Rebus negó con la cabeza, notando la pesadez de su cuerpo y consciente de que estaba a punto de desmoronarse, arrastrado hasta el suelo por la masa corporal.
– Querido, ahí está Rosie -dijo la esposa del diputado.
Una joven obviamente nerviosa se abría paso entre las mesas. Los camareros se miraron preocupados, temiendo que fueran a encargar servicio para cuatro en una mesa de dos.
– Le he enviado varios mensajes seguidos -dijo Rosie- y luego pensé que quizá no los recibía.
– Aquí no hay cobertura -gruñó Anderson, dando unos golpecitos al móvil-. Éste es el inspector.
Rebus se puso en pie para ofrecer la silla a la secretaria de Anderson, pero ella negó con la cabeza sin mirarle.
– El inspector -dijo la secretaria al diputado- está suspendido de servicio y pendiente de investigación por su conducta. Hice un par de llamadas -añadió mirando a Rebus a la cara.
Anderson enarcó una de sus espesas cejas.
– Ya le dije que estaba fuera de servicio -alegó Rebus.
– No me parece que fuese hasta tal punto explícito. Ah, las entradas. -Dos camareros sirvieron un salmón ahumado y un cuenco de sopa de color naranja respectivamente-. Ahora váyase, inspector -añadió el diputado tajante.
– Ben Webster merece cierta consideración, ¿no cree?
El diputado ignoró el comentario y desplegó la servilleta. Pero su secretaria no tuvo tantos remilgos.
– ¡Lárguese! -gruñó.
Rebus asintió con la cabeza y fue a dar media vuelta, pero recordó algo.
– La calzada de mi calle está hecha polvo. A ver si puede hacer un hueco para dedicar algún tiempo a sus electores -dijo antes de alejarse.
* * *
– Sube -ordenó la voz.
Rebus se dio la vuelta y vio que Siobhan estaba estacionada frente a su casa.
– Ha quedado muy bien el coche -comentó.
– Faltaría más, con lo que me ha cobrado tu amigo el mecánico.
– Yo iba a subir a casa…
– Pues cambia de plan. Necesito que me acompañes. -Hizo una pausa-. ¿Te encuentras bien?
– Me tomé un par de copas y he hecho algo tal vez inconveniente.
– Vaya novedad.
Siobhan fingió quedarse pasmada cuando le explicó su incursión en el restaurante.
– Otra tontería en mi haber -concluyó Rebus.
– No me digas -comentó Siobhan cerrando la portezuela mientras él se acomodaba en el asiento del pasajero.
– ¿Y tú…? -preguntó Rebus.
Siobhan le contó que se habían marchado sus padres y que ella había estado examinando las fotos de Stacey. Estiró el brazo hacia el asiento de atrás y le tendió las pruebas de la agresión.
– Entonces, ¿vamos a hablar con el concejal? -aventuró Rebus.
– Es lo que he decidido. ¿De qué te ríes?
El fingió examinar las fotos.
– Tu madre dice que no le importa el golpe, nadie parece preocuparse por la muerte de Ben Webster y aquí estamos los dos dale que dale -dijo alzando la vista hacia ella con sonrisa de desgana.
– Es nuestro trabajo -replicó ella despacio.
– Eso es lo que yo creo, al margen de lo que otros puedan pensar o decir, pero me preocupa habértelo contagiado.
– Concédeme un margen de criterio propio -replicó ella poniendo en marcha el motor.
* * *
El concejal Gareth Tench vivía en un gran chalé victoriano en la calle principal de Duddingston Park, en donde la distancia de las casas a la calzada les confería buena intimidad. Era una zona a cinco minutos en coche de Niddrie, pero otro mundo de clase media respetable y tranquilo. Detrás de las casas había un campo de golf y la playa de Portobello no estaba lejos.
Siobhan cruzó por Niddrie y vieron que el campamento estaba casi desmontado.
– ¿Quieres parar a ver a tu novio? -dijo Rebus en guasa.
– Quizá sea mejor que te quedes tú en el coche y que hable yo con Tench -replicó ella.
– Estoy sobrio como un juez -alegó Rebus-. Bueno…, casi.
Pararon en una gasolinera en Radcliffe Terrace para comprar una botella de Irn-Bru y paracetamol.
– El que inventó esto merece el premio Nobel -comentó Rebus sin especificar a cuál de las dos cosas se refería.
En un sector pavimentado del jardín delantero de la casa de Tench había dos coches aparcados y vieron que el cuarto de estar estaba profusamente iluminado.
– ¿Policía bueno, policía malo? -sugirió Rebus mientras Siobhan llamaba al timbre.
Ella respondió con una escueta sonrisa. Abrió la puerta una mujer.
– ¿La señora Tench? -preguntó Siobhan tendiéndole el carné de policía-. ¿Podemos hablar con su esposo?
– Louisa, ¿quién es? -se oyó la voz de Tench dentro de la casa.
– La policía, Gareth -gritó ella en respuesta, apartándose levemente como invitándoles a pasar.
No se hicieron de rogar y apenas entraban en el cuarto de estar cuando Tench bajó despacio la escalera. A Rebus no le gustó la decoración del cuarto: cortinas de terciopelo en las ventanas, apliques de bronce en la pared flanqueando la chimenea y dos enormes sofás que ocupaban casi todo el espacio. También el calificativo de enorme y ordinaria era aplicable a Louisa Tench, con aquellos pendientes y tantas pulseras. Su bronceado era de pote o de lámpara de cuarzo, igual que el castaño rojizo del pelo. Además de un exceso de sombreado azul en los ojos y rosa en los labios. Rebus contó cinco relojes de mesa y pensó que nada de lo que había allí era cosa del concejal.
– Buenas noches, señor -dijo Siobhan al entrar Tench, quien, como respuesta, alzó la vista al techo.
– Dios mío, ¿es que no paran? ¿Los denuncio por acoso?
– Antes de hacerlo, señor Tench -prosiguió Siobhan con calma-, quizá convenga que eche una ojeada a estas fotos -añadió tendiéndoselas-. Reconoce a su elector, ¿verdad?
– Es el mismo con quien tan buenas migas hacía a la salida de los juzgados -remachó Rebus-. Y, por cierto, saludos de Denise.
Tench miró atemorizado en dirección a su esposa, que había vuelto a sentarse a ver la televisión sin sonido.
– Bueno, ¿qué sucede con esas fotos? -preguntó Tench alzando la voz más de lo necesario.
– Como ve, golpea con un palo a una mujer -prosiguió Siobhan, mientras Rebus observaba y escuchaba atentamente-. Y en la otra imagen aparece tratando de escabullirse entre la multitud. No podrá negar que se trata de una agresión a un simple espectador.
Tench adoptó una actitud escéptica mirando ambas fotos.
– Son digitales, ¿verdad? -comentó-. Fáciles de manipular.
– No son las fotos las que están manipuladas, señor Tench -añadió Rebus, convencido de que era su deber.
– ¿Qué es lo que insinúa?
– Queremos que nos diga su nombre -dijo Siobhan-. Podemos obtenerlo mañana por la mañana en los juzgados, pero preferimos que nos lo dé usted.
– ¿Y por qué? -inquirió Tench entornando los ojos.
– Porque… -Siobhan hizo una pausa-. Quisiera saber qué relación existe. En el campamento, hubo dos ocasiones en que apareció usted en el momento crucial… a sacarle de apuros -añadió señalando la foto-. Luego, le espera a la salida de los juzgados, y ahora esto.
– Es un muchacho como tantos otros de una zona marginada -alegó Tench, en voz queda pero marcando bien las palabras-. Se crían en un mal ambiente hogareño, tienen mala conducta en el colegio y malas compañías cada dos por tres. Pero es de mi circunscripción y por lo tanto me ocupo de él, como haría con cualquier otro muchacho desgraciado en sus mismas circunstancias. Si eso es un crimen, sargento Clarke, estoy dispuesto a sentarme en el banquillo y defenderme -espetó, sin evitar que una mota de saliva salpicase en la mejilla a Siobhan, quien se la limpió con la punta del dedo.
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