MA-RIIIIII-a. I-JUST met a girl named Mariaaaa.
El tritono era el intervalo que separaba la dos primeras sílabas del nombre de la protagonista, y que luego, al llegar a la tercera sílaba, resolvía en una quinta perfecta, como si el profundo deseo que sentía Tony hacia ella se hubiera visto satisfecho en ese último aliento de voz. Daniel pensó que cuando uno escucha un trítono, incluso hoy en día, se tiene inmediatamente una sensación desasosegante, como de que algo maligno está a punto de suceder. Esa pudo ser la razón por la que Danny Elfman, el compositor de la banda sonora de los Simpsons, utilizó el diabolus in musica, quizá para describir al incorregible Bart, como intervalo inicial de su célebre sintonía.
LOS SIIIIIIIIIIMP- SONS.
Daniel se dio cuenta de que su mente se estaba alejando de Beethoven y de la melodía del cuadro y trató de establecer alguna conexión entre el diabolus in musica que había en el anillo y algún episodio de la biografía del compositor.
Y entonces fue cuando se acordó de los Illuminati.
Beethoven había simpatizado abiertamente con esa sociedad secreta, que a diferencia de la masonería, a la que había pertenecido, por ejemplo, Mozart, no exigía de sus miembros la creencia en un Ser Supremo. Esto provocó que en la secta de los Illuminati, de la que formaban parte muchos amigos de Beethoven, se infiltrara un número nada despreciable de agnósticos y ateos, lo que confirió un tinte marcadamente anticlerical a la sociedad. Los enemigos de los Illuminati eran pues la Iglesia católica y los grandes monarcas europeos, que defendían que habían sido investidos de su poder terrenal por Dios Todopoderoso. Sus más acérrimos detractores sostenían que la Revolución francesa había sido concebida y alentada por los Illuminati, a través de los jacobinos, y que incluso se había hecho sentir su perversa mano en la Revolución rusa de 1917. Y en una fecha tan tardía como 1983, el ahora Papa de Roma y entonces cardenal Ratzinger, había declarado en un documento hecho público por el Santo Oficio, que en pleno siglo XX Roma seguía contemplando con disgusto a las sociedades de tipo masónico (como los Illuminati), ya que los principios que los inspiraban eran irreconciliables con la Iglesia, y por lo tanto se prohibía a los católicos su pertenencia a ellas, so pena de incurrir en pecado mortal y de no poder recibir el sacramento de la comunión.
¿Era posible que, debido a sus cada vez más frecuentes desencuentros con el poder imperial establecido en Viena, Beethoven hubiera podido pasar de ser un mero simpatizante de esta sociedad secreta a un militante activo, que se encargara, como Mozart había hecho en la logia masónica a la que perteneció, de componer musica illuminata para celebrar acontecimientos especiales? Y dado el sesgo profundamente anticlerical de esa sociedad, ¿no podía haber elegido Beethoven el diabolus in musica, el intervalo proscrito desde la Edad Media por el Papa, como símbolo del desafío de los Illuminati al Vicario de Cristo?
Al terminar estas reflexiones, Daniel no pudo dejar de preguntarse incluso si la secta de los Illuminati, que al parecer seguía en activo en muchos países, podría haber tenido algo que ver con el espeluznante asesinato de Ronald Thomas.
El inspector Mateos llevaba tanto tiempo sentado en la misma postura -las piernas cruzadas sobre la mesa de su despacho y las manos atrás, colocadas a modo de reposacabezas- que a su ayudante, el subinspector Aguilar, le entraron ganas de echarle una moneda, como se hace con las estatuas vivientes para que cambien de posición. En vez de eso, dijo:
– ¿Te traigo un café, jefe?
Mateos pareció no haber escuchado la voz del subinspector, tan absorto estaba ordenando la información sobre el caso Thomas que se le amontonaba en la cabeza. Pero la pregunta cumplió la misma función que la moneda, porque nada más oírla, abandonó su pose y retiró las piernas de la mesa. Y además demostró que sí había oído la pregunta, porque dijo:
– Sí, con azúcar por favor.
– ¿Con azúcar? ¿Estás seguro?
– Sí, estoy seguro. Aunque nunca lo tomo con azúcar, me hace falta cuando tengo que cavilar tanto. El cerebro es nuestro órgano más voraz, Aguilar, se come el sesenta por ciento del azúcar que fluye por el torrente sanguíneo, unas cuatrocientas cincuenta calorías por día. Y como además no puede almacenar energía en forma de grasa o glicógeno, como otras partes del cuerpo, necesita aprovisionarse constantemente de carburante.
– ¿Te traigo dos sobrecitos entonces?
– Tampoco hay que pasarse.
A los dos minutos, el subinspector Aguilar regresó con un par de cafés.
– ¿Y por qué tienes que cavilar tanto, inspector?
– Olivier Delorme me contó una historia, cuando tú fuiste a por el coche, que habría que investigar. Como ya sabemos, en el mismo hotel en el que se aloja la hija de Thomas hay un individuo que también conocía a la víctima, y que es descendiente de Napoleón Bonaparte. Para ser exactos, es architataranieto del hermano pequeño de Napoleón, y ahora mismo uno de los herederos legítimos del trono de Francia.
– ¡Pero si en Francia no hay trono!
– Lo sé. Y aquí en España no hay república pero existen partidos republicanos.
Se oyó el ulular bastante cercano de un coche patrulla y Mateos vio que su ayudante se había distraído. Por un momento pensó que iba a empezar a aullar, como hacen a veces los perros cuando escuchan una sirena. Esperó a que se alejase el coche patrulla y luego prosiguió su relato:
– Este individuo tiene un palacete en Ajaccio en el que se ha descubierto recientemente un cuadro de Beethoven del que nadie había oído hablar jamás. ¿Y a que no adivinas quién descubrió que el cuadro era de Beethoven?
– ¿Thomas?
– Exacto. Los Bonaparte habían tenido ese cuadro en su casa toda la vida, pero pensaban que se trataba del retrato de un médico.
– Un momento, me he perdido. ¿Y cómo llegó Thomas a trabar conocimiento con los Bonaparte?
– A través de su hija, Sophie, que es musicoterapeuta. La madre de Sophie Luciani es corsa y tiene una mansión fabulosa en la isla. La hija también vive en Ajaccio y allí ejerce su profesión. Según me contó Delorme, la esposa de Bonaparte es una histérica de tres pares de narices, aquejada de todo tipo de males, la mayor parte de ellos imaginarios. Una de sus dolencias habituales era el insomnio, que solo conseguía vencer a base de fármacos.
– ¿Tenía insomnio imaginario?
– ¿Cómo dices?
– ¿Ella creía que no podía dormirse pero en realidad sí se dormía?
– Estás de cachondeo, ¿no?
– Me acabas de decir que la mayoría de sus males eran imaginarios.
– No, no, parece ser que era insomnio, con mayúsculas. Al principio lo combatía con pastillas, pero las píldoras no son la solución, porque al día siguiente te levantas cansado o irritable.
– Y además producen adicción.
– Tú lo has dicho. La princesa Bonaparte desarrolló un cuadro de dependencia a los fármacos tan brutal que el marido, asustado, cogió un día y le tiró todas las pastillas al fregadero. Entonces empezaron los verdaderos problemas, porque al insomnio que padecía se sumó el mono por carecer de somníferos. En la peor época (Delorme jura que estuvo al borde del suicidio) llegó a permanecer hasta cuatro días seguidos sin dormir, lo cual la llevó a tener alucinaciones, a no recordar el alfabeto, en fin, un infierno. Veía sus zapatos llenos de telarañas, insectos repugnantes sobre su escritorio, como un delírium trémens. Y fue entonces cuando alguien les habló de la musicoterapia de la hija de Thomas, y acudieron a ella como quien está ya desahuciado por la medicina convencional y pide ayuda a una bruja o a un curandero.
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