Ian Rankin - Callejón Fleshmarket

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En un barrio de viviendas protegidas de Edimburgo aparece asesinado un sin papeles. ¿Se trata de una agresión racista o de algo muy distinto? Es un caso que, sin duda, interesa a Rebus, que se encuentra en ese momento rodeado de problemas: han cerrado su antigua comisaría y sus jefes querrían que se retirara. Pero Rebus es más terco que nadie. Durante las indagaciones visita un centro de detención para inmigrantes, trata con el sórdido mundo del hampa de Edimburgo y probablemente acabe enamorándose. Siobhan, por otra parte, tiene sus propios problemas. Una joven de dieciocho años ha desaparecido de casa y ella se siente obligada a ayudar a los padres, lo que implica acercarse más de lo debido a un violador convicto. Está además involucrada en otro caso, el de los dos esqueletos de mujer y de niño enterrados bajo el suelo de cemento de un sótano en el callejón Fleshmarket, un asunto que alguien quiere que salte a los medios, pero ¿quién y por qué? ¿Existe alguna relación entre este caso y el del barrio de pisos baratos de Knoxland? Callejón Fleshmarket indaga el proceso interno de una sociedad que ha perdido sus buenas costumbres y se ve inmersa en lo peor de la naturaleza humana: la codicia, la desconfianza, la violencia y la explotación.

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– ¿Qué tal, cielo? -dijo mientras Siobhan se acercaba al taburete.

– No me llames eso -replicó ella glacial.

– ¡Oh! «No me llames eso» -repitió él en grotesco remedo, que él mismo rió-. Me gustan las muñecas con huevos.

– Si continúas vas a perder los tuyos.

Cruikshank no daba crédito a lo que oía y, tras un momento de estupefacción, echó la cabeza hacia atrás y vociferó:

– ¿No has oído, Malky?

– Corta, Donny -dijo el camarero.

– ¿O qué? ¿Me enseñarás otra tarjeta roja? -replicó mirando alrededor-. Figúrate cómo echo de menos esto. Aunque hay que reconocer que últimamente ha mejorado en cuestión de tías -añadió fijando la vista lascivamente en Siobhan.

La cárcel le había afectado físicamente, pero al mismo tiempo le había dado una especie de bravuconería.

Siobhan sabía que si seguía allí acabaría por estallar y podía herirle, aunque el daño que pudiera hacerle sería simplemente físico, lo cual sería una victoria para él. Así que optó por marcharse para no oírle.

– A tomar por culo, ¿sabes, Malky? Vuelve, hermosa, que tengo un paquete sorpresa para ti.

Siobhan siguió camino del coche. La adrenalina le había acelerado el pulso. Se sentó al volante y trató de dominar su sofoco. «Hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta», pensó mientras hurgaba inútilmente en la guantera. Tendría que volver en otra ocasión para hacer las fotos. Sonó el móvil y lo sacó del bolso. En la pantalla vio el número de Rebus y respiró hondo para que no notara la alteración en su voz.

– ¿Qué sucede, John? -dijo.

¿Siobhan? ¿Qué te sucede a ti?

– ¿Por qué lo dices?

Parece como si acabases de dar una vuelta a Arthur's Seat corriendo.

– He echado una carrera hasta el coche porque se ha puesto a llover -replicó mirando el cielo azul.

¿Lloviendo? ¿Dónde demonios estás?

– En Banehall.

Muy conocido en su casa…

– Es un pueblo de Lothian Oeste, junto a la autopista antes de Whitburn.

Ah, sí. ¿Con un pub que se llama The Bane?

– Eso es -contestó ella sin poder evitar una sonrisa.

¿Y qué haces ahí?

– Es una larga historia. ¿Tú qué haces?

Nada que no pueda dejarse aparcado si tienes una historia que contarme. ¿Vuelves a Edimburgo?

– Sí.

Entonces, prácticamente pasas por Knoxland.

– ¿Es donde estás tú?

No te costará verme: tenemos los carros en círculo para defendernos de los indígenas.

Siobhan vio que se abría la puerta del pub dando paso a Donny Cruikshank que lanzaba maldiciones hacia el interior con un gesto obsceno seguido de un escupitajo. Por lo visto Malky se había hartado. Giró la llave de contacto.

– Nos vemos dentro de unos cuarenta minutos.

Trae munición, por favor. Dos paquetes de Benson Gold.

– Se acabó lo de comprarte cigarrillos, John.

Es la última voluntad de un moribundo, Shiv -suplicó Rebus.

Al ver el gesto de ira y desesperación en la cara de Donny Cruikshank, Siobhan no pudo contener una sonrisa.

Capítulo 4

Los carros en círculo de Rebus eran simplemente una caseta portátil verde oscuro instalada en el aparcamiento contiguo al primer bloque, con reja protectora en la ventana y una puerta reforzada. Al aparcar el coche la habitual pandilla de chiquillos le pidió dinero por vigilárselo y él alzó un dedo amenazador.

– Si encuentro una sola cagada de golondrina en el parabrisas la limpiáis con la lengua.

Fue a la puerta de la caseta a fumar un pitillo. Ellen Wylie tecleaba en un portátil que desenchufarían al final de la jornada para llevárselo, pues la otra posibilidad era dejar vigilancia nocturna. Como no les iban a instalar línea telefónica, utilizaban los móviles. Vio que de uno de los bloques altos volvía el agente Charlie Reynolds, a quien llamaban Culo de Rata. Tendría casi cincuenta años y era casi tan ancho como alto; jugador de rugby en su momento, contaba en su haber con un torneo nacional en el equipo de la policía. Como consecuencia tenía la cara llena de costurones y cicatrices y su pelo no habría desentonado con el de un golfillo de los años veinte. Reynolds gozaba de fama de bromista, pero ahora no se le veía risueño precisamente.

– Es una maldita pérdida de tiempo -gruñó.

– ¿No hablan? -aventuró Rebus.

– El problema está en los que hablan.

– ¿Por qué? -preguntó Rebus ofreciéndole un cigarrillo que el grueso agente aceptó sin dar las gracias.

– Pues porque no saben inglés. Son gente de cincuenta y siete países distintos -añadió señalando el bloque-. Y hay un olor… A saber qué guisan; pocos gatos he visto yo por aquí -Reynolds captó el gesto de desaprobación de Rebus-. A ver si me entiende, John, no es que sea racista. Pero es que pienso…

– ¿El qué?

– La cuestión del asilo. Quiero decir que, supongamos que uno tuviera que marcharse de Escocia, porque le torturan o por algo… Se iría al país seguro más cercano, ¿no?, por no estar lejos de donde nació. Pero esta gente… -añadió mirando al bloque y meneando la cabeza-. Me comprende, ¿verdad?

– Supongo que sí, Charlie.

– La mitad ni se preocupa de aprender el idioma, sólo de recoger el dinero que les da el Estado y gracias . -Reynolds se concentró en fumar el pitillo con cierta energía, con el filtro entre los dientes aspirando con fuerza-. Usted al menos puede volver a Gayfield cuando le apetece, pero nosotros tenemos que estar aquí hasta que nos digan.

– Espera a que me ponga en situación -dijo Rebus en el momento en que llegó otro coche con Shug Davidson, que regresaba de una reunión para elaborar el presupuesto de la investigación y no parecía muy satisfecho.

– ¿No va a haber intérpretes? -preguntó Rebus.

– Sí, autorizan todos los que queramos -respondió Davidson-, lo malo es que no podemos pagarlos. Nuestro estimado subdirector dice que veamos si el Ayuntamiento puede facilitarnos gratis un par de ellos.

– Y encima eso -murmuró Reynolds.

– ¿Cómo dices? -replicó Davidson.

– Nada, Shug, nada -respondió Reynolds aplastando la colilla como quien toma impulso para chutar el balón.

– Charlie opina que los emigrados se conforman tranquilamente con las subvenciones -dijo Rebus.

– Yo no he dicho eso.

– Es que a veces leo el pensamiento, es una tradición de familia, transmitida de padres a hijos y que pasó de mi abuelo a mi padre -añadió Rebus aplastando su colilla-. Por cierto, mi abuelo era polaco. Somos una nación mestiza, Charlie; acostúmbrate.

Rebus se alejó para recibir a la recién llegada: Siobhan Clarke, que echó un vistazo al lugar.

– Mira que les gustaba el cemento en los sesenta -dijo-. Y, bueno, esos murales…

Rebus ya ni los advertía: «fuera morenos», «PAKIS MIERDA», «PODER BLANCO». Él lo que pensaba era hasta qué punto se habían implantado allí los traficantes de droga. Tal vez fuese otro de los motivos del descontento general; los inmigrantes no podrían comprar droga, aun suponiendo que la quisieran, «ESCOCIA PARA LOS ESCOCESES.» Una vieja pintada que decía «BASURA YONQUI» había sido transformada en «BASURA NEGRA».

– Qué sitio tan encantador -comentó Siobhan-. Gracias por invitarme.

– ¿Has traído la invitación?

Ella le tendió las cajetillas. Rebus las besó y se las guardó en el bolsillo. Davidson y Reynolds habían entrado en la caseta.

– Bueno, ¿me cuentas esa historia? -dijo él.

– ¿Haces tú de cicerone?

– ¿Por qué no? -respondió Rebus encogiéndose de hombros.

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