Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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Se sentó en un rincón con la taza de café, sacó el móvil y llamó al piso de Sammy. No había problema con Candice, pero le dijo que ya tenía un sitio donde llevarla al día siguiente.

– Muy bien -dijo Sammy-. No cuelgues -oyó el ruido del roce al pasar el receptor.

– Hola, John, ¿cómo estás?

– Hola, Candice -contestó Rebus sonriente-. Muy bien.

– Gracias. Sammy está… hum… Estoy enseñando a… -se echó a reír y volvió a pasar el teléfono.

– Le estoy enseñando inglés -dijo Sammy.

– Ya lo veo.

– Hemos empezado con la letra de una canción de Oasis.

– Procuraré pasar por ahí más tarde. ¿Qué ha dicho Ned?

– Estaba tan rendido cuando llegó que me parece que ni se enteró.

– ¿Está ahí? Quisiera hablar con él.

– Está trabajando.

– ¿Qué me dijiste que hacía?

– No te dije nada.

– Ah, sí. Bueno, gracias, Sammy. Hasta luego.

Dio un sorbo al café y lo saboreó. Lo de Abernethy no podía quedar así. Tragó el café, llamó al Roxburghe y pidió la habitación de David Levy.

– Al habla Levy.

– Soy John Rebus.

– Inspector, me complace oírle. ¿Qué se le ofrece?

– Quisiera hablar con usted.

– ¿Está en su despacho?

Rebus miró en derredor.

– En cierto modo. Estoy a dos minutos de su hotel. Doble a la derecha al salir, cruce George Street y tome por Young Street; encontrará al final el bar Oxford. Estoy en el salón de la parte de atrás.

Cuando llegó, Rebus le pidió una buena cerveza. Levy se sentó y colgó el bastón del respaldo de la silla.

– Bien, ¿en qué puedo ayudarle?

– No soy yo el único policía con quien ha hablado usted.

– No; es cierto.

– Hoy vino a verme uno de la Brigada Especial de Londres.

– ¿Y le ha dicho que estoy de viaje?

– Sí.

– ¿Le puso en guardia para que no hablase conmigo?

– No con tantas palabras.

Levy se sacó las gafas y se puso a limpiarlas.

– Ya le dije que hay personas que preferirían ver este asunto relegado a los archivos de la historia. ¿Ese hombre… ha venido desde Londres tan sólo para advertirle de mi presencia?

– Quería ver a Joseph Lintz.

– Ah -dijo Levy pensativo-. ¿Y cuál es su interpretación, inspector?

– Yo esperaba la suya.

– ¿Mi interpretación estrictamente subjetiva? -Rebus asintió con la cabeza-. Querría asegurarse respecto a Lintz. Ese hombre trabaja para la Brigada Especial, y todo el mundo sabe que la Brigada Especial es el brazo público de los servicios secretos.

– ¿Y quería estar seguro de que yo no iba a sacarle nada a Lintz?

Levy asintió con la cabeza, mirando el humo que desprendía el cigarrillo de Rebus. Aquel caso era igual: lo veías y de pronto se disipaba como el humo.

– He traído un libro que me gustaría que leyera -dijo Levy echando mano al bolsillo-. Está traducido del hebreo y trata sobre la Ruta de Ratas.

Rebus cogió el librito.

– ¿Demuestra algo?

– Depende de cómo se mire.

– Hablo de pruebas concretas.

– Las pruebas concretas existen, inspector.

– ¿Se exponen en este libro?

Levy negó con la cabeza.

– Se encuentran bajo llave en Whitehall y no se pueden consultar en virtud de la Ley de los Cien Años.

– Luego no se puede demostrar nada.

– Existe un modo…

– ¿Cuál?

– Que hable alguno. Si conseguimos que uno de ellos hable…

– ¿Así que únicamente se trata de eso; de vencer su resistencia hallando el eslabón más frágil?

Levy volvió a sonreír.

– Hemos aprendido a ser pacientes, inspector -dijo apurando su cerveza-. Le agradezco mucho que me llamara. Esta entrevista ha sido mucho más fructífera.

– ¿Va a enviar a sus jefes un informe positivo?

Levy hizo caso omiso del comentario.

– Volveremos a hablar cuando haya leído el libro -dijo levantándose-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba el agente de la Brigada Especial… que no recuerdo el nombre?

– No se lo he dicho.

Levy aguardó un instante antes de añadir:

– Ah, ya decía yo. ¿Sigue en Edimburgo? -Rebus negó con la cabeza-. Entonces, se habrá marchado a Carlisle, ¿no?

Rebus dio un sorbo de café y no contestó.

– Muchas gracias de nuevo, inspector -añadió Levy imperturbable.

– Gracias por venir.

Levy echó una mirada al local antes de salir.

– Su despacho… -comentó meneando la cabeza.

Capítulo 8

La Ruta de Ratas era una especie de «metro» por el que huyeron los nazis -a veces con ayuda del Vaticano- de sus perseguidores soviéticos. El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el principio de la guerra fría. Era un momento en que hacían falta espías para los servicios de inteligencia, individuos con talento, sin escrúpulos y con cierto nivel de experiencia. Corrió el rumor de que a Klaus Barbie, el «Carnicero de Lyon», el servicio de espionaje británico le había ofrecido un empleo y se habló de nazis importantes que habían sido evadidos clandestinamente a Estados Unidos. La ONU no publicó hasta 1987 la lista completa de criminales de guerra nazis y japoneses huidos, un total de cuarenta mil individuos.

¿A qué se debía tal retraso? Rebus lo entendía. Los políticos actuales habían acordado que Alemania y Japón formaran parte de la comunidad global capitalista. ¿A quién le interesaba reabrir viejas heridas? Y, además, ¿acaso no habían cometido atrocidades los propios Aliados? ¿Quién sale de una guerra con las manos limpias? Él mismo se había hecho un hombre en el Ejército y lo entendía perfectamente. También había hecho cosas… Había servido en Irlanda del Norte y había visto allí falsear la verdad, el odio sustituía al miedo.

Parte de su ser podía muy bien dar crédito a la existencia de la Ruta de Ratas.

El libro que Levy le había traído explicaba el mecanismo que habría hecho viable la operación, pero él se preguntaba si era posible desaparecer totalmente y cambiar de identidad, aunque surgiera de nuevo la duda de si aquello aún tenía importancia. Existían fuentes de identificación y se habían celebrado juicios -Eichmann, Barbie, Demjanjuk-, más los que estaban en trámite, y por sus lecturas le constaba que hubo criminales de guerra que en vez de ser extraditados fueron autorizados a volver a su país donde dirigieron negocios con los que habían hecho fortuna hasta morir de viejos; pero también sabía que algunos de aquellos genocidas habían purgado sus culpas y se habían vuelto «buenas personas», habían cambiado. Estos últimos alegaban que la guerra era la verdadera culpable. Recordó una de sus primeras conversaciones en el estudio del anciano. Joseph Lintz hablaba con voz ronca y un pañuelo anudado a la garganta.

– A mi edad, inspector, una simple faringitis es como la muerte.

No había muchas fotografías en la casa y Lintz le explicó que casi todas habían desaparecido durante la guerra.

– Junto con otros recuerdos. Pero me quedan ésas.

Se refería a media docena de fotos enmarcadas de los años treinta de las que fue diciéndole quién era quién. A Rebus le asaltó de pronto la idea de si no estaría fingiendo. ¿Y si aquellas fotografías no eran más que unas antiguallas que él había sacado de cualquier parte y les había puesto marco? ¿No estaría inventando los nombres e identidades que atribuía a aquellos rostros? En aquel momento comprendió lo fácil que era inventarse una nueva vida.

Fue aquel mismo día cuando Lintz, en el momento de tomar el té, habló por primera vez de Villefranche.

– He pensado mucho en ello, inspector, como podrá imaginarse. Ese teniente Linzstek, ¿era oficial de día?

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