Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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Lo cierto es que la Décima Sinfonía, además de tener una revolucionaria estructura de siete movimientos, que Beethoven no había empleado en ninguna de sus composiciones anteriores, contenía innovaciones musicales y audacias armónicas tan avanzadas como un solo de timbal en el scherzo de cinco minutos de duración o pasajes bitonales en el rondó final, en los que acordes superpuestos en las tonalidades de do mayor y fa sostenido mayor anticipaban los experimentos que un siglo más tarde llevaría a cabo Stravinsky en su ballet Petrushka. En el sexto movimiento, Andantino con variazioni, Beethoven había utilizado escalas pentatónicas y creado pasajes de tal ambigüedad tonal que bien podía decirse que la revolución que iniciara Debussy con Preludio a la siesta de un Fauno había comenzado en realidad con la Décima Sinfonía. En el segundo allegro con br í o, había pasajes tan deliberadamente repetitivos -una misma melodía expuesta, con ligeras variantes, hasta treinta veces seguidas- que le convertían en un auténtico pionero del minimalismo. Los siete movimientos no estaban separados entre sí, como suele ser habitual en las sinfonías, sino unidos mediante cadencias de engaño y otros recursos técnicos, de los que Beethoven se había servido para convertir su última y monumental sinfonía en un continuo musical de una hora y media de duración. La Décima era una obra destinada a ser para siempre, en cualquier época que se la escuchase, una obra contemporánea.

Beatriz volvió a mirar orgullosa la dedicatoria de la primera página, que equivalía poco más o menos que a un título de propiedad del manuscrito, y escrutó minuciosamente su propio dormitorio, tratando de establecer cuál podría ser el mejor escondrijo en el que ocultar la partitura. No quería que su padre, que había pasado de la noche a la mañana de reverenciar a Beethoven a aborrecer hasta la última corchea de la más sublime de sus obras, encontrase el manuscrito y, cegado por la ira, lo arrojara al fuego. Por un momento pensó en guardarlo bajo llave en su escritorio, camuflado bajo otros documentos, pero llegó a la conclusión de que tarde o temprano, y para asegurarse de que ella y el músico no anduvieran carteándose, su padre realizaría un registro minucioso de todos los papeles de su alcoba. Después probó a meterlo entre el somier y el colchón de su cama, y decidió que ese sería, de momento, el mejor escondite provisional. Al agacharse para meter la partitura bajo su lecho se fijó en que uno de los pesados tablones que conformaban el suelo de madera de su habitación estaba ligeramente desclavado y trató de levantarlo con las manos, para comprobar el hueco que había entre este y los rastreles sobre los que descansaba todo el entarimado. Solo consiguió romperse una uña y clavarse una astilla en el pulgar, que tuvo que sacarse con la ayuda de una aguja de coser. Bajó entonces a la herrería, donde sabía que encontraría herramientas de las habitualmente empleadas para herrar y desherrar a los lipizanos, y se apoderó de un escoplo, un martillo y unas tenazas, con los que estaba segura que lograría levantar el tablón de marras.

No habían transcurrido ni treinta segundos desde que empezara a forcejear con la madera cuando su padre, atraído por los martillazos, entró sin llamar en la habitación.

Beatriz quedó totalmente petrificada y sin saber qué decir cuando su padre la sorprendió, de rodillas en el suelo, con una herramienta de herrero en la mano.

Tanto en el tono de voz como en la dureza de su expresión resultaba evidente que aún seguía enojado por sus relaciones clandestinas con Beethoven.

– ¿Se puede saber qué haces?

– Padre ¿por qué entra en mi habitación sin llamar?

Don Leandro de Casas hizo caso omiso de la pregunta de su hija y avanzó con paso decidido hasta situarse a dos palmos del tablón que esta trataba de levantar.

– ¿Un listón suelto? Yo estuve a un tris de matarme con uno de ellos el mes pasado. Le diré a uno de los mozos que suba a clavarlo.

– Ya puedo hacerlo yo, padre.

Don Leandro llevó a cabo un rápido e inquisitorial barrido visual de la alcoba de su hija y vio que la mesa estaba llena de partituras.

– He hablado esta mañana con herr Golerich y me ha dicho que tus progresos en armonía y contrapunto son muy notables.

Beatriz se dio cuenta, un segundo antes de responder, de que iba a meter la pata con lo que dijo:

– Es que tengo un buen maestro, padre.

El fantasma de Beethoven planeó durante unos instantes por la habitación. Luego, don Leandro frunció el ceño, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí, con un enérgico movimiento que estuvo cerca del portazo.

Beatriz oyó los pasos de su padre bajando las escaleras, señal inequívoca de que se disponía a salir a la calle. Se asomó a la ventana para cerciorarse de que, efectivamente, estaba abandonando el edificio y hasta que no le vio alejarse unos metros, camino de la Heldenplatz, no reanudó su forcejeo con el tablón que estaba tratando de levantar.

Gracias a las contundentes herramientas que había conseguido en las cuadras, en cinco minutos logró desclavar un par de maderos y pudo comprobar que, efectivamente, había sitio suficiente entre la solera y el entarimado de la habitación para ocultar el voluminoso manuscrito de Beethoven. Sacó la partitura de debajo del colchón, la ocultó bajo el suelo, clavó otra vez los maderos e hizo una profunda marca en forma de B en uno de ellos, para acordarse del lugar exacto en el que había escondido el manuscrito. Cuando ya iba camino de las cuadras, dispuesta a devolver las herramientas a su sitio escuchó el relincho de un caballo proveniente de la gran explanada de arena donde los lipizanos deleitaban a los vieneses con sus tradicionales exhibiciones.

Aprovechando la salida de don Leandro, y desobedeciendo frontalmente sus instrucciones -el veterinario no quería que los jinetes sometieran a los caballos a un sobre esfuerzo inútil que pudiera ocasionarles lesiones y estrés-, François Robichon de la Guerinière había ensillado a Incitato II mientras llevaba a cabo un entrenamiento en solitario en el impresionante picadero cerrado donde tenían lugar las célebres exhibiciones de los lipizanos. El recinto, tan elegante y majestuoso que se había utilizado durante el reciente Congreso europeo para ofrecer ágapes y recepciones de gala a los mandatarios de los países participantes, era un rectángulo de color blanco, con balaustradas a lo largo de sus dos pisos de altura, de 55 metros de largo por 18 de ancho, que podía albergar a un total de diez mil espectadores. Por el día recibía la luz de las más de dos docenas de ventanales que había a los lados más largos del rectángulo, mientras que por la noche eran necesarias cientos y cientos de velas, fijadas en los brazos de cuatro gigantescas arañas colgadas de un techo que estaba a 17 metros de altura, para iluminar completamente la inmensidad de aquel gigantesco escenario. Todo el mundo en la Escuela Española de Equitación sabía que los entrenamientos de los lipizanos -que estaban abiertos al público- tenían lugar por la mañana y que estaba terminantemente prohibido que los jinetes los sacaran de nuevo a la arena por la tarde, sin la autorización expresa de don Leandro. Por eso, cuando Beatriz se asomó al picadero desde la balaustrada del piso inferior exclamó:

– ¡Como se entere mi padre, te vas a meter en un buen lío!

Robichon, que no había visto llegar a Beatriz, caracoleó sobre el caballo durante unos instantes y luego se acercó al trote hasta ella, exhibiendo su empalagosa sonrisa.

– ¡Beatriz! ¿Ya estás totalmente recuperada? Me había comentado tu padre que habías tenido algunos problemas de salud.

– No es mi salud lo que debe preocuparte, François, sino la de tu caballo. Mi padre…

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