba a Fidelma como si los pensamientos que habían acudido a su mente la horrorizaran.
– Le eché un mal de ojo. Ayer a medianoche me puse delante de la puerta de su camarote y la maldije.
Fidelma no sabía si debía reír o asombrarse ante la revelación teatral de la joven.
– ¿Decís que estabais delante de su camarote ayer a medianoche durante la tormenta…? ¿Y que la maldijisteis? ¿Eso habéis dicho?
Sor Gormán asintió moviendo la cabeza lentamente.
– Sí, durante el temporal.
– ¿Entrasteis en su camarote a verla?
– No. Me quedé fuera y la maldije con palabras de los Salmos.
Y empezó a recitar en un tono gemebundo:
Que sus ojos se oscurezcan y no vean,
Y que su lomo vacile siempre
Derrama sobre ella tu ira;
Que el furor de tu cólera la alcance;
… y acrecentó el dolor del que t ú llagaste.
Añade esta iniquidad a sus iniquidades,
Y que no tenga parte en tu justicia.
Que sea borrada del libro de la vida
¡Y no sea inscrita con los justos!
Fidelma parpadeó ante la vehemencia de la joven y luego trató de sacar algo en claro.
– Pero si es una versión modificada del Salmo 69 -observó.
– ¡Pero surtió efecto! ¡Surtió efecto! ¡Mi maldición surtió efecto! -exclamó con una nota de histeria-. Debió de subir a cubierta al poco rato, y la mano vengadora de Dios se la llevó.
– No lo creo -respondió Fidelma con sequedad-. Si intervino alguna mano, fue humana.
Sor Gormán se la quedó mirando y luego tuvo un cambio brusco de ánimo. En sus ojos había recelo.
– ¿Qué queréis decir? Todo el mundo ha dicho que una ola la arrastró al mar, ¿no?
Fidelma advirtió que había hablado más de la cuenta.
– Simplemente quiero decir que no ocurrió a causa de tu maldición ni tu invocación.
Sor Gormán se paró a pensar un momento.
– Pero una maldición es algo terrible, y yo debo expiar mi pecado. Sin embargo, no puedo hacerlo perdonando a sor Muirgel, ni sintiéndome culpable.
– Decidme una cosa solamente, sor Gormán -pidió Fidelma, que empezaba a aborrecer el egocentrismo de la muchacha, así como su empeño en autoinculparse por la muerte de sor Muirgel-. Habéis dicho que salisteis de vuestro camarote sobre la medianoche.
La joven asintió con la cabeza.
– Lo compartís con sor Ainder, ¿cierto?
– Así es.
– ¿Os vio salir del camarote?
– Concilió el sueño en el acto. Suele dormir como un leño. No creo que me viera salir.
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