Ian Rankin - Callejón Fleshmarket

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En un barrio de viviendas protegidas de Edimburgo aparece asesinado un sin papeles. ¿Se trata de una agresión racista o de algo muy distinto? Es un caso que, sin duda, interesa a Rebus, que se encuentra en ese momento rodeado de problemas: han cerrado su antigua comisaría y sus jefes querrían que se retirara. Pero Rebus es más terco que nadie. Durante las indagaciones visita un centro de detención para inmigrantes, trata con el sórdido mundo del hampa de Edimburgo y probablemente acabe enamorándose. Siobhan, por otra parte, tiene sus propios problemas. Una joven de dieciocho años ha desaparecido de casa y ella se siente obligada a ayudar a los padres, lo que implica acercarse más de lo debido a un violador convicto. Está además involucrada en otro caso, el de los dos esqueletos de mujer y de niño enterrados bajo el suelo de cemento de un sótano en el callejón Fleshmarket, un asunto que alguien quiere que salte a los medios, pero ¿quién y por qué? ¿Existe alguna relación entre este caso y el del barrio de pisos baratos de Knoxland? Callejón Fleshmarket indaga el proceso interno de una sociedad que ha perdido sus buenas costumbres y se ve inmersa en lo peor de la naturaleza humana: la codicia, la desconfianza, la violencia y la explotación.

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Sí, iría a Dundee cuando no le apeteciera quedarse un fin de semana tumbada en el sofá con chocolatinas y películas antiguas, ni desayunar en la cama con un buen libro y el primer álbum de Goldsfrapp sonando, ni comer fuera y quizás ir al cine en Dominion o la Filmhouse, con una botella de vino blanco frío esperándola en casa.

Se encontró de pie junto a su mesa y Tibbet la miraba.

– Tengo que salir -dijo.

Él miró el reloj como si fuera a anotar la hora de su marcha.

– ¿Para mucho tiempo? -preguntó.

– Un par de horas, si no te importa, agente Tibbet.

– Es por si alguien pregunta -replicó él con desdén.

– Pues bien -añadió ella cogiendo la chaqueta y el bolso-. Ahí tienes café si quieres.

– Qué bien; gracias.

Salió sin añadir nada más, bajó la cuesta hasta el Peugeot y abrió la portezuela. Lo tenía entre dos coches aparcados muy juntos y necesitó seis maniobras para sacarlo. A pesar de ser zona reservada a residentes, el de delante era un coche intruso con una multa en el parabrisas. Frenó, escribió en una hoja de su libreta «POLICÍA INFORMADA», se bajó del coche y la dejó bajo el limpiaparabrisas del BMW. Satisfecha, se sentó al volante y arrancó.

El tráfico en el centro era intenso y no había ningún atajo camino de la M8. Tamborileó en el volante, tarareando con Jackie Leven, un regalo de cumpleaños de Rebus, quien le había dicho que aquel cantante era paisano suyo.

– ¿Y eso es una recomendación? -replicó ella.

Le gustaba aquel disco, pero no podía concentrarse en la letra de la canción porque no dejaba de pensar en los esqueletos del callejón Fleshmarket. Le fastidiaba no encontrar una explicación, y más aún haber tapado con tanto cuidado un esqueleto falso con su chaqueta.

Banehall quedaba a medio camino entre Livingstone y Whitburn, al norte de la autopista. La salida estaba pasado el pueblo con un letrero que indicaba «Servicios locales» y los iconos de una gasolinera y un tenedor con cuchillo. Dudaba mucho que hubiera viajeros que se molestasen en hacer un alto, vista la panorámica del pueblo desde la autopista. Era un lugar desolado lleno de tejados de casas de principios del siglo XX, una iglesia cerrada con planchas de madera y un polígono industrial abandonado que no parecía haber conocido actividad en toda su existencia. La gasolinera -cerrada también y rodeada de malas hierbas- fue lo primero que pasó después del indicador de «Bienvenido a Banehall», que habían corregido y pintarrajeado con un «The Bane». Eran los naturales del lugar y no los jovenzuelos quienes insistían en llamarlo así. Otro indicador de «¡Cuidado: niños!» estaba tergiversado y rezaba: «¡Cuidado con los niños!». Sonrió y miró a uno y otro lado en busca de la peluquería. Había tan pocas tiendas abiertas al público que no tendría mucho que buscar. La peluquería se llamaba El Salón. Decidió seguir hasta el final de la calle principal, dar la vuelta y tomar una bocacalle que conducía a un barrio de viviendas subvencionadas.

No tardó en encontrar la casa de los Jardine, pero no había nadie. Ni tampoco en las casas contiguas. Vio algunos coches, un triciclo de niño sin las ruedas traseras y profusión de parabólicas. En las ventanas de algunos cuartos de estar había letreros hechos a mano que decían «SÍ A WHITEMIRE». Sabía que Whitemire era una antigua cárcel a unos tres kilómetros del pueblo, convertida hacía dos años en centro de detención para inmigrantes y probablemente ahora la mayor oferta de puestos de trabajo en Banehall; una empresa en crecimiento… Al volver a la calle principal vio que el único pub del pueblo se llamaba The Bane. No había visto ningún bar, sólo un puesto solitario de pescado y patatas fritas. El viajero cansado que esperase encontrar servicios de tenedor y cuchillo no tendría más remedio que recurrir al pub, contando con que sirvieran algo de comer, porque no había ningún cartel que lo indicara. Aparcó junto a la acera de enfrente y cruzó la calle hacia El Salón, que también tenía un cartel a favor de Whitemire.

Había dos mujeres sentadas tomando café y fumando, dada la ausencia de clientas, que no parecieron mostrarse muy complacidas ante la posible perspectiva de atender a una. Siobhan sacó su carné de policía y se presentó.

– Yo la conozco -dijo la más joven-. Estuvo en el funeral de Tracy; la vi en la iglesia abrazando a Ishbel. Se lo pregunté después a la madre de ella.

– Tienes buena memoria, Susie -dijo Siobhan.

Como no se habían levantado y el único asiento que vio eran las butacas para las clientas, continuó de pie.

– No me importaría tomar un café, si hay -dijo para congraciarse.

La mujer mayor se puso en pie despacio y Siobhan advirtió que llevaba las uñas pintadas con espirales multicolores.

– No queda leche -dijo.

– Lo tomo solo.

– ¿Con azúcar?

– No, gracias.

La mujer se acercó sin prisas a una despensa en la trastienda.

– Por cierto, me llamo Angie -dijo a Siobhan-. Dueña de El Salón y peluquera de las estrellas.

– ¿Ha venido por lo de Ishbel? -preguntó Susie.

Siobhan asintió con la cabeza y ocupó el sitio que había quedado libre en el banco almohadillado, pero Susie se levantó inmediatamente como alarmada por su proximidad y apagó el cigarrillo en un cenicero al tiempo que expulsaba humo. Se acercó a una butaca y se sentó balanceando los pies y mirándose en el espejo.

– No hemos sabido nada de ella -dijo.

– ¿Y no tienes idea de dónde puede haber ido?

La muchacha se encogió de hombros.

– Yo lo único que sé es que sus padres no pueden más -dijo.

– ¿Y ese hombre a quien viste con Ishbel?

Volvió a encogerse de hombros jugueteando con su flequillo.

– Era un tipo bajo, fornido.

– ¿Y su pelo?

– No lo recuerdo.

– ¿No sería calvo?

– No creo.

– ¿Cómo vestía?

– Llevaba una chaqueta de cuero… y gafas de sol.

– ¿No era del pueblo?

Susie negó con la cabeza.

– Conducía un coche llamativo.

– ¿Un BMW, un Mercedes?

– No entiendo mucho de coches.

– ¿Era grande, pequeño, con techo?

– Mediano…, con techo, aunque a lo mejor era descapotable.

Angie volvió con una taza que tendió a Siobhan y se sentó en el sitio que había dejado Susie.

Siobhan le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

– Susie, ¿qué edad tendría?

– Era mayor… Cuarenta o cincuenta años.

Angie lanzó un bufido.

– Viejo para ti, tal vez -dijo.

Ella tendría unos cincuenta años pero iba peinada como una mujer de veinte años menos.

– ¿Qué te dijo ella cuando le preguntaste quién era?

– Que me callara.

– ¿Tienes idea de dónde pudo conocerle?

– No.

– ¿A qué sitios suele ir ella?

– A Livingston… y a veces a pubs y discotecas de Edimburgo y Glasgow.

– ¿Va a esos sitios con alguien más aparte de ti?

Susie mencionó varios nombres y Siobhan tomó nota.

– Ya ha hablado Susie con ellas -terció Angie- y no saben nada.

– Gracias, de todos modos -dijo Siobhan mirando con exagerado interés el local-. ¿Suele estar tan tranquilo?

– Hoy tuvimos varias clientas a primera hora, pero hay más trabajo a medida que avanza la semana.

– ¿Y no es un problema que no esté Ishbel?

– Nos las arreglamos.

– No sé, pero…

– ¿Qué? -urgió Angie entornando los ojos.

– ¿Para qué necesita dos peluqueras?

Angie miró hacia Susie.

– ¿Y qué podía hacer?

Siobhan comprendió que la mujer había dado trabajo a Ishbel por lástima a raíz del suicidio de su hermana.

– ¿Se le ocurre por qué puede haberse marchado de casa así de repente?

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