Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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Beethoven estaba otra vez enamorado.

Incluso al propio compositor le hubiera resultado imposible decir, de habérselo preguntado alguno de los escasos amigos que formaban parte de su círculo de confianza, con cuántas mujeres, deslumbradas casi exclusivamente por su formidable talento musical, había mantenido algún affaire amoroso desde su triunfal llegada a Viena en noviembre de 1792. Su especialidad habían sido, sin duda, las alumnas de piano, entre las que había destacado con luz propia la jovencísima condesa italiana Giulietta Guicciardi. Cuando se enamoró de Beethoven tenía tan solo dieciséis años, y él le doblada la edad. Para el músico fue tan decisiva esa relación que decidió dedicarle a su amada quizá la más célebre de sus sonatas, la Claro de Luna. A su amigo el doctor Wegeler, Beethoven le contó en cierta ocasión por carta:

… no se puede usted ni imaginar qué triste y desolada ha sido mí vida durante los últimos años, en los que, para ocultar mi pérdida de oído, he tenido que apartarme cada vez más de la vida social y simular que soy un misántropo, cuando en realidad no lo soy. El gran cambio en mi vida ha venido de la mano de una encantadora y adorable jovencita que me quiere y a la que quiero. Por primera vez, después de dos espantosos años, tengo la sensación de que podría ser feliz gracias al matrimonio.

Beethoven tenía la sensación, en este momento concreto de su vida, de que Beatriz de Casas podía desempeñar el papel salvador que había jugado en su vida la joven condesa Guicciardi.

– ¿Por qué no llegaste a casarte con ninguna de las mujeres con las que todo Viena sabe que tuviste relación? -le preguntó una tarde a bocajarro Beatriz, mientras ayudaba al maestro a terminar de pasar a limpio el último de los siete revolucionarios movimientos de la que iba a ser su última y definitiva sinfonía.

Beethoven había permanecido en silencio casi toda la tarde, mientras rumiaba hasta los más pequeños detalles de instrumentación de la obra. Pero cuando leyó la pregunta de su amada, salió inmediatamente de su ensimismamiento.

– No hables mientras copias la música -le dijo el maestro tratando de cerrar el cuaderno de conversación privado con el que se solían comunicar dentro de casa-. Acabarás por cometer algún error y tendrás que rehacer la página entera.

– Ya que desde hace una semana no recibo compensación económica alguna por mi trabajo de copista -replicó ella reteniendo el cuaderno como pudo- podrías, al menos, mostrarte algo más comunicativo.

Beethoven se atusó su imponente melena, que ahora solía llevar más limpia y ordenada para tratar de agradar a Beatriz.

– Te pagaré los atrasos en cuanto cierre el acuerdo con mi editor para los próximos cuartetos.

Beatriz volvió a escribir: «¿Por qué no te casaste?».

– ¿Por qué no me casé? Tal vez porque no encontré a la mujer que me diera lo que me das tú. Debe de ser tu sangre gitana.

– Yo no soy gitana -aclaró ella-. Mi padre es del norte del país, de una ciudad llamada Bilbao, aunque nosotros la llamamos El Botxo, que quiere decir «el agujero».

– ¿Se trata de una ciudad subterránea?

– No, es porque está rodeada de montañas.

– Botxo, Bonn, nuestras dos ciudades de nacimiento empiezan con b. ¿Os llaman bocheros?

– O chimbos, por los pájaros que viven en la zona. ¿Por qué te llaman a ti el español negro? ¿Tienes tú sangre española?

– Si quieres saberlo, no te queda otro remedio que venir aquí -le dijo Beethoven palmeándose los muslos, en un tono que tenía mucho de lúbrica insinuación. Beatriz permaneció en su silla, como desconfiando.

Al músico le hizo gracia la actitud recelosa de la chica:

– ¿De qué tienes miedo?

– No es miedo, es que hay un tiempo para cada cosa. Ahora estamos hablando. Y no me has respondido a la pregunta que te hice antes, ¿por qué no llegaste a casarte?

A Beatriz ni siquiera le hizo falta escribirle de nuevo la pregunta; Beethoven entendió perfectamente que ella estaba insistiendo en la cuestión y que esta vez se iba a salir con la suya.

El músico permaneció en silencio durante medio minuto, bajo la mirada expectante de Beatriz. No es que se estuviera negando a contestar, sino que estaba dándole forma en la cabeza a la respuesta, para tratar de evitar alguna palabra que pudiera herir los sentimientos de la mujer. Después añadió:

– Para mí, la música es lo primero.

La frase pareció llenar de indignación a Beatriz. -Eso es una estupidez.

– Ya sabía yo que no teníamos que hablar de este asunto. Anda, termina de pasar a limpio los compases que te quedan.

– No, quiero que me aclares la frase «para mí la música es lo primero». ¿Es que Bach no estuvo casado y tuvo veinte hijos?

– Sí, pero…

– ¿Y Mozart? ¿Y Haydn? Todos estuvieron casados, a ninguno se le ocurrió rechazar el matrimonio porque para ellos «la música es lo primero».

Beethoven fue a contestar, pero se quedó sin palabras.

– ¿Es que todas las mujeres que se han cruzado en tu vida eran arpías absorbentes y egocéntricas que lo único que pretendían de ti es que estuvieras pendiente de ellas las veinticuatro horas del día?

– No, más bien fui yo el que, a última hora, se las arregló para hacer naufragar todas y cada una de las historias de amor en las que me vi envuelto.

– Pero ¿por qué?

– No creo en el matrimonio. O si lo prefieres, creo en el amor pero no creo en la convivencia.

– ¿Cómo puedes decir que no crees en algo que no has llegado a experimentar?

– De pequeño, mi madre solía decir a sus amigas: «Si queréis aceptar un buen consejo, permaneced solteras, y así viviréis una vida tranquila, bella y grata». Y a veces añadía: «¿Qué es el matrimonio? Una breve alegría y después una cadena de pesares». Y mi madre era una mujer muy sabia.

– Que, según me has contado, estaba casada con un borracho.

– Eso es cierto. Pero ¿por qué estamos hablando de matrimonio? ¿Es que deseas que le pida tu mano a tu padre?

En ese instante sonaron unos golpes en la puerta del apartamento que Beethoven había alquilado en la Schwarzspanierstrasse, o calle de los Españoles Negros, así llamada porque había sido hasta hacía poco tiempo la sede de un convento de monjes dominicos. Ni que decir tiene que, aunque estaban llamando a la puerta con gran energía, Beethoven no escuchó absolutamente nada. En los últimos años de su vida, su sordera se había hecho prácticamente absoluta, así que tuvo que ser su joven amante la que le advirtiera que tenían visita.

Cuando Beethoven abrió la puerta se encontró de bruces con el padre de Beatriz, que no estaba precisamente del mejor de los humores.

– Herr Beethoven, sé que mi hija Beatriz está aquí y he venido a llevármela.

Beethoven le indicó por señas que era incapaz de entender sus palabras.

– Entonces, apártese -dijo don Leandro. Y con un violento gesto empujó al músico a un lado y penetró en el apartamento.

La casa de Beethoven constaba de seis habitaciones, tres para el servicio (cocina, cuarto de plancha y lavado y dormitorio de las criadas) y tres para él mismo, que estaban todas ellas dedicadas a la música, incluyendo su propia alcoba, donde por ser la habitación más grande había colocado sus dos pianos.

Don Leandro se puso a registrar las habitaciones principales e inmediatamente empezó a dar señales de disgusto por el estado de desorden y suciedad en el que se encontraban casi todos los rincones.

– ¡Esto es una pocilga! ¿Cómo tiene usted el valor de hacer que mi hija trabaje en estas condiciones?

El padre de Beatriz llegó hasta la zona del servicio y vio tan solo a una doncella, inclinada sobre una tabla de lavar la ropa, por lo que tuvo que dar por terminada la búsqueda. Luego se dirigió a Beethoven, apuntándole con un dedo índice que parecía que podía llegar a dispararse en cualquier momento y le dijo:

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