Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– Pues hable.

– Sin público. Ése puede quedarse -añadió señalando a El Guapito.

Telford, tranquilo, accedió finalmente y los hombres salieron. El Guapito se recostó en la pared con las manos a la espalda. Telford aguardó con los pies sobre la mesa reclinándose en la silla. Se los veía relajados, tranquilos, frente a él, que debía parecerles un oso enjaulado.

– Quiero saber dónde está la muchacha.

– ¿Quién?

– Candice.

Telford sonrió.

– ¿Todavía con ese tema, inspector? ¿Cómo voy a saber dónde está?

– Porque un par de tus hombres la raptaron.

Nada más decirlo se dio cuenta del error. La banda de Telford era una familia criada en bloque en Paisley. No había muchos forofos de Dunfermline en Fife. Miró a El Guapito, que dirigía el negocio de prostitución de Telford. A Candice la habían traído a Edimburgo desde una ciudad de puentes, Newcastle tal vez, y Telford negociaba con Newcastle. Claro, la camiseta del Newcastle United -rayas verticales negras y blancas- era muy parecida a la del equipo de Dunfermline. Un error más que comprensible en un niño de Fife.

Una camiseta de Newcastle y un coche de Newcastle.

Telford dijo algo pero Rebus no le escuchaba ya. Salió del despacho y montó en el Saab para dirigirse a Fettes e iniciar indagaciones en las dependencias de la Brigada Criminal. Localizó un número de contacto de la sargento Miriam Kenworthy y la llamó, pero no estaba.

– Mierda -dijo y volvió al coche.

Desde luego que la Al no era la vía más rápida del país; en eso Abernethy tenía razón. Pero pasadas ya las horas de intenso tráfico diurno fue avanzando en dirección sur a buena velocidad. Era ya tarde cuando llegó a Newcastle; los pubs cerraban y comenzaban a formarse colas ante las discotecas, algunas adornadas con camisetas del United que parecían rejas carcelarias. No conocía la ciudad y estuvo dando vueltas, pasando una y otra vez por el mismo sitio y ampliando el círculo como buscando ligue.

Buscando a Candice. O a mujeres de la calle que pudieran conocerla.

Al cabo de un par de horas abandonó y volvió al centro. Había pensado dormir en el coche, pero encontró habitación en un hotel y se dijo que era una tontería prescindir de comodidades.

De todos modos, se aseguró de que no hubiera minibar.

Se dio un buen baño cerrando los ojos, con el cuerpo y la mente todavía bajo los efectos del viaje y se sentó en una butaca junto a la ventana a escuchar los ruidos de la noche: taxis, gritos y furgonetas de reparto. No podía conciliar el sueño y permaneció tumbado en la cama viendo la televisión sin sonido y recordando a Candice en el motel dormida entre envoltorios de chocolatinas. Deacon Blue: Chocolate Girl.

Se despertó con el programa televisivo del desayuno. Pagó la habitación y fue a desayunar a un café. Después llamó a Miriam Kenworthy al despacho, comprobando con júbilo que era madrugadora.

– Ven ahora mismo -dijo ella algo sorprendida-. Tardas dos minutos a pie.

Era más joven de lo que él había creído por la voz y de rostro más blando que de actitud. Tenía cara de campesina, redonda y de mejillas rollizas y coloradas. Le miró sin quitarle ojo mientras él le exponía el asunto.

– Tarawicz -dijo ella cuando Rebus acabó de exponerle el caso-. Jake Tarawicz, cuyo nombre verdadero probablemente es Joachim -añadió sonriendo-. Aquí se le llama señor Ojos Rosa. Sí que ha tenido tratos con ese Telford; se han visto, al menos. -Abrió una carpeta marrón que tenía delante-. El señor Ojos Rosa tiene muchas conexiones en Europa. ¿Conoces Chechenia?

– ¿De Rusia?

– La Sicilia rusa. Ya sabes.

– ¿De allí procede Tarawicz?

– Es una hipótesis. Según otra vendría de Serbia, lo cual quizás explique que él organizase el convoy.

– ¿Qué convoy?

– Un convoy de camiones de ayuda a la antigua Yugoslavia. Humanitario que es nuestro señor Rosa.

– Pero al mismo tiempo es un sistema para sacar gente de forma clandestina, ¿no?

– Se nota que estás documentado -dijo Kenworthy mirándole.

– Digamos que es una suposición bien fundamentada.

– Bien, eso le dio tal fama que hace seis meses recibió la bendición papal. Está casado con una inglesa; no por amor. Era una de sus chicas.

– Con lo cual tiene derechos de residente.

Ella asintió con la cabeza.

– No lleva mucho tiempo aquí; unos cinco o seis años…

Igual que Telford, pensó Rebus.

– … pero se ha labrado una buena fama colocando a sus matones como reemplazo de asiáticos, turcos… Se dice que comenzó con un lucrativo negocio de iconos robados, un artículo del que se ha evadido una tonelada del bloque soviético, pero al comenzar a decaer la operación optó por el negocio de la prostitución con chicas baratas a las que puede tener sometidas con un poco de crack. La droga viene de Londres, suministrada por un sector que dominan los gangs jamaicanos, y el señor Rosa la distribuye por el nordeste, trafica también con heroína de los turcos y hace trata de blancas para los burdeles de la Tríada china -miró a Rebus y vio que no se perdía una palabra-. En cuestión de negocios no hay barreras raciales.

– Ya veo.

– Probablemente venda también droga a tu amigo Telford, quien la distribuye a través de sus locales nocturnos.

– ¿Probablemente?

– No tenemos pruebas concluyentes. Incluso corría el rumor de que no era el señor Rosa quien se la vendía a Telford, sino quien se la compraba.

– Telford no es tan poderoso -comentó Rebus sin acabar de dar crédito a lo que ella decía.

Kenworthy se encogió de hombros.

– ¿Dónde iba a obtenerla Telford?

– Ya te digo que no pasó de rumor.

Pero a Rebus le dio que pensar, porque eso quizás explicaba la relación entre Tarawicz y Telford…

– ¿Qué saca Tarawicz de ello? -inquirió exponiendo sus dudas.

– ¿Aparte de dinero, te refieres? Bueno, Telford entrena bien a sus gorilas, y aquí los matones escoceses están en alza. Y además Telford, cómo no, tiene intereses en un par de casinos…

– ¿Como medio para el blanqueo del dinero de Tarawicz? -dijo Rebus reflexivo-. ¿Hay algo en que Tarawicz no meta mano?

– En muchas cosas. Él es partidario de negocios fluidos y en esta plaza es prácticamente un recién llegado.

New Kid in Town de Eagles.

– Tenemos entendido que se dedicó al tráfico de armas; sobre todo las destinadas a Europa occidental. Parece ser que los chechenos tienen un buen arsenal -añadió con un resoplido y haciendo una pausa para pensar.

– Me da la impresión de que está algo por encima de Tommy Telford.

Lo que explicaría el gran deseo de hacer negocios con él. Telford era un aprendiz en ascenso con ínfulas de abarcar más terreno. Jamaicanos, asiáticos, turcos y chechenos, y a saber qué más. Rebus se los representaba como radios de una inmensa rueda que avanzaba demoledora por el mundo triturando huesos a su paso.

– ¿Y por qué le llamáis señor Ojos Rosa? -inquirió.

Ella esperaba la pregunta y le tendió una foto en color.

Era un primer plano de una cara de tez rosada llena de ampollas y lesiones. Un rostro fofo e hinchado, cuyos ojos quedaban ocultos por unas gafas de cristal azul. No tenía cejas y el pelo sobre la abultada frente era escaso y amarillento. Parecía un monstruoso cerdo afeitado.

– ¿Eso es de un accidente? -preguntó Rebus.

– No lo sabemos. Ya era así cuando llegó aquí.

Rebus recordó la descripción que le había dado Candice: gafas de sol, cara como si hubiera sufrido un accidente de automóvil. La viva imagen.

– Quiero hablar con él -dijo.

Previamente Kenworthy le dio una vuelta en coche por la ciudad en plan de cicerone por los lugares de trabajo de las prostitutas, pero era media mañana y casi no había movimiento. Rebus le dio la descripción de Candice y ella dijo que la haría circular. Hablaron con las pocas mujeres que encontraron; todas ellas debían conocer a Kenworthy porque la saludaban sin recelo.

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