– Me parece un hallazgo muy interesante, pero a menos que estos números estén relacionados con don Jesús Marañón, no veo por qué tenemos que registrar su casa.
– Al menos concédame la intervención de su teléfono.
– Ya le he dicho que no.
– Solo durante una semana.
– Ni siquiera durante veinticuatro horas.
– Señoría, ¡si no se va a enterar!
Se produjo un silencio de estupefacción en el despacho, que fue interrumpido por una risita de suficiencia del forense.
La juez, en cambio, adoptó una expresión tan dura que el médico pensó que el policía iba a ser enviado de un momento a otro a los calabozos de los juzgados.
– Precisamente porque la persona a la que se priva del secreto de sus comunicaciones no puede defenderse es por lo que estoy yo aquí: para velar por sus intereses. Lo que tienen que hacer ustedes es trabajar más y mejor. Para que avance la investigación hay infinidad de cosas que pueden hacerse y que no implican dejar en suspenso las garantías constitucionales. Para empezar, resulta increíble que no hayan encontrado ustedes ni una sola pista en la zona donde se depositó el cuerpo.
– Eso depende de la policía científica, Su Señoría. Trabajamos con los informes que nos pasan, y su informe dice que no han encontrado rastros de pisadas, ni de fibras, ni de cabellos. -¿Y no hay nadie que haya visto nada sospechoso en la zona a la hora en que se depositó el cuerpo?
– Solo había prostitutas, la mayoría sin papeles, que tienen miedo de hablar con la policía, y clientes, que por razones obvias, también temen que pueda trascender que frecuentan la zona.
– ¿Han interrogado a la hija?
– Sí, Su Señoría, pero no aporta ningún dato de interés.
– Háganle un seguimiento. A ver con quién se ve, adónde va. Para eso no necesitan un auto. En el informe anterior decían que la víctima tiene una pareja homosexual, ¿no?
– Sí, es un súbdito francés llamado Olivier Delorme. Esperamos hablar con él esta misma semana.
– ¿Quiere decir que aún no le han interrogado?
– Ha tenido que ausentarse momentáneamente del país, Señoría.
– Estupendo. Los sospechosos se pasean a sus anchas mientras usted pierde lastimosamente el tiempo solicitando escuchas telefónicas a ciudadanos respetables. ¿Es que le tengo yo que decir cómo hacer su trabajo, inspector?
– No, Su Señoría.
– Si como resultado de sus pesquisas me trae algún indicio de que alguna de las personas a las que ha mencionado pudiera estar involucrada en el crimen, no tenga duda de que dictaré el auto que me pide. Felipe, explícale al inspector lo que entendemos en este juzgado por indicio.
– Creo que no es necesario, Señoría -dijo el inspector, visiblemente mortificado por el tono de suficiencia con el que le hablaba la juez. Pero el forense quiso aportar su granito de arena a la humillación que estaba sufriendo Mateos.
– El término indicio, inspector, proviene de latín indictum, que significa signo aparente y probable de que existe alguna cosa, y por lo tanto, es todo material sensible significativo que se percibe con los sentidos y que tiene relación con un hecho delictivo. Eso significa que…
Antes de que al forense le diera tiempo a terminar la frase el inspector se había marchado del despacho dando un portazo y dejándole con la palabra en la boca.
– No solo es ignorante, sino también maleducado -espetó el forense-. Susana, además de derecho, vamos a tener que enseñarle modales a este muchacho.
Jesús Marañón había sido informado por un compañero de logia, antes de que se publicara en la prensa, del descubrimiento de un nuevo retrato de Beethoven. El millonario no tuvo necesidad de solicitar el póster a través de internet, ya que se desplazó a Munich en su reactor privado y gracias a su dinero y a sus contactos, consiguió que le permitieran el acceso a la exposición de Stieler, cuando esta no se había abierto aún al público.
Ahora lo contemplaba embelesado en la soledad de una de las galerías de la Neue Pinakothek, recreándose hasta en sus más mínimos detalles, con la ayuda de una potente lupa.
Como las conexiones de Beethoven con la masonería aún no habían podido establecerse, y el millonario estaba ansioso por poder demostrar que el más grande músico de Occidente también había pertenecido a la hermandad, era vital llevar a cabo un examen minucioso del retrato, por si se habían incluido en él símbolos o referencias masónicas claras. El primer presidente de Estados Unidos, George Washington, por ejemplo, que había nacido cuarenta años antes que Beethoven, se había retratado a veces con un mandil masónico que le había regalado el general Lafayette. El mandil era un símbolo que tenía su origen en los primitivos delantales de trabajo de aquellos maestros constructores medievales que se dedicaron a levantar catedrales por toda Europa en tiempos pasados. Marañón intentó buscar, por ejemplo, en el retrato el característico suelo masónico, a cuadros blancos y negros, símbolo de la alternancia entre la luz y la oscuridad que es consustancial a todo proceso de aprendizaje, pero no encontró nada de ello. Tampoco divisó por ningún lado la escuadra y el compás, ni el ojo que todo lo ve, también considerados símbolos característicos de la hermandad. El retrato de Stieler estaba casi completamente centrado en la figura del maestro, que al igual que el famoso cuadro de Bach pintado en 1746 por Elias Gottlob Haussmann, sostenía en su mano derecha una pequeña partitura, tal vez alusiva a la obra que Beethoven estaba componiendo en ese momento. En segundo plano, detrás de la cabeza del músico, el único objeto perfectamente distinguible, por más que no estuviera conectado con la masonería, era un retrato de un anciano colgado de la pared de la estancia en la que posaba el genio. Marañón se preguntó por qué el cuadro había sido hallado en el palacio del único Bonaparte que tenía conexiones con la familia Thomas y decidió desplegar todo su poder y sus energías para tratar de averiguar si la aparición de la misteriosa pintura podía estar en relación con el manuscrito de la Décima Sinfonía de Beethoven.
A las dos horas de haber salido del juzgado, el inspector Mateos recibió una llamada del conserje del hotel Palace para comunicarle que Olivier Delorme ya estaba de vuelta en Madrid. El policía pidió al instante que le pusieran con la habitación de Delorme y este, en un tono muy educado y con pronunciado acento francés, le dio la dirección del lugar en el que iba a permanecer toda la mañana y donde, con mucho gusto, le atendería.
De camino a la cita con Delorme, el subinspector Aguilar, que tenía serias dificultades para estar más de un minuto seguido sin pronunciar palabra, empezó a darle conversación a su jefe:
– Delorme se gana la vida fabricando mesas de billar. ¿No te parece llamativo el hecho de que un hombre con la cabeza totalmente rasurada se dedique al billar? ¿Será una forma de hacer publicidad de su negocio?
Mateos sonrió por la ocurrencia del subinspector y luego le aclaró:
– Las razones por las que una persona se afeita la cabeza voluntariamente son muy variadas. Algunos lo hacen cuando empiezan a perder pelo, para disimular la caída del cabello. Pero hay otras personas que se la afeitan, simplemente, por seguir una moda. ¿Te acuerdas de finales de los noventa? Varios artistas de cine, como Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger, se rasuraron el cráneo y su gesto fue imitado por miles de fans en todo el mundo.
– ¿Habrá una conexión entre la cabeza afeitada de Thomas y la de Delorme?
– No lo creo, sería demasiado autoincriminatorio, ¿no crees? Lo más probable es que Delorme se la haya afeitado, o bien por las razones que te he mencionado, o simplemente para introducir un cambio en su vida, ya que algunas personas le dan la misma importancia al rasurado que a un cambio de vestuario.
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