Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– Tu padre sabe mucho de caballos, no lo niego -interrumpió el jinete en un tono de cierta dureza-, pero el que se pasa cuatro horas diarias a lomos de Incitato II soy yo.

– Lo sé pero…

– Déjame terminar. Soy yo el que queda en mal lugar cuando, como ocurrió la semana pasada durante la Grande Quadrille, el caballo no ejecuta a la perfección los movimientos que se le han enseñado.

La Grande Quadrille, que se llevaba a cabo con los dieciséis mejores lipizanos de la Escuela, era el número estrella del espectáculo, una especie de ballet ecuestre perfectamente coreografiado y ejecutado al compás de una orquesta de cámara de primera fila.

– Además -continuó-, cuando el caballo está agobiado o nervioso se nota inmediatamente. ¿Tú ves que Incitato tenga algún problema?

Beatriz permaneció un segundo en silencio y tras echar un rápido vistazo al caballo dijo:

– No, el caballo parece estar perfectamente. Pero quiero que lo devuelvas a la cuadra ahora mismo.

A Robichon le atraía el carácter fuerte de Beatriz, a la que consideraba una especie de yegua asilvestrada a la que él creía que iba a ser capaz de domar. Por eso dijo:

– Llevaré a Incitato a la cuadra inmediatamente con una condición: que te subas conmigo al caballo y me acompañes a devolverlo.

– ¿Crees que tengo miedo de subirme a un caballo? -dijo la chica muy resuelta.

– No, creo que es a mí a quien temes.

Beatriz dudó unos instantes.

– Con tal de no soportar a mi padre enrabietado durante una semana por que lo que le pueda pasar a Incitato, soy capaz de cualquier cosa. Espérame ahí, que bajo a la arena en un santiamén.

– Vamos, Beatriz, si estás a un paso de mí. ¿Acaso no te atreves a saltar desde la balaustrada?

– Hay tres metros de altura.

– No seas boba, yo te cojo.

Robichon acercó a Incitato a la pared y poniéndose ágilmente de pie sobre la silla de montar extendió los brazos hacia Beatriz para que esta se animara a saltar la balaustrada y se pusiera en sus manos.

– No llego -dijo la chica, que con una mano se estaba sujetando a uno de los balaustres y con la otra casi podía tocar las enguantadas puntas de los dedos del jinete-. Será mejor que no hagamos el idiota y que baje por la escalera.

– Tienes que confiar en mí y dar un pequeño salto -le contestó Robichon-. Claro que si tienes miedo…

Beatriz no estaba dispuesta a dar muestra de temor alguno delante del jinete y saltó decidida a sus brazos, en una maniobra que sorprendió al francés y que casi provocó la caída de ambos a la arena del picadero debido a un súbito movimiento de vaivén del corcel.

Una vez que estuvieron los dos de pie sobre el caballo, Robichon ayudó a tomar asiento a Beatriz y luego se sentó él delante, asiendo con firmeza las riendas de Incitato.

– ¿Estás bien? -preguntó el francés, como si él mismo no hubiera estado a punto de desnucarse un segundo antes.

– Claro que estoy bien. Anda, lleva a Incitato a su casa.

En el momento mismo en que Robichon hizo el gesto de picar espuelas para que el caballo se pusiera en movimiento, este, que no estaba acostumbrado a notar sobre el lomo el peso y los movimientos de dos personas, se encabritó bruscamente, y levantando las patas delanteras casi hasta la altura de la balaustrada, pilló desprevenida a Beatriz, que acabó rodando por el suelo.

Una caída como esa normalmente le podía costar a uno la rotura de la clavícula y de varias costillas, pero Beatriz se levantó inmediatamente, sacudiéndose la tierra del vestido.

– ¿No te has roto nada? -preguntó preocupado el jinete, que se había bajado del caballo para ayudar a incorporarse a la chica.

– Me he dado una buena torta, pero mi padre me enseñó a caer del caballo desde muy pequeña y eso ha evitado que me rompiera la crisma.

– Este maldito Incitato todavía no ha aprendido cómo hay que tratar a una dama.

Robichon le dio un fuerte manotazo en el morro al caballo, a modo de castigo, cosa que este no se tomó muy a bien, porque descubrió los dientes y amagó con cargar contra el jinete.

– Y tú no has aprendido todavía a tratar a un caballo -dijo indignada Beatriz-. Lo que tienes que conseguir es que el animal sienta respeto y no temor por ti.

La chica se agachó para recoger las riendas del caballo, que colgaban ahora hasta el albero por la parte delantera del animal, y el caballo, que ya estaba a la defensiva tras el fenomenal guantazo que le había propinado Robichon, se asustó con el gesto y mordió a Beatriz en el cuello.

La herida fue tan leve que la hija de don Leandro, que temía además que el jinete se cebara de nuevo con el caballo pretextando que este la había agredido, le dio aún menos importancia de la que tenía.

– Déjame ver qué te ha hecho -le insistió Robichon varias veces.

– Es solo un pellizco. Incitato no quería hacerme daño, sino mostrar su enfado por el manotazo recibido. Anda, llévale de una vez a su establo.

El jinete obedeció y se despidió de Beatriz, a la que no volvió a ver hasta al cabo de tres días, cuando se corrió la voz por la Escuela de que no se encontraba bien de salud.

Esta vez la dolencia de la chica era auténtica y no se trataba de ninguna estratagema de su padre para ahuyentar a los moscones que a veces la rondaban.

Beatriz empezó a quejarse de dolor al tragar líquidos y alimentos y de rigidez en la mandíbula y don Leandro hizo llamar inmediatamente al médico de palacio, que llevó a cabo un diagnóstico certero aunque tardío.

Aunque la clostridrium tetani -nombre latino con el que los científicos bautizaron la enfermedad del tétanos- no sería descubierta hasta finales del XIX, los médicos conocían desde la antigüedad la relación letal entre cierto tipo de heridas y la rigidez muscular que provocaban en el paciente. La infección tetánica, que casi siempre era mortal, y cuya vacuna no sería inventada hasta la Primera Guerra Mundial, estaba provocada por una potente neurotoxina, la exotoxina tetanospasmina, que penetra en las fibras nerviosas motoras periféricas hasta llegar al sistema nervioso central.

Al escuchar el diagnóstico, el padre, que sabía de sobra cómo se contraía la temible enfermedad -por más que esta no hubiera sido aún bautizada- y sus fatídicas consecuencias, se fue derecho hasta su hija, que comenzaba ya a retorcerse con los primeros espasmos musculares en el lecho del dolor y le dijo:

– Beatriz, esto es muy importante ¿te has hecho alguna herida en los últimos días?

– Ninguna, padre -respondió la chica con una voz muy débil, pues debido a la rigidez de los músculos, le costaba articular las palabras.

– Hace muy poco te vi manejando clavos y martillo en el suelo de tu habitación. ¿Estás completamente segura de que no te has pinchado con nada, especialmente con alguna punta oxidada?

– Estoy segura, padre. Solo tengo una ligera mordedura de caballo, aquí, junto al cuello.

Beatriz se retiró por un momento el pañuelo que había utilizado para taparse el bocado que le había propinado Incitato -algún malintencionado podría haber pensado que la marca en el cuello la había causado algún amante demasiado fogoso- y su padre vio, por vez primera, la herida que su hija se había preocupado tanto en ocultar.

– Eche un vistazo, doctor.

El médico inspeccionó la herida y confirmó que la infección había entrado por ahí:

– Es algún tipo de bacteria anaeróbica -anunció-. Si la herida sangra abundantemente, se lava con agua y jabón y luego se deja sin cerrar, es muy difícil que se infecte, porque estos microoganismo no pueden florecer en presencia de oxígeno. Pero veo que su hija ha llevado la herida tapada durante varios días, y aunque esta no es muy profunda no ha recibido la suficiente ventilación.

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