Desde que se inauguró el primero de estos hoteles, Mateos, cuyas aventuras amorosas eran muy frecuentes, siempre había deseado entrar a ver uno por dentro, para comprobar si el establecimiento era lo suficientemente coqueto para ser escenario de futuras citas, y el encuentro con Bonaparte le proporcionó un excelente pretexto para satisfacer su curiosidad. Tal vez por eso, el inspector no quiso que, en esta ocasión, le acompañara Aguilar, cuyos comentarios sobre el erotismo en general y el sexo débil en particular le parecían ridículos y siempre fuera de lugar.
El príncipe le había pedido que el rendez-vous fuera en algún lugar del centro, pues se había visto obligado a acompañar a su esposa a la maratoniana sesión de compras que esta iba a llevar a cabo aquella tarde y el inspector propuso la cafetería del Petit Carlton por hallarse en pleno corazón del barrio de compras como lugar de encuentro. Encontró al francés, en compañía de su esposa, en la cafetech del hotel, saboreando un Bloody Mary al que ya le quedaban solo un par de tragos. Cuando el inspector se acercó, los príncipes se pusieron en pie y le estrecharon educadamente la mano.
Antes siquiera de que Mateos pudiera entrar en materia se aproximó un camarero con aspecto de zombi haitiano y le preguntó qué deseaba tomar. El policía le pidió un vodka con hielo, aunque se lo tuvo que repetir tres veces, ya que el barman, cuyos ojos tenían una preocupante tendencia a quedarse en blanco, y que llevaba colgando de las muñecas alrededor de media docena de pulseras con abalorios, parecía tener la mente absorta en un ritual de vudú. Mateos estaba seguro de que si le hubiese preguntado el nombre en ese instante, este habría respondido que se llamaba Chantilly.
Siguiendo su táctica habitual en este tipo de interrogatorios informales, Mateos lo primero que hizo fue decir:
– Voy a intentar robarles muy poquito tiempo.
El príncipe hizo un gesto extraño con la cabeza, que lo mismo podía ser afirmativo que negativo.
El interés principal de Mateos era averiguar si los príncipes habían mentido a la policía, o si por el contrario era Delorme el que trataba de construir una coartada de la que no disponía, asegurando que había permanecido con Sophie hasta la hora del crimen. Sin embargo, prefirió no abordar el asunto inmediatamente, para no ponerlos nada más llegar a la defensiva.
– Como ya les he dicho por teléfono -continuó el inspector- investigo el asesinato de Ronald Thomas y necesito aclarar dos o tres puntos con ustedes.
– ¿Somos sospechosos? -preguntó el príncipe.
Mateos sonrió.
– ¿Por qué me pregunta eso?
La princesa, que no había abierto la boca hasta el momento, añadió con cierto nerviosismo:
– Ni mi marido ni yo deseamos vernos envueltos en ningún escándalo, inspector. Louis-Pierre se presenta a las elecciones dentro de tres meses y cualquier noticia que le relacione con un crimen podría perjudicarle.
– ¿Qué elecciones son esas?
– Me presento a alcalde de Ajaccio, la capital de Córcega.
– ¿Tiene posibilidades de ganar?
– Tengo un rival muy difícil, Gauthier Rossi, nieto del legendario cantante y actor corso Tino Rossi.
– Lo siento, no he oído hablar de él.
– La campaña electoral va a ser decisiva, y estoy dispuesto a invertir mucho dinero en ella. Es ahí donde puedo desbancar a mi rival.
Mateos dio un trago a su vodka con hielo y, dado que se lo había servido una especie de muerto viviente, se sorprendió al comprobar que no sabía a sangre de gallo decapitado, sino que estaba delicioso.
– Hablemos de Thomas. La noche en que fue asesinado, ustedes estaban en la ciudad, ¿no es así?
– Sí, mi marido había dado una conferencia sobre Napoleón la tarde anterior.
– ¿Por qué no fueron luego al concierto? -Mi marido no se encontraba bien -se apresuró a decir la princesa.
– ¿Me dejas que responda yo o te has propuesto monopolizar el diálogo con el inspector? -saltó el príncipe, visiblemente irritado.
– Adelante, contesta tú -dijo la princesa, que parecía disfrutar enormemente disputándole el protagonismo a su esposo.
– No me encontraba bien y por eso decidimos quedarnos en la habitación.
– Es lo que había dicho yo. Aunque en realidad lo que te pasaba esa noche no es que te hubiera sentado mal la cena, sino que tenías un berrinche.
– Cállate -le ladró el príncipe-. Ni siquiera estabas presente.
La princesa no estaba dispuesta a amilanarse ante las órdenes tajantes, casi marciales, de su esposo, y continuó hablando como si este no estuviera delante.
– Un espectador que asistió a la conferencia empezó a cuestionar la teoría de mi marido de que Napoleón fue envenenado.
– Era un provocador. Siempre hay alguien así en todas mis charlas.
– Y luego hubo una señora que se sumó a la teoría del envenenamiento, pero cuestionando también a mi esposo, que siempre ha defendido que el asesino fue el gobernador de Santa Elena. La señora decía que había podido ser Beethoven, con ayuda de los Illuminati.
– Querida, estas digresiones no le interesan a la policía.
– En estos momentos, todo lo relacionado con Beethoven me interesa -se apresuró a aclarar Mateos, aunque prefirió no revelar que el móvil del crimen podía ser el robo de la Décima Sinfonía del compositor.
– Háblenme de ese cuadro de Beethoven que había en su palacio de Ajaccio. Fue Thomas quien lo descubrió, ¿no es así?
El príncipe pareció sobresaltarse ante la cantidad de información que manejaba el inspector.
– ¿Cómo lo sabe?
– Eso poco importa ahora. ¿Es posible que hubiera algún documento escondido dentro del cuadro?
– ¿Quiere usted decir entre el lienzo y el marco?
– Sí.
– ¿Qué tipo de documento?
– Por ejemplo, una partitura.
– No puedo saberlo. El cuadro no me interesaba ni por el anverso, imagínese si me preocupé alguna vez de examinarlo por el reverso.
– La noche en que estuvo cenando en su casa, ¿permaneció el señor Thomas a solas delante del cuadro en algún momento?
– No, que yo recuerde. Espere, sí. El señor Thomas se mostró vivamente interesado por las notas que había dibujadas en la pintura y me pidió que fuera a buscar lápiz y papel para anotarlas. Yo me ausenté durante unos momentos para traerle lo que me había pedido, pero no creo que fueran más de dos o tres minutos.
– Tuvo tiempo más que suficiente para examinar la parte posterior del cuadro y sustraer lo que allí estuviera oculto. ¿Qué comentó Thomas acerca de las notas?
– Dijo que podían corresponder a la obra que Beethoven estuviese componiendo en esos momentos y que eso nos permitiría establecer la fecha en que fue pintado el retrato. Recuerdo que comentó que existe un famoso cuadro del genio en el que este aparece con el manuscrito de la Misa Solemnis en la mano.
– ¿Qué más ocurrió aquella noche?
– Desde que Thomas descubrió el cuadro comenzó a mostrarse excitado y nervioso y enseguida dio muestras de querer abandonar el palacio. Cosa que hizo, por cierto, a pesar de las protestas de Sophie, que le llegó a llamar incluso maleducado, por dejarnos tan pronto.
– ¿No se marchó, pues, en compañía de su hija?
– No, Sophie se quedó con nosotros como una hora más. Fue algo extraño, porque durante la cena, el señor Thomas había estado encantador y sumamente locuaz. Era justo en la época en que había comenzado a trabajar en la reconstrucción de la Décima Sinfonía y no dejaba de contar historias sobre Beethoven. Era un excelente raconteur.
– Nos tomó un poco el pelo a todos -añadió la princesa-. Pero en el buen sentido de la palabra. Quiero decir que empleaba muchas veces un tono burlón que no llegaba en ningún momento a ser hiriente o despectivo. La burla, o la ironía, si lo prefiere, era su forma de ser afectuoso. Además de que, como mi marido es un gran melómano, congeniaron desde el principio.
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