Joseph Gelinek - La décima sinfonía

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El mundo de la música clásica se revoluciona cuando el prestigioso director de orquesta Roland Thomas interpreta, en un concierto privado, la supuesta reconstrucción del primer movimiento
de la mítica Décima Sinfonía de Beethoven. Uno de los invitados al acontecimiento, el joven musicólogo Daniel Paniagua, sospecha al escuchar una música tan sublime y le asaltan las dudas: ¿Y si la partitura original de la Décima existiera y hubiera llegado a manos de Thomas? ¿Y si el genio de Bonn hubiera vencido la supuesta «maldición de la décima», que se dice acababa con la vida de los compositores que intentaron finalizarla?
Tras un cruento asesinato, comienza una peligrosa carrera contrarreloj en la que Daniel, ayudado por una intrépida juez y un perspicaz inspector de homicidios, tiene que enfrentarse a influyentes grupos de poder, desde oscuros hombres de negocios a descendientes de Napoleón, que pelean por hacerse con el llamado «Santo Grial» de la música clásica. Ninguno de ellos sabe que la respuesta a todas sus preguntas está en el convulso pasado de Beethoven y en un amor prohibido que ha permanecido oculto hasta ahora…

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HIJA DE PUTA, PON EN LIBERTAD A CACABELOS

O TE ARRANCAREMOS LA CABEZA

Anxo Cacabelos era el principal imputado en un complejo sumario por narcotráfico que la juez llevaba instruyendo desde hacía meses. La defensa de este capo gallego de las drogas, liderada por un turbio letrado capaz de cualquier maniobra que le posibilitara aparecer en los medios de comunicación, había pedido la libertad bajo fianza y la juez la había denegado ya en un par de ocasiones, argumentando riesgo de fuga y de reiteración del delito. Aunque doña Susana había oído hablar de un par de colegas suyos que habían sido amenazados en algún momento de su carrera por los familiares o amigos de un imputado, para ella este anónimo era su bautismo de fuego. Nada más leerlo notó cómo el corazón se le disparaba a ciento cincuenta pulsaciones por minuto, al tiempo que empezaba a faltarle el aire. Se levantó de la silla, abrió la ventana, inspiró una bocanada de aire fresco y se volvió a sobresaltar al oír cómo alguien a su espalda abría la puerta de su despacho sin llamar. Era el forense asignado al juzgado, Felipe Pontones, el único con la confianza suficiente como para irrumpir sin avisar en el sanctasanctórum de la magistrada. Cuando esta se volvió para saludarle, el médico se dio cuenta de que la juez estaba visiblemente alterada, por más que tratara de dominarse.

– ¿Qué ocurre, Susana?

La juez no dijo nada, se limitó a señalar con un gesto de la cabeza hacia la mesa sobre la que descansaba el anónimo que acababa de recibir. El forense, que estuvo a punto de coger con la mano la carta, se percató, un segundo antes de establecer contacto con el papel, de que el escrito era un anónimo y tras extraer un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta, lo utilizó para, evitando el contacto con los dedos, girar el folio hacia él, de modo que le fuera más fácil leerlo.

– ¿Cuándo ha llegado? -preguntó con gesto grave.

– Lo acabo de abrir. Creí que era una carta del banco.

El forense examinó también el sobre bancario en el que habían metido el escrito amenazador, cuidándose otra vez de no establecer contacto directo con el mismo. -Estos hijos de puta saben tu dirección personal.

– Por eso me he puesto taquicárdica. El sobre estaba en el buzón de casa.

El forense desapareció unos instantes y volvió a entrar con su maletín de trabajo, del que extrajo unos guantes de látex que se puso antes de examinar con más detenimiento los papeles, y un par de bolsas de plástico para guardar pruebas, en las que acabó introduciendo el sobre y la carta.

– Como encontremos huellas, van a caer con todo el equipo -dijo el médico.

– No te hagas ilusiones, Felipe.

– Bueno, bueno, nunca se sabe. Conozco a un compañero en dactiloscopia que es capaz de encontrar huellas latentes hasta por medio de ultrasonidos. Y desde luego, hay que pedir hoy mismo al Ministerio de Interior que te pongan una escolta.

– Sí, sí, claro, una escolta -respondió la juez. Pero lo dijo en un tono de tan poco convencimiento, que provocó una reacción por parte del forense.

– Susana, que estos tíos no se andan con bromas.

– Ya lo sé. ¿Por qué habrán optado por las amenazas en vez de por el soborno? Con lo bien que me vendría en este momento un millón de euros.

– Es lo malo de tener fama de incorruptible, Susana.

La juez iba a replicar algo cuando fue interrumpida por un oficial del juzgado, que asomó la cabeza por la puerta entreabierta del despacho.

– Señoría, está aquí el inspector Mateos. Dice que solo le va a robar cinco minutos.

– Que pida cita. Ahora no puedo.

– Dice que es importante, Señoría.

– Que no, que pida cita y vuelva otro día.

El oficial se retiró, cerrando la puerta tras de sí, pero cinco segundos más tarde, tras dos golpes secos de llamada, se abrió otra vez la hoja y apareció el inspector Mateos.

– Señoría, perdone que la interrumpa.

– ¿No le acaba de decir mi oficial que es un mal momento?

– Es por el sumario Thomas, Señoría. Se trata de un caso de homicidio.

– Como si no lo supiera.

La juez se sentó resignada ante la persistencia de Mateos y se dijo a sí misma que lo más sabio era afrontar lo antes posible la molestia de escuchar al policía.

– A ver, dígame lo que tienen hasta ahora.

El inspector lanzó una mirada furtiva hacia el forense. Se le veía incómodo por tener que hacer confesión de su propia impotencia ante una tercera persona. Por fin dijo:

– Lo mismo que comunicamos en el primer atestado. La investigación se ha estancado.

– Pues entonces habrá que archivar el caso.

– Pero hay algo que no hemos hecho hasta ahora.

– ¡No me vendrá a pedir de nuevo que pinchemos teléfonos como si fueran aceitunas rellenas! Ya conoce la doctrina del Supremo sobre esta materia.

– La conozco, Señoría, pero también sé que hay una víctima mortal.

La juez rebuscó en los papeles de su mesa y cogió un auto de intervención telefónica que acababa de dictar hacía solo dos días, perteneciente a otro sumario. Luego, con tono algo burlón, que reforzó con una media sonrisa en el lado de la cara que no tenía paralizado, se dirigió al policía:

– Me han dicho que usted estudió derecho, inspector.

– Soy licenciado -mintió Mateos-. Ni siquiera llegué a colegiarme.

– Pues escuche, licenciado Mateos, a ver si hoy subimos otro escaloncito.

La juez empezó a leer su propio auto:

– «Deduciéndose de lo expuesto por la Brigada Provincial de Policía Judicial, Grupo de Homicidios n.° 6, que existen fundados indicios de que mediante la intervención y escucha de los teléfonos móviles, patatín y patatán, de los que es usuario el identificado como fulanito de tal, pueden descubrirse hechos y circunstancias de interés sobre la comisión de un delito de homicidio en que pudiera estar implicado el referido, es procedente ordenar la intervenci ó n. »

»Como ve, no me tiembla la mano cuando hay que suspender las garantías constitucionales. Pero, tal como exige nuestro ordenamiento jurídico, lo hago siempre motivadamente. El inspector Tinao, del Grupo n.° 6, al que usted sin duda conoce, vino el otro día a mi despacho y me facilitó indicios, no corazonadas.

– Señoría, don Jesús Marañón tiene una colección de instrumentos de tortura y ejecución en su casa, entre los que parece que hay una guillotina.

– ¿Cómo que parece? ¿Ni siquiera está seguro?

– Sí, estoy seguro.

– ¿Y eso es un indicio fundado de que pudo cometer el asesinato?

– A la víctima le cortaron la cabeza con una guillotina.

– En ese caso lo que procedería es una orden de entrada y registro, a ver si la hoja de la guillotina de Marañón coincide con la que cortó la cabeza de ese desgraciado.

– Muy bien, pues solicito una orden de entrada y registro.

– Denegada. Antes tengo que oír qué interés podría tener Jesús Marañón en asesinar a ese músico.

– Hay un musicólogo, Daniel Paniagua, con el que parece que usted ha hablado…

– ¿Qué pasa con él? -interrumpió secamente la juez.

– Estuve con él ayer por la tarde y asegura que las notas de la cabeza de Thomas son una clave Morse. Dice que corresponden a unos números.

– La primera noticia que tengo. ¿Me ha traído el atestado?

– No me ha dado tiempo, Su Señoría. Se lo estoy diciendo de palabra. Mañana a primera hora lo tendrá encima de su mesa.

– ¿Qué números son esos?

El inspector extrajo una libreta del bolsillo y la abrió por la página en la que tenía apuntadas las cifras que había obtenido Daniel. La juez estudió el papel con gran atención y luego dijo:

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