Ian Rankin - Nombrar a los muertos

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Julio de 2005: todo el mundo tiene los ojos puestos en Escocia. Los selectos dirigentes de los países del G8 se reúnen en la capital y las marchas de protesta, manifestaciones callejeras y refriegas diarias tienen desbordada a la policía. Pero un agente continúa en excedente al margen de todo. Al inspector Rebus le dejan marginado por temor a que cree problemas a la superioridad en estas cruciales circunstancias. Pero todo cambia a raíz de la caída nocturna de un joven político desde las murallas del Castillo de Edimburgo, hecho que sitúa a Rebus en primer plano. Hay que demostrar el suicidio, y rápido, para que no robe páginas al acontecimiento principal. Pero el caso queda rápidamente ensombrecido por otro peligro más mortífero. Una serie de misteriosas claves dejadas en un bosque cercano en las afueras de Edimburgo comienzan a apuntar a un asesino en serie, un criminal dedicado a matar a violadores recién puestos en libertad.
Las autoridades se apresuran a que no trascienda ninguno de los dos casos por temor a que desplacen el interés informativo de una reunión de tan global importancia. Pero Rebus no es de los que se atengan al reglamento y cuando su colega, la agente Siobhan Clarke, se encuentra envuelta en desentrañar la identidad del antidisturbios que agredió a su madre, todo parece indicar que Rebus y Clarke van a verse enfrentados en un conflicto y, en consecuencia, antes de que concluya la agitada semana, tendrán que adoptar decisiones que les pueden afectar para siempre.

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– Supongamos que en vez de ser violadores pusieran bombas.

– ¿A cuento de qué dices eso? -preguntó él y aguardó, pero ella se encogió de hombros-. ¿Quieres beber algo?

– Tal vez un té -contestó medio vuelta hacia Rebus-. Me perdona que haya irrumpido así, ¿verdad?

– Estoy encantado de tu compañía -mintió yendo a la cocina.

Cuando volvió con las dos tazas, ella estaba sentada ante la mesa mirando el primer montón de papeles.

– ¿Cómo está Denise? -preguntó Rebus.

– Bien.

– Ellen, dime una cosa. -Hizo una pausa hasta obtener su atención-. ¿Sabías que Tench está casado?

– Separado -replicó ella.

– No mucho -añadió Rebus frunciendo los labios-. Los dos viven en la misma casa.

– ¿Por qué los hombres son unos mal nacidos, John? -replicó ella sin parpadear-. Mejorando lo presente, por supuesto.

– A mí lo que me extraña -añadió Rebus- es por qué le interesa tanto Denise.

– No está tan mal.

Rebus asintió con una mueca imperceptible.

– De todos modos, sospecho que a ese concejal le atraen las víctimas. A algunos hombres les sucede eso, ¿no es cierto?

– ¿Adonde quiere ir a parar?

– No lo sé realmente… Sólo intento hacerme una idea de su forma de ser.

– ¿Lo incluye entre los sospechosos?

– ¿Cuántos son?

Ellen se encogió de hombros.

– Eric Bain ha recopilado algunos nombres y datos de la lista de suscriptores, pero supongo que serán familias de las víctimas o profesionales que trabajan en ese campo.

– ¿A qué campo pertenece Tench?

– A ninguno de los dos. ¿Eso le convierte en sospechoso?

Rebus estaba a su lado mirando las notas.

– Necesitamos un perfil del asesino. Lo único que sabemos de momento es que no da la cara a sus víctimas.

– Sí, pero a Trevor Guest le dejó en un estado deplorable… Cortes, arañazos, contusiones. Y con la tarjeta del banco para que supiéramos su nombre.

– ¿Ves en ello una discrepancia?

Ella asintió con la cabeza.

– Pero también podría considerarse que la discrepancia es Cyril Colliar por ser el único escocés.

Rebus miró la foto del rostro de Trevor Guest.

– Guest vivió un tiempo en Escocia -dijo-, según me informó Hackman.

– ¿Sabemos dónde?

Rebus negó despacio con la cabeza.

– Habrá una ficha en algún archivo.

– ¿Existe alguna posibilidad de que la tercera víctima tuviera alguna relación con Escocia?

– Supongo que podría haberla.

– Tal vez sea ésa la clave. En lugar de centrarnos en Vigilancia de la Bestia deberíamos pensar más en las tres víctimas.

– Pareces a punto de ponerte las pilas.

Ella le miró.

– Estoy muy nerviosa para dormir. ¿Y usted? Puedo llevarme trabajo a casa.

Rebus volvió a negar con la cabeza.

– Estás muy bien donde estás -dijo cogiendo una serie de informes, dirigiéndose al sillón y encendiendo la lámpara de pie. Se sentó-. ¿No estará Denise preocupada por tu ausencia?

– Le enviaré un mensaje de texto diciendo que me quedo a trabajar hasta tarde.

– Mejor no decirle dónde… No quiero chismorreos.

Ella sonrió.

– No, claro que no. Por cierto, ¿debería saberlo Siobhan?

– ¿Saber, qué?

– Es ella la encargada del caso, ¿no?

– Siempre lo olvido -contestó Rebus como quien no quiere la cosa, y siguió leyendo.

Era casi medianoche cuando se despertó. Ellen volvía de la cocina de puntillas con una taza de té.

– Lo siento -se disculpó ella.

– Me he quedado dormido -comentó Rebus.

– Ya hace más de una hora -dijo ella soplando sobre el líquido.

– ¿Alguna novedad?

– Ninguna. ¿Por qué no se acuesta?

– ¿Y te dejo a ti sola currando? -replicó estirando los brazos y sintiendo crujir las vértebras-. Estoy bien.

– Tiene cara de estar rendido.

– No paran de decírmelo. -Se levantó y se acercó a la mesa-. ¿Hasta dónde has avanzado?

– No encuentro ninguna relación entre Edward Isley y Escocia; aquí no tiene familia y no ha trabajado ni ha venido de vacaciones. No sé yo si no será un enfoque equivocado.

– ¿Qué quieres decir?

– Quizás era Colliar quien estaba relacionado con el norte de Inglaterra.

– Tienes razón.

– Pero tampoco eso lleva a ninguna parte.

– Tal vez te venga bien una pausa.

– ¿No estoy en ello? -replicó ella alzando la taza.

– Me refiero a algo más sustancial.

Ella balanceó los hombros.

– ¿Es que hay aquí un yacuzzi o un masajista? -dijo, y al ver la cara que él ponía, añadió-: Era una broma. Y no creo que a usted se le den muy bien las friegas en la espalda. Además… -Sin acabar la frase, se llevó la taza a los labios.

– ¿Además, qué?

Ellen dejó la taza en la mesa.

– Pues que usted y Siobhan…

– Somos compañeros -añadió él-. Compañeros y amigos. Y nada más, pese a los rumores.

– Es que circulan por ahí historias -alegó ella.

– Y eso es lo que son: historias, ficción.

– No sería la primera vez, ¿verdad? Me refiero a la comisaria Templer…

– Lo de Templer fue hace años, Ellen.

– Sí, ya lo sé -dijo ella mirando al vacío-. Esta profesión nuestra… ¿a cuántos conoce que mantengan una relación continuada?

– Hay algunos. Shug Davidson lleva veinte años casado.

Ellen asintió.

– Pero usted, Siobhan, yo y docenas que podría nombrar…

– Son gajes del oficio, Ellen.

– Tantas vidas como conocemos… -añadió ella dirigiendo una mano hacia los expedientes- y nos vemos incapaces de labrarnos una propia. ¿De verdad que no hay nada entre usted y Siobhan? -espetó mirándole.

Él negó con la cabeza.

– Así que no pienses que puedes abrir una brecha entre los dos.

Ella trató de aparentar sentirse ofendida, pero no fue capaz de encontrar una réplica.

– Estás flirteando -añadió él-. Y la única razón que se me ocurre es que lo haces únicamente por fastidiar a Siobhan.

– Dios bendito -exclamó ella poniendo de golpe la taza en la mesa y salpicando los papeles-. Habrase visto arrogante, descaminado y terco… -añadió haciendo ademán de levantarse de la silla.

– Escucha, si me he equivocado, perdona. Es medianoche y tal vez convendría que durmiéramos algo.

– Y no estaría de más darme las gracias.

– ¿Por qué?

– ¡Por aguantar trabajando mientras roncaba! ¡Por ayudarle arriesgándome a ganarme una bronca! ¡Por todo!

Rebus se levantó como aturdido, y tardó un instante aún en pronunciar la palabra que esperaba.

– Gracias.

– Y que le den, John -replicó ella, cogiendo el abrigo y el bolso.

Él se apartó para dejarla pasar y oyó que salía dando un portazo. Sacó un pañuelo del bolsillo y secó los papeles.

– No es mucho estropicio -murmuró-. No es mucho estropicio…

* * *

– Gracias por venir -dijo Morris Gerald Cafferty abriendo la puerta del pasajero.

Siobhan dudó un instante y finalmente subió.

– Es para una simple conversación -le previno ella.

– Naturalmente -dijo él cerrando suavemente la portezuela y dando la vuelta por delante del coche hasta sentarse al volante-. Ha sido un día movido, ¿no es cierto? -añadió-, con esa amenaza de bomba en Princes Street.

– No arranque el coche -dijo ella, sin hacerle caso.

Cafferty cerró la portezuela y se volvió hacia ella.

– Podríamos haber hablado arriba -dijo.

Ella negó con la cabeza.

– Tiene prohibido ese portal -espetó.

Cafferty encajó en silencio la tara de su mala fama y miró por la ventanilla hacia el piso de Siobhan.

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