– Protesto, Señoría -dijo débilmente el fiscal de distrito-. Sugiere una deducción.
– Admitida la protesta -dijo la juez, mirándome, y yo miré hacia Homer porque no sabía qué hacer con los ojos.
– ¿Siguió usted al oficial escaleras arriba? -volvió a preguntar el defensor. Ahora el fiscal de distrito se había hundido en su asiento y estaba tamborileando la mesa con un lápiz. Yo ya había superado la fase de la respiración nerviosa y del sudor. Ahora me había tranquilizado y pensaba, pensaba cómo salir del aprieto y lo que diría si volvían a llamarme al estrado, si alguno de ellos volvía a llamarme, y pensé que era posible que la defensa me llamara porque ahora era su testigo, le pertenecía.
– Subí un poco después que el oficial.
– ¿Qué vio usted cuando subió?
– El oficial se encontraba frente a la puerta del señor Landowne, como si escuchara a través de ella.
Llevaba la gorra en la mano y tenía el oído pegado a la puerta.
– ¿Pareció que le veía a usted o que miraba en su dirección?
– No, se encontraba de espaldas a mí y yo decidí atisbar desde una esquina, porque no sabía qué se proponía hacer y quizás se produciría un tiroteo o algo así, y yo podía correr escaleras abajo si sucedía algo peligroso.
– ¿Le oyó llamar a la puerta?
– No, no llamó.
– Protesto -dijo el fiscal de distrito-. Al testigo se le ha preguntado…
– Muy bien -dijo la juez volviendo a levantar la mano en señal de que aceptaba la protesta, mientras el fiscal de distrito se sentaba.
– ¿Oyó usted llamar al oficial? -le preguntó la juez al testigo.
– No, señor -le dijo Homer a la juez, y se oyeron risas en la sala. Agradecí a los dioses que sólo hubiera unos cuantos espectadores y que ninguno de ellos fuera policía.
– ¿Dijo algo el oficial mientras usted le observaba? -preguntó el defensor.
– Nada.
– ¿Cuánto rato le estuvo observando?
– Dos o tres minutos, quizás más. Se arrodilló e intentó mirar por el ojo de la cerradura, pero hacía dos años que yo los había obturado para evitar los fisgones y mirones.
– ¿Hizo usted?…, tache eso, ¿dijo el oficial algo que pudiera usted oír mientras subía la escalera?
– No le oí decir nada -contestó Homer muy aturdido y viendo por mi cara que algo andaba muy mal y que yo me sentía muy desdichado.
– Entonces, ¿qué hizo?
– Utilizó la llave. Abrió la puerta.
– ¿De qué manera? ¿Rápidamente?
– Yo diría que con cuidado. Giró la llave despacio y con cuidado, después sacó la pistola y penetró en la habitación empuñando el arma.
– ¿Pudo escuchar usted alguna conversación?
– Ah, sí -contestó riéndose a través de sus dientes separados y manchados de oscuro-, el oficial le gritó algo al señor Landowne.
– ¿Qué dijo? Las palabras exactas, si las recuerda usted.
– Dijo: «¡Quédate quieto, agujero de culo! ¡Un movimiento y serás papel de pared!»
Escuché las risas de los tres espectadores, pero a la juez no se le antojó divertido y al fiscal de distrito tampoco, porque tenía un aspecto tan apesadumbrado como debía ser el mío.
– ¿Entró usted en la habitación?
– Sí, señor, un momento.
– Vio usted algo raro en la habitación?
– No. El oficial me dijo que saliera y volviera a mi cuarto, y eso hice.
– ¿Vio alguna cosa encima del tocador?
– No vi nada.
– ¿Escuchó usted más conversación entre el oficial y el acusado?
– No.
– ¿Nada en absoluto?
– El oficial le hizo una advertencia.
– ¿Qué dijo?
– Dijo algo de que el señor Landowne no intentara ninguna tontería, algo así. Yo ya me marchaba.
– ¿Qué dijo?
– Es que no es muy decente.
– Somos personas adultas. ¿Qué dijo?
– Dijo: «Como te levantes de esta silla te meteré la pistola en el culo y habrá mierda hasta en el mango». Eso dijo. Perdone -dijo Homer enrojeciendo y riéndose nerviosamente mientras me miraba encogiéndose de hombros.
– ¿El acusado se hallaba sentado en una silla?
– Sí.
– ¿Se refería el oficial a su propia pistola?
– Protesto -dijo el fiscal de distrito.
– Modificaré la pregunta -dijo el defensor-. ¿Sostenía el oficial la pistola en la mano cuando lo dijo?
– Sí, señor.
– ¿Vio usted en aquel momento la otra arma?
– No, no vi ninguna otra arma.
El defensor dudó un largo minuto, mortalmente silencioso, mordisqueando el lápiz, y yo casi emití un suspiro cuando dijo:
– No tengo más preguntas.
Sin embargo, ya era demasiado tarde para que yo pudiera experimentar alivio.
– Tengo una pregunta -dijo la juez Redford mientras se subía las gafas por su fina nariz-. Señor Downey, ¿salió usted al vestíbulo en algún momento aquella mañana antes de que llegara el oficial Morgan?
– No.
– ¿No salió ni vio el vestíbulo?
– Bueno, sólo cuando el oficial aparcó delante. Vi un coche de la policía aparcado, sentí curiosidad y fui a salir. Entonces vi que el oficial subía los peldaños de la escalera que da acceso al hotel y volví a meterme dentro para ponerme la camisa y los zapatos al objeto de estar presentable en caso de que necesitara mi ayuda.
– ¿Miró usted hacia el vestíbulo?
– Sí, señora, está justo frente a mi puerta.
– ¿Quién había en el vestíbulo?
– Nadie.
– ¿Vio usted todo el vestíbulo? ¿Todas las sillas? ¿Toda la zona del vestíbulo?
– Pues claro. Mi puerta da al vestíbulo y éste no es muy grande.
– Piense con cuidado. ¿Vio usted a dos hombres durmiendo en alguna parte del vestíbulo?
– Allí no había nadie, juez.
– ¿Y dónde estaba el oficial cuando usted miraba hacia el vestíbulo vacío?
– Entrando por la puerta principal, señora. Segundos más tarde se acercó a mi puerta y me preguntó acerca de la habitación y miró el registro tal como ya he dicho.
Ahora el cerebro me ardía como todo el resto del cuerpo y yo ya tenía dispuesta una historia estúpida para cuando me llamaran. Diría que había penetrado en el vestíbulo y que había vuelto a salir y a entrar cuando Homer me vio creyendo que entraba por primera vez. Y estaba dispuesto a jurar que el teléfono funcionaba porque, qué demonios, con los teléfonos todo es posible. Y aunque aquel pequeñajo sucio me hubiera seguido escaleras arriba, quizás pudiera convencerles de que había llamado a Landry antes de que Downey subiera y, qué demonios, Downey no sabía si la marihuana se hallaba encima del tocador o en un armario y estaba procurando decirme a mí mismo que todo saldría bien para poder seguir ostentando en la cara la expresión de honradez que tanta falta me hacía en aquellos momentos.
Estaba esperando que me volvieran a llamar y me sentía dispuesto, aunque me temblaba la rodilla izquierda y eso me ponía furioso, pero entonces la juez les dijo al defensor y al fiscal de distrito:
– ¿Quieren acercarse al banco los abogados?
Entonces supe que todo había terminado y Landry estaba haciendo ruidos, y yo sentí su sonrisa de tiburón mientras él me miraba con la cabeza vuelta hacia mí. Yo miraba fijamente hacia adelante y me preguntaba si tendría que abandonar la sala esposado por perjurio, porque cualquiera podía comprender que aquel imbécil de Homer Downey estaba diciendo la pura verdad y ni siquiera sabía lo que me estaba haciendo a mí el defensor.
Cuando regresaron a la mesa tras hablar con la juez, el fiscal de distrito me sonrió rígidamente y me susurró:
– Ha sido el nombre del registro. Cuando el defensor ha comprendido que Homer no conocía el verdadero nombre de Landry, le ha preguntado acerca del registro. Ha sido el registro lo que le ha beneficiado. La juez va a sobreseer el caso. Nunca me había sucedido nada igual. No sé qué aconsejarle, oficial. Quizás debiera llamar a mi despacho y preguntar qué debo hacer si…
Читать дальше