Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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– ¿Quién se está encargando de su limpieza?

– Un luthier parisino llamado Alain Sabatier.

– ¿La guillotina está ahora mismo en París?

– ¿Por qué le extraña? Son antigüedades muy delicadas, que me han costado un ojo de la cara y me gusta que estén en las mejores manos.

– ¿Por qué confiárselas a un luthier?

– La primera guillotina que se construyó en Francia, mi querido inspector, la montó un fabricante de instrumentos musicales llamado Tobias Schmidt.

– Pensé que había sido el doctor Guillotin.

– Guillotin fue solo el ideólogo. Eran los tiempos de la Ilustración y los revolucionarios buscaban un sistema rápido e indoloro para ajusticiar a los reos, alejado de los salvajes métodos empleados desde el Medievo por los monarcas absolutistas. El diseño del primer aparato se lo debemos al doctor Antoine Louis, ilustre miembro de la Academie Chirurgicale, que le pasó los planos a Schmidt para que fabricara la primera guillotina.

– No creo que la policía científica esté muy interesada en revisar la suya después de haber pasado por las manos de su experto parisino.

– No se desanime, inspector. No he mandado cambiar la hoja, solo engrasar y ajustar los mecanismos. Un forense competente podría establecer enseguida una relación entre cualquier pequeño defecto o anomalía que haya en la cuchilla con una marca análoga en el cuello de la víctima.

Mateos reconoció que su interlocutor estaba en lo cierto y pasó a otro tema.

– También quería hablarle del medio millón de euros que usted ofrece de recompensa por la partitura.

– Veo que ha estado en contacto con ese muchacho, Daniel Paniagua.

– Si la partitura es el móvil del crimen, tiene un valor probatorio. Entiendo que si alguno de sus cazadores de recompensas consigue dar con ella, la primera cosa que deberá hacer es ponerla a disposición de la policía.

– Desde luego, inspector. Lo primordial es encontrar al culpable del asesinato de Thomas.

Mateos se levantó, como dando por terminada la visita, pero Marañón le rogó que no se fuera todavía.

– Ha llegado a mis oídos que las notas de la partitura tatuada en la cabeza de Thomas corresponden a una clave Mor-se de ocho números.

– En efecto, estamos trabajando con esa hipótesis. ¿Por qué lo menciona?

– Tengo una teoría sobre a qué pueden corresponder esos ocho números -dijo Marañón exhibiendo una amplia sonrisa-. Si tiene la amabilidad de pasar a mi despacho, se la explicaré ahora mismo.

41

Siguiendo la recomendación de la juez instructora, Daniel solicitó una entrevista con la hija de Thomas, Sophie Luciani, para que esta le consiguiera una grabación del concierto o una copia de la partitura con la que había trabajado el musicólogo. Paniagua estaba convencido de que, gracias a sus profundos conocimientos sobre la técnica compositiva de Beethoven, un análisis reposado y exhaustivo del material de trabajo de Thomas le iba a permitir confirmar sus sospechas más allá de toda duda razonable.

Daniel llegó a su meeting point con Sophie Luciani, la cafetería del hotel Palace, con casi media hora de anticipación. Excepto por dos adolescentes anoréxicas que bebían sendas Coca-colas en la barra y que soltaban risitas estúpidas cada cinco segundos, la cafetería estaba completamente desierta. Daniel constató que habían limpiado el suelo hacía poco y que aún no se había disipado del todo el olor a lejía, lo cual le puso enfermo. Nunca había entendido que en hoteles de esa categoría no se cuidaran ese tipo de detalles. Se sentó a la mesa que tenía los butacones más cómodos y cuando se le acercó el camarero le pidió un gin-tonic.

– ¿Se lo cargo a la habitación, señor?

Estuvo a punto de decir que sí y de soltar a voleo el número de una habitación. ¿Qué podía perder? Si el camarero chequeaba el número siempre podía contestar que se le había ido el santo al cielo y pagar en metálico. Aun así, su proverbial miedo a ser cogido en falta hizo que dijera que no, de lo cual se arrepintió, pues le cobraron veinte euros por la bebida, que estaba, eso sí, cargada de ginebra hasta tal punto que el camarero tuvo que hacer ejercicios malabares para poder añadir a la copa un poco de tónica.

Al cabo de diez minutos empezó a escuchar a su espalda el sonido, inconfundible por lo empalagoso, de un piano de hotel. Los pianistas de hotel, pensó Daniel, deben de recibir la consigna por parte de sus empleadores, de hacer poco o ningún hincapié en el aspecto rítmico de sus interpretaciones, para no distraer demasiado la atención de los clientes, de manera que cada una de las melodías que tocan se acaban pareciendo entre sí. Todo lo contrario del estilo compositivo de Beethoven, que no solo debía de haberse ganado el sobrenombre de el espa ñ ol por tener la tez morena sino por el extraordinario vigor rítmico de muchas de sus obras, empezando por la Séptima Sinfonía, calificada por Richard Wagner como la Apoteosis de la Danza. El sordo de Bonn tal vez no tuviera el genio melódico de Tchaikovsky o de Mozart, pero siempre que se lo proponía lograba que empezaras a tamborilear con los dedos o con los pies al ritmo de sus energéticos compases. En cambio, las únicas propiedades que tenían las músicas de hotel eran las sedantes, de modo que Daniel cerró los ojos, apoyó la cabeza contra el respaldo de la butaca y se dejó mecer por aquellos acordes previsibles y dulzones; y como el gin-tonic ya le había empezado a hacer efecto, en cuestión de tres minutos se quedó completamente amodorrado. Cuando despertó, pasaban veinte minutos de la hora acordada para la cita y no había aún señales de Sophie Luciani: un par de gays franceses, tan distinguidos que con su sola presencia elevaban por encima de su categoría el glamour que pudiera desprender el bar de estilo inglés del hotel, una jubilada americana con gafas de mariposa que regañaba a su perro salchicha, pero ni rastro de la chica. Apuró el gin-tonic, que ya estaba completamente aguado y se percató al momento de que el pianista había optado por un repertorio menos trillado que el My way de Paul Anka y estaba desgranando ahora la melodía «lenta y dolorida» de la primera Gymnop é die de Erik Satie. Como a Daniel siempre le había encantado esa pieza, se concentró en su escucha y tuvo que reconocer que la interpretación le gustaba. Giró la cabeza para verle la cara al pianista y se dio cuenta de que quien estaba sentada al piano era la propia Sophie Luciani. Llevaba el pelo suelto como la primera noche, aunque su vestido esta vez era mucho más discreto: un jersey negro cuello de cisne, pantalón del mismo color y una chaqueta roja jaspeada que le quedaba muy bien. Esperó a que terminara la pieza, que fue acogida con algunos aplausos por parte de los cuatro o cinco huéspedes del hotel que le estaban prestando atención y luego fue derecho hasta el piano para presentarse. Su inglés no era malo, excepto por la pronunciación, que era peor que la de una sobrecargo de Iberia, y como chapurreaba también algo de italiano y Durán le había anotado en una hoja algunas frases de recurso en francés, Daniel confiaba en poder entenderse con la chica.

– Soy Daniel Paniagua. -Le acercó la cara para darle un par de besos.

Enchant é e -dijo ella. Le fue a dar un tercer beso y se sonrojó al ver que Daniel retiraba la cara después del segundo.

– Lo siento -se excusó él, también un poco violento-. En España son dos.

– En Francia es un lío. En París son dos. Pero en algunas regiones se dan hasta cuatro, así que yo he sacado la media y doy tres.

– Lo tendré en cuenta para la próxima vez -prometió Daniel seducido por el humor de la francesa. Decidió adularla un poco y añadió:

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