– Sí, señor.
– ¿Llamó, se anunció y se aseguró de que la voz de dentro correspondía a Timothy Landry, contra quien sabía usted que existía un auto de prisión?
– Sí, señor. La voz de hombre me repuso que era Timothy Landry. O mejor dicho, me contestó que sí cuando yo le pregunté si era Timothy Landry.
Me volví un poco hacia la juez asintiendo levemente con la cabeza mientras lo decía. Landry volvió a poner los ojos en blanco y se hundió en el asiento.
– Entonces, cuando oyó que abría la ventana y temió que el sospechoso pudiera escapar, ¿forzó usted la puerta?
– Utilicé la llave maestra.
– Sí, ¿y vio al señor Landry en la esquina de la cama como disponiéndose a escapar por la ventana?
– Sí, exactamente.
– ¿Y vio usted un objeto metálico que sobresalía por debajo del colchón?
– Vi un objeto metálico azulado y estuve seguro de que se trataba del cañón de un arma de fuego, abogado -le corregí, amablemente.
– ¿Y miró usted a la izquierda y vio el objeto que constituye la prueba dos de la acusación, es decir, la bolsa de bocadillos que contenía varios gramos de marihuana?
– Sí, señor.
– No tengo más preguntas para este testigo -dijo el defensor, y yo empecé a preocuparme un poco porque se había limitado a repetir lo que ya había quedado aclarado con el fiscal de distrito en su interrogatorio. De esta forma había reforzado nuestra posición al darme la oportunidad de repetirlo todo de nuevo. ¿Qué demonios?, pensé yo mientras la juez me decía:
– Puede usted volver a su sitio, oficial.
Volví a sentarme junto a la mesa del fiscal de distrito y éste se encogió de hombros al advertir mi inquisitiva mirada.
– Que se llame al siguiente testigo -dijo la juez tomando un sorbo de agua mientras el alguacil mandaba llamar a Homer Downey que se encontraba esperando en el pasillo. Homer avanzó desmañadamente hacia el estrado. Se le veía tan delgado que la entrepierna de los pantalones le llegaba a la altura de las rodillas. Lucía una sucia camisa blanca y una corbata deshilachada; la caspa de su endeble cabello castaño resultaba visible incluso desde la mesa del abogado. Tenía una cara tan amarillenta y desigual como una pizza de queso.
Indicó su nombre y la dirección del Hotel Orchid y dijo que llevaba tres años dirigiéndolo. Después el fiscal de distrito le preguntó si yo me había puesto en contacto con él el día del informe y si había leído el registro y pedido la llave maestra, y si unos diez minutos más tarde acudió él a la habitación del acusado y me vio con el acusado bajo arresto, y cuánto tiempo llevaba viviendo allí el acusado y si él había alquilado la habitación al acusado y sólo al acusado, y si todos los acontecimientos declarados habían tenido lugar en la ciudad y el condado de Los Ángeles… Homer demostró ser un hablador bastante bueno y también un buen testigo, muy sincero, y terminó en seguida.
Cuando terminó el interrogatorio el defensor se levantó y empezó a pasear como en las películas de Perry Masón. La juez le dijo: «Siéntese, abogado», él se excusó y se sentó como en una sala de tribunales verdadera, donde los abogados sólo se acercan a los testigos cuando el juez se lo permite y donde no hay lugar para el teatro.
– Señor Downey, cuando el oficial Morgan acudió a su despacho el día de referencia usted ha declarado que le solicitó ver el registro, ¿es así?
– Sí.
– ¿Le preguntó a usted quién vivía en la tres-diecinueve?
– No, me pidió simplemente ver el registro.
– ¿Recuerda el nombre que figuraba en el registro?
– Desde luego. El suyo -dijo Downey señalando a Landry, que le estaba mirando.
– ¿Al decir «el suyo» se refiere usted al acusado en este caso? ¿Al hombre que se encuentra a mi izquierda?
– Sí.
– ¿Y cuál es su nombre?
– Timothy C. Landowne.
– ¿Quiere usted repetir el nombre y deletrearlo, por favor?
El corazón empezó a latirme con fuerza, empecé a sudar y dije para mis adentros: «¡No, no!».
– Timothy C. Landowne, T-i-m …
– Deletree el apellido, por favor -dijo el defensor, y yo experimenté una angustia indescriptible.
– Landowne. L-a-n-d-o-w-n-e .
– ¿Y la inicial de en medio era C de Carlos?
– Sí, señor.
– ¿Está usted seguro?
– Claro que estoy seguro. Lleva viviendo en el hotel cuatro o cinco meses. Y el año pasado vivió allí dos meses.
– ¿Ha visto usted el nombre de Timothy G. Landry en algún registro del hotel? ¿Es decir L-a-n-d-r-y ?
– No.
– ¿Lo ha visto en alguna otra parte?
– No.
Advertí que el fiscal de distrito sentado a mi lado se ponía tenso y al final vi que empezaba a comprender.
– ¿Le dijo usted en algún momento al oficial Morgan que el hombre de la tres-diecinueve se llamaba Timothy G. Landry?
– No, porque no se llama así, que yo sepa, y nunca había oído antes este nombre.
– Gracias, señor Downey -dijo el defensor, y yo advertí que Landry sonreía con sus grandes dientes de tiburón.
Estaba esforzándome por inventar alguna historia que me permitiera salir de aquel apuro. Comprendí entonces y reconocí de una vez por todas que hace años que debiera haber utilizado gafas y que no podía hacer el trabajo de policía ni ninguna otra cosa sin ellas, y si no hubiera sido tan estúpido y hubiera llevado gafas hubiera visto que el nombre que figuraba en el registro era una especie de alias de Landry, y aunque el auto de prisión era auténtico y correspondía a él, no hubiera sido posible que me facilitaran en la policía una información adecuada metiendo en la computadora un nombre equivocado. Y la juez se daría cuenta de eso en seguida porque pediría el expediente del acusado. Y mientras yo pensaba ella me miró y le susurró algo a la escribano de la sala, que le entregó una copia del expediente, y en ninguna parte figuraba que hubiera utilizado el alias de Landowne. Estaba atrapado y Homer me remató.
– ¿Qué hizo el oficial tras haberle entregado usted la llave?
– Salió y subió por la escalera.
– ¿Cómo sabe que subió?
– Yo tenía la puerta entreabierta. Me puse apresuradamente las zapatillas porque quería subir también, pues no quería perderme el espectáculo. Pensé que iba a suceder algo, ¿sabe?, un arresto o algo así.
– ¿Recuerda que he hablado con usted antes de que se celebrara esta vista y que le he dirigido algunas preguntas, señor Downey?
– Sí, señor.
– ¿Recuerda que le he preguntado acerca del oficial que había utilizado el teléfono público para llamar a la comisaría?
– Sí, señor -repuso él, y yo advertí un sabor amargo en la boca, me sentí lleno de gases y estaba experimentando unos terribles dolores de indigestión y no tenía pastillas a mano.
– ¿Recuerda lo que me dijo acerca del teléfono?
– Sí, señor, que no funcionaba. Llevaba averiado una semana y yo había llamado a la telefónica. En realidad estaba furioso porque pensaba que quizás habían venido la noche anterior, cuando yo no estaba, porque me habían asegurado que vendrían y yo lo había comprobado justo aquella mañana antes de que viniera el oficial y aún estaba averiado. Metía unos zumbidos de miedo cuando se introducía una moneda.
– ¿Introdujo usted en el teléfono una moneda aquella mañana?
– Sí, señor. Quise utilizarlo para llamar a la telefónica y daba igual que se marcara como que no, metía ruido y decidí utilizar el mío.
– ¿No se podía llamar con aquel teléfono?
– No, señor.
– Supongo que la compañía telefónica debe haber anotado su petición y el día en que se arregló finalmente el teléfono, ¿verdad?
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