Ian Rankin - El jardínde las sombras

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El inspector Rebus se desvive por llegar al fondo de una investigación que podría desenmascarar a un genocida de la segunda guerra mundial, asunto que el gobierno británico preferiría no destapar, cuando la batalla callejera entre dos bandas rivales llama a su puerta. Un mafioso checheno y Tommy Telford, un joven gánster de Glasgow que ha comenzado a afianzar su territorio
Rebus, rodeado de enemigos, explora y se enfrenta al crimen organizado; quiere acabar con Telford, y así lo hará, aun a costa de sellar un pacto con el diablo.

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– ¿Y entretanto?

Lintz parecía captar entre líneas lo que insinuaba el londinense y Rebus se sentía excluido de la conversación. Ahora entendía por qué Abernethy se había sentado detrás con el anciano distanciándose físicamente de quien en realidad estaba encargado del caso. Algo se traía entre manos.

– Mientras tanto -respondió Abernethy- colabore cuanto pueda con mi colega. Cuanto más rápido llegue él a una conclusión, antes habrá acabado todo.

– El problema de las conclusiones es que deben ser fundadas, y las pruebas escasean. Durante la guerra se destruyó mucha documentación, inspector Abernethy.

– A falta de pruebas a favor o en contra no tiene ninguna obligación de responder.

– Ya entiendo -dijo Lintz asintiendo con la cabeza.

Lo que acababa de decir Abernethy no era nuevo para Rebus; lo malo era que se lo había dicho al sospechoso.

– Pero vendría bien que mejorase su memoria -se sintió obligado a añadir él.

– Bien, señor Lintz -dijo Abernethy con la mano en el hombro del anciano, en gesto protector y amigable-, gracias por dedicarme su tiempo. ¿Quiere que le llevemos a algún sitio?

– Voy a quedarme un rato más -respondió Lintz abriendo la portezuela y bajando del coche mientras Abernethy le tendía la bolsa de herramientas.

– Que usted lo pase bien -añadió.

Lintz asintió con la cabeza, dirigió otra leve inclinación a Rebus y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Abernethy pasó al asiento delantero.

– Un bicho bastante raro, ¿no?

– Y tú vas y le dices que no tiene por qué preocuparse.

– Bobadas -replicó Abernethy-. Le he dicho en qué situación se encuentra para que sepa lo que se juega. Nada más. Venga, hombre -añadió al ver la expresión de Rebus-, ¿en serio que quieres verlo ante un tribunal? ¿A un viejecito que cuida flores en un cementerio?

– No creas que me ayudas mucho poniéndote de su parte, por lo que parece.

– Aun suponiendo que la orden de la matanza la diera él, ¿tú crees que la solución es un proceso para que le caigan un par de años de talego antes de diñarla? Es preferible meterles miedo en el cuerpo y evitar el proceso con el consiguiente ahorro de millones para los contribuyentes.

– Nuestro trabajo no es ese -replicó Rebus poniendo el motor en marcha.

Volvió con Abernethy a Arden Street y allí se despidieron, aunque el londinense fingió que tenía ganas de quedarse.

– Nos veremos un día de éstos -dijo y arrancó.

Nada más alejarse el Sierra aparcó otro coche en el hueco libre y de él se apeó Siobhan Clarke con una bolsa de supermercado.

– Aquí tienes -dijo-. Creo que me he ganado un café.

Ella no era tan melindrosa como Abernethy y aceptó el café de sobre de buen grado, dando cuenta de paso de un cruasán que había sobrado mientras Rebus escuchaba en el contestador un mensaje del doctor Coloquhoun diciendo que la familia de refugiados aceptaba hacerse cargo de Candice al día siguiente. Anotó la dirección y acto seguido examinó el contenido de la bolsa de Siobhan: unas doscientas páginas de fotocopias.

– No me las mezcles -dijo ella-, que no he tenido tiempo de graparlas.

– Sí que has sido rápida.

– Ayer volví a la oficina después de la hora porque pensé que era mejor hacerlas cuando no hubiera nadie. Si quieres te lo resumo.

– Basta con que me digas quiénes son los principales protagonistas.

Siobhan se acercó a la mesa, se sentó junto a él en una silla, sacó una serie de fotos de vigilancia y fue dándole nombres.

– Brian Summers, más conocido como «El Guapito», es quien dirige casi todo el negocio de la prostitución.

Era un individuo pálido, de cara angulosa, pestañas negras y espesas y boquita mohína. El proxeneta de Candice.

– Pues no es muy guapo.

Clarke mostró otra foto:

– Kenny Houston.

– De El Guapito al feísimo.

Dentón, tez de ictericia.

– Seguro que su madre lo adora.

– ¿Éste qué hace?

– Se encarga de los porteros. Kenny, El Guapito y Tommy Telford se criaron en el mismo barrio y forman el núcleo de La familia -explicó ella mientras pasaba más fotos-. Malky Jordán…, encargado de la distribución de drogas. Sean Haddow…, una especie de cerebro que lleva las finanzas. Ally Cornwell…, el cachas. Deek McGrain… En La familia no hay escisiones ni enfrentamientos religiosos; protestantes y católicos trabajan en equipo.

– Una sociedad modélica.

– Pero sin mujeres. La filosofía de Telford es que las relaciones sentimentales son un estorbo.

Rebus cogió un montón de papeles.

– En concreto, ¿qué tenemos?

– Todo menos pruebas.

– ¿Y se supone que las conseguiremos por medio de la vigilancia?

– '¿Tú no lo crees? -preguntó ella sonriendo por encima de la taza.

– No es asunto mío.

– Pero es un asunto que te interesa -replicó ella haciendo una pausa-. ¿Es por Candice?

– No me gusta lo que le han hecho.

– Bien; ya sabes: yo no te he dado ninguna documentación.

– Gracias, Siobhan. ¿Va todo bien? -dijo él tras una pausa.

– Muy bien. Me gusta la Brigada Criminal.

– Es un ambiente más animado que St. Leonard.

– Pero echo de menos a Brian -añadió, por su ex compañero que ya no estaba en el cuerpo.

– ¿Lo ves alguna vez?

– No, ¿y tú?

Rebus negó con la cabeza y se levantó para acompañarla a la puerta.

Pasó una media hora examinando los papeles y averiguado nuevos datos sobre La familia y sus enrevesados asuntos, aunque no había ninguna mención de Newcastle ni de Japón. Los ocho o nueve que formaban el núcleo de La Familia habían ido juntos al colegio y tres de ellos vivían aún en Paisley donde gestionaban el negocio de origen, pero los demás se habían trasladado a Edimburgo y trabajaban sin descanso para arrebatárselo a Big Ger Cafferty.

Repasó una lista de clubs nocturnos y bares en los que Telford tenía intereses, con su correspondiente anexo de informes sobre incidentes: detenciones en las cercanías, riñas de borrachos, conatos de peleas con los gorilas y destrozos a automóviles y propiedades. Un detalle atrajo su atención: al dueño de una camioneta que alternaba la venta de perritos calientes con la de helados en un mismo puesto y que paraba para vender frente a un par de aquellos clubs había sido interrogado como posible testigo, pero nunca había visto nada digno de interés. Su nombre: Gavin Tay.

El señor Taystee: un suicidio reciente sospechoso.

Llamó a Bill Pryde para preguntarle cómo iban las pesquisas.

– Punto muerto, colega -dijo Pryde con tono de indiferencia.

Pryde: un agente en punto muerto en el escalafón hacía años, sin futuro y en la curva descendente de la jubilación.

– ¿Sabías que además tenía un puesto de perritos calientes?

– Eso explicaría de dónde sacaba el dinero.

Gavin Tay era ex presidiario y aunque llevaba en el negocio de los helados poco más de un año le iba viento en popa a juzgar por el Mercedes nuevo aparcado delante de su casa. Pero sus libros de contabilidad no arrojaban tantas ganancias y su viuda no se explicaba lo del coche. Allí estaba la explicación: un empleo extra de venta de comida y bebida a los clientes que salían de los locales nocturnos.

Locales de Tommy Telford.

Gavin Tay: convicto de atracos, reincidente, delincuente habitual reintegrado… El aire de la habitación empezaba a estar cargado y su cabeza también; le dolía y decidió salir.

Dio un paseo por los Meadows, cruzó el puente Jorge IV y atravesó por la escalinata de Playfair a Princess Street. En los peldaños de la

Academia Escocesa había un grupo sentado: caras sin afeitar, pelo teñido, ropa con rotos. Los desposeídos de Edimburgo expuestos a la mirada pública. Rebus sabía que tenía cosas en común con ellos. Su vida era un puro fracaso como esposo, padre y amante; se había desviado del futuro que le auguraba el Ejército y en la policía no era precisamente alguien «respetado». Un mendigo le tendió la mano y él le dio cinco libras; luego, cruzó Princess Street y se dirigió al Oxford.

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