– No podría decirlo. Era alto y vestía de oscuro. Este hotelucho está oscuro incluso de día y él me llevaba un rellano de ventaja.
– ¿Qué hizo usted?
– Volví a bajar la escalera y descubrí que el primer individuo había desaparecido. Me dirigí a Homer Downey, el director, le pregunté quién se alojaba en la habitación tres-diecinueve y él me mostró el nombre de Timothy Landry en el registro. Me serví del teléfono público que había en el vestíbulo y llamé para efectuar la comprobación descubriendo que existía una sanción de tráfico contra Timothy Landry, ocho-dos-siete calle Sexta Este, por valor de cincuenta y dos dólares. Entonces le pedí la llave al director por si Landry no quisiera abrirme la puerta y subí a la habitación tres-diecinueve para ejecutar el auto de prisión.
– ¿En este momento pensó usted que el sujeto que había penetrado en la habitación era Landry?
– ¡Claro! -dije, completamente serio.
Me felicité a mí mismo mientras el fiscal de distrito seguía analizando la demanda, porque no era una mala historia ahora que la estaba repasando de nuevo. Creo que hubiera podido hacerlo mejor, pero no estaba mal. La verdad era que media hora antes de entrar en la habitación de Landry yo le había prometido a Knobby Booker veinte dólares si me facilitaba algo bueno y él me dijo que se había acostado la noche anterior en el Hotel Orchid con una prostituta a la que conocía muy bien y que ella le había dicho que se había acostado con un tipo del otro lado del pasillo y que había visto una pistola debajo de la almohada mientras le hacía el amor.
Con esta información yo había cruzado el vestíbulo vacío del hotel, me había dirigido al cuarto del director, había repasado el registro, tras lo cual había tomado la llave maestra y me dirigí directamente a la habitación de Landry, entrando en la misma y descubriéndole con el arma y la droga. Pero no había forma de contar la verdad y conseguir dos cosas: proteger a Knobby y demostrar la culpabilidad de un peligroso tunante que merecía volver a la cárcel. Pensé que la historia era muy buena.
– Muy bien, ¿entonces supo usted que en la habitación se alojaba un hombre contra el que se había dictado orden de arresto y tenía usted motivos para sospechar que había huido de usted y se había ocultado en la habitación?
– Exactamente. Tomé la llave maestra y me dirigí a la habitación, llamé dos veces y dije «Oficial de policía».
– ¿Obtuvo respuesta?
– Una voz de hombre dijo: «¿Qué ocurre?». Y yo contesté: «Oficial de policía. ¿Es usted Timothy Landry?». «Sí», respondió él. «¿Qué quiere?». «Abra. Traigo una orden de arresto». Después oí como si se abriera una ventana y fue cuando abrí la puerta, me abalancé sobre él y le encañoné con mi pistola.
– Entonces, ¿usted penetró en la habitación sólo después de decirle que tenía una orden de arresto y vio que pretendía huir?
– Yo no disponía de la orden -le recordé-. Sólo sabía de la existencia de la misma.
– Da igual. Después este sujeto infringió la fianza y fue arrestado de nuevo recientemente, ¿no es así?
– Sí.
– Caso sencillo.
– Sí.
Tras haber terminado el defensor de hablar con Landry me sorprendió que se dirigiera al fondo de la sala, leyera mi informe de arresto y hablara con Homer Downey, un sujeto bajito y crispado que llevaba varios años en el puesto de director del Orchid. Yo había hablado con Homer unas seis veces para repasar el registro o pedirle la llave maestra.
Tras lo que se me antojó un tiempo ilógicamente largo, me incliné hacia el fiscal del distrito que se hallaba sentado cerca de mí y le dije:
– Oiga, yo creía que Homer era un testigo de la acusación. Está sonriéndole al defensor como si fuera un testigo de la defensa.
– No se preocupe -me dijo el fiscal del distrito-. Deje que se divierta. El defensor lleva dos meses exactos haciendo este trabajo. Es un imberbe.
– ¿Y usted cuánto tiempo lleva haciéndolo?
– Cuatro meses -repuso el fiscal de distrito acariciándose el bigote, y ambos nos echamos a reír muy a gusto.
El defensor volvió a su mesa y se sentó con Landry, que vestía una camisa de seda marrón de cuello abierto y unos ajustados pantalones color chocolate. Entonces vi que entraba en la sala una vieja bruja. Llevaba el cabello teñido igual que él, vestía leotardos rojos y una falda corta que resultaba ridicula en una mujer de su edad, y hubiera apostado a que era una de sus amigas, quizás la que le pagó la fianza y estaba dispuesta a perdonarle. Estuve seguro de que era su amiga cuando él se volvió y la boca pintada de la mujer se contrajo en una sonrisa. Landry miraba fijamente hacia adelante y el alguacil de la sala no se veía tan tranquilo como suele estar con un prisionero sentado junto a la mesa de los abogados. También se imaginaba que Landry era un tipo de cuidado, estaba muy claro.
Landry se alisó dos veces el cabello y apenas se movió durante todo el rato que duró la vista.
La juez Redford volvió a ocupar el banco y todos guardamos silencio y compostura.
– ¿Su verdadero nombre es Timothy G. Landry? -le preguntó al acusado que estaba de pie al lado del defensor.
– Sí, Señoría.
Entonces ella empezó a leer monótonamente los derechos, aunque a Landry ya se los habían leído cien veces cientos de policías y una docena de jueces, y le explicó los procedimientos legales, cosa que él hubiera podido explicarle a ella. Yo miré el reloj. Finalmente ella se apartó un mechón de liso cabello gris de las gafas de montura negra y dijo:
– Procédase.
Era una juez que siempre me había gustado. Recuerdo que una vez que detuve a tres ladrones de coches en un Buick robado me elogió en la sala. Había mandado detener a aquellos tipos que avanzaban por Broadway Norte cruzando el barrio chino y supe, supe que algo andaba mal al observar que la matrícula posterior aparecía toda sucia de salpicaduras; no obstante estaban en regla tanto la matrícula, como el registro, como el permiso de conducir del sujeto. Pero yo lo presentí y lo supe. Entonces miré el rótulo de identificación, la placa de metal de la portezuela soldada eléctricamente por puntos e introduje la uña del dedo por debajo. Uno de los tipos trató de huir y se detuvo cuando extraje el revólver, le apunté a la espalda y le grité:
– Quédate quieto, sinvergüenza, o nombra a tu beneficiario.
Entonces descubrí que el rótulo no había sido soldado eléctricamente sino que estaba pegado; lo arranqué y más tarde los detectives averiguaron que se trataba de un vehículo robado en Long Beach. La juez
Redford dijo que había sido un buen trabajo de policía por mi parte.
El fiscal de distrito se estaba disponiendo a llamar al primer testigo: era Homer Downey, al que el fiscal necesitaba para atestiguar que había alquilado la habitación a Landry en el caso de que éste afirmara en el juicio subsiguiente que únicamente había querido pasar el día en el alojamiento de un amigo y no sabía por qué se encontraban allí el arma y la droga. Pero el defensor dijo:
– Señoría, solicito que se excluyan todos los testigos que no vayan a ser llamados posteriormente a declarar.
Me lo figuraba. Los defensores siempre pretenden excluir a todos los testigos. A veces da buen resultado cuando los testigos sirven para coordinar el relato, pero por lo general es una pérdida de tiempo.
– Señoría, sólo dispongo de dos testigos -dijo el fiscal de distrito levantándose-. El señor Homer Downey y el oficial Morgan que practicó la detención y que actúa en calidad de oficial de investigación. Solicito que se permita su permanencia en la sala.
– Se permite la permanencia del oficial de investigación en la sala, señor Jeffries -le dijo al defensor-. No se puede excluir a nadie, ¿no le parece?
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