Ian Rankin - Callejón Fleshmarket

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En un barrio de viviendas protegidas de Edimburgo aparece asesinado un sin papeles. ¿Se trata de una agresión racista o de algo muy distinto? Es un caso que, sin duda, interesa a Rebus, que se encuentra en ese momento rodeado de problemas: han cerrado su antigua comisaría y sus jefes querrían que se retirara. Pero Rebus es más terco que nadie. Durante las indagaciones visita un centro de detención para inmigrantes, trata con el sórdido mundo del hampa de Edimburgo y probablemente acabe enamorándose. Siobhan, por otra parte, tiene sus propios problemas. Una joven de dieciocho años ha desaparecido de casa y ella se siente obligada a ayudar a los padres, lo que implica acercarse más de lo debido a un violador convicto. Está además involucrada en otro caso, el de los dos esqueletos de mujer y de niño enterrados bajo el suelo de cemento de un sótano en el callejón Fleshmarket, un asunto que alguien quiere que salte a los medios, pero ¿quién y por qué? ¿Existe alguna relación entre este caso y el del barrio de pisos baratos de Knoxland? Callejón Fleshmarket indaga el proceso interno de una sociedad que ha perdido sus buenas costumbres y se ve inmersa en lo peor de la naturaleza humana: la codicia, la desconfianza, la violencia y la explotación.

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– Alan, dale tu linterna -dijo el capitán.

– Sí, señor -contestó el hombre, tendiéndosela a Rebus.

– Mañana por la mañana -puntualizó el oficial.

– A primera hora -contestó Rebus.

El capitán le miraba con mala cara. Luego dijo a sus hombres que habían terminado y se dirigieron al ascensor. Nada más cerrarse las puertas, Siobhan lanzó un bufido.

– ¿Tú has visto eso?

Rebus probó la linterna y vio que daba buena luz.

– Ten en cuenta que su trabajo consiste en irrumpir en casas llenas de armas y jeringuillas. Es normal que actúen así.

– No he dicho nada -se disculpó Siobhan.

Entraron. No sólo estaba oscuro, sino que hacía frío. En el cuarto de estar encontraron periódicos que parecían recogidos del cubo de la basura, latas de comida vacías y cartones de leche. No había muebles y la cocina era diminuta, pero estaba limpia. Siobhan señaló en lo alto de la pared un contador de monedas; sacó una del bolsillo, la introdujo en la ranura, giró la llave y las luces se encendieron.

– Mejor así -dijo Rebus dejando la linterna en la encimera-. Aunque no hay mucho que ver.

– No parece que cocinara gran cosa -dijo Siobhan abriendo los armaritos con escasos platos y tazones, paquetes de arroz y condimentos, más dos tazas de té desconchadas y una cajita de té medio vacía. Junto al fregadero, en la encimera, había un paquete de azúcar con una cuchara. Rebus miró el fregadero con peladuras de zanahoria. Arroz y verduras: la última comida del difunto.

En el cuarto de baño se encontraron con un intento rudimentario de colada: una camisa y unos calzoncillos estirados sobre el borde de la bañera junto a una pastilla de jabón; y en el lavabo había un cepillo de dientes, pero no dentífrico.

Quedaba el dormitorio. Rebus dio la luz y vieron que allí tampoco había muebles; sólo un saco de dormir desplegado en el suelo. La moqueta era como la del cuarto de estar, parda, y a Rebus se le pegaron las suelas de los zapatos al aproximarse al saco. No había visillos; la ventana daba a otro bloque alto a unos treinta metros.

– No hay nada que explique el ruido que dicen que hacía -comentó Rebus.

– No sé qué decirte… Si yo viviera aquí, creo que me daría hasta un ataque de nervios.

– Tienes razón.

– En vez de cómoda, el hombre usaba una bolsa de basura. Rebus la levantó y vio unas prendas andrajosas cuidadosamente dobladas.

– Debió de comprarlas en una tienda de ropa usada -dijo.

– O serán de alguna organización caritativa. Hay muchas dedicadas a atender a los solicitantes de asilo.

– ¿Tú crees que era un refugiado?

– Bueno, desde luego no parece muy afincado en el país. Yo diría que llegó con un mínimo bastante exiguo de pertenencias.

Rebus cogió el saco de dormir y lo sacudió. Era un saco anticuado, ancho y poco grueso. Del interior cayeron media docena de fotos.

Al recogerlas vio que eran instantáneas con los bordes manoseados. Una mujer con un niño y una niña.

– ¿La esposa y los hijos?

– ¿Dónde dirías que están hechas?

– En Escocia no.

En efecto, el fondo eran las paredes blancas de yeso de un apartamento cuya ventana daba a los tejados de una ciudad. A Rebus le pareció de un país cálido por el cielo azul intenso. Los niños miraban risueños y uno tenía los dedos metidos en la boca. La mujer y la niña se abrazaban y sonreían.

– Me imagino que habrá alguien que podrá reconocerlos -dijo Siobhan.

– No hará falta -replicó Rebus-. Ten en cuenta que es un piso del Ayuntamiento.

– ¿Quieres decir que el Ayuntamiento lo sabrá?

Rebus asintió con la cabeza.

– Lo primero que hay que hacer es recoger huellas dactilares y no apresurar conclusiones. Después, el Ayuntamiento nos facilitará el nombre.

– ¿Y eso nos llevará más cerca del asesino?

Rebus se encogió de hombros.

– Quienes lo mataron tuvieron que regresar a casa manchados de sangre. Es imposible que cruzaran Knoxland sin que nadie los viera. -Hizo una pausa-. Lo que no quiere decir que vayan a denunciarlo.

– Porque aunque sea un asesino, es «su» asesino -aventuró Siobhan.

– O porque tienen miedo. En esta barriada son frecuentes los casos de violencia.

– Entonces, nos veremos en vía muerta.

Rebus le tendió una de las fotos.

– ¿Qué ves? -preguntó.

– Una familia.

Rebus negó con la cabeza.

– Una viuda y dos niños que no volverán a ver nunca más al padre. Debemos pensar en ellos, no en nosotros.

Siobhan asintió con la cabeza.

– Podemos divulgar las fotos.

– Eso mismo estaba yo pensando. Creo que conozco al periodista adecuado.

– ¿Steve Holly?

– Su periódico es una basura, pero lo lee mucha gente -dijo mirando a su alrededor-. ¿Está todo visto? -Siobhan asintió-. Pues vamos a decirle a Shug Davidson lo que hemos encontrado.

Davidson llamó por teléfono al departamento de huellas dactilares y Rebus le convenció para que le entregara una foto para difundirla en la prensa.

– Está bien -dijo Davidson sin gran entusiasmo, pero pensando en la posibilidad de que en el Departamento de Vivienda del Ayuntamiento constara el nombre del inquilino.

– Por cierto -añadió Rebus-, hay que descontar una libra del presupuesto porque Siobhan gastó una moneda en el contador.

Davidson sonrió, metió la mano en el bolsillo y sacó dos monedas.

– Ten, Siobhan; tómate algo con el cambio,

– ¿Y yo? -protestó Rebus-. Esto es discriminación de género…

– Tú, John, vas a darle una exclusiva a Steve Holly, y si no te invita a un par de cervezas merecerá que le expulsen de la profesión.

* * *

Cuando Rebus se alejaba en coche de la barriada recordó de pronto algo y llamó con el móvil a Siobhan, que también regresaba a Edimburgo.

– Es muy probable que me reúna con Holly en el pub, únete a nosotros si quieres -dijo.

Parece tentador, pero tengo que ir a otro sitio. Gracias de todos modos.

– No te llamo por eso… ¿No podrías regresar al piso de la víctima?

No. ¡Se te olvidó la linterna! -exclamó ella tras un silencio.

– Me la dejé en la encimera de la cocina.

Pues llama a Davidson o a Wylie.

Rebus arrugó la nariz.

– Bah, no hay prisa. Nadie va a entrar a robarla en un piso vacío con la puerta rota. Seguro que en ese barrio son todos unos benditos temerosos de Dios.

Lo que tú esperas es que se la lleven para ver qué pasa con los de la unidad especial, ¿a que sí?

Rebus la imaginó sonriendo.

– ¿Tú qué crees, que van a forzar mi piso para hacerse con algo en compensación?

Eres el demonio, John Rebus.

– Naturalmente; no tengo por qué ser distinto.

Puso fin a la comunicación y se dirigió al Bar Oxford, donde se tomó despacio una pinta de Deuchar's para deglutir el último panecillo de carne de vaca en conserva con remolacha que quedaba en el expositor. Harry, el camarero, le preguntó si sabía algo del ritual satánico.

– ¿Qué ritual satánico?

– El del callejón Fleshmarket. Ese aquelarre…

– Por Dios, Harry, ¿te crees todas las historias que escuchas en la barra?

Harry procuró disimular su decepción.

– Pero ese esqueleto de niño…

– Es de imitación… Lo pusieron allí.

– ¿Por qué iba alguien a hacer una cosa así?

Rebus reflexionó un instante.

– Tal vez tengas razón, Harry, lo haría el camarero para vender su alma al diablo.

Harry torció la comisura de los labios.

– ¿Cree que la mía serviría para un trato con él?

– No tienes la menor posibilidad -respondió Rebus llevándose la cerveza a los labios y pensando en Siobhan: «Tengo que ir a otro sitio».

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