Pero a pesar de todas las quejas de los policías hay algo que no puede negarse: es el mejor sistema que existe y aunque a un policía le resulte desagradable, ¿a quién demonios le gustaría hacer la ronda en Moscú o en Madrid o algún sitio parecido? Deseamos suscitar simpatía, pero la mayoría de nosotros sabemos que un policía no puede ser apreciado por la gente en general, y yo digo que si uno quiere despertar afecto es mejor que se incorpore al equipo de bomberos.
Empecé a escuchar un poco lo que se decía en la vista preliminar que se estaba celebrando. El acusado era un muchacho alto y apuesto, de unos veintisiete años; en la sala había una hermosa mujer que probablemente era su esposa. Él no hacía más que volverse y hacerle gestos de ánimo, cosa que no impresionaba especialmente a la juez Martha Redford, una ruda mujer adulta de aspecto severo que a mí siempre me había parecido un buen juez, tanto para el pueblo como para la defensa. Había un afeminado que estaba declarando que aquel joven de aspecto pulcro le había recogido en un bar y después le había acompañado a su casa, donde, tras un acto sexual indescriptible, el joven acusado, al que el afeminado llamaba Tommy, había estado a punto de cercenarle la cabeza con un cuchillo de cocina. Y después había saqueado la casa del afeminado y había robado trescientos dólares, que habían costado mucho de ganar y que le encontraron en el bolsillo dos policías de uniforme que le detuvieron en el cruce entre la Quinta y Main por haber aparcado indebidamente su vehículo.
El abogado defensor estaba atosigando al marica, un hombre canijo de unos cuarenta años, propietario de un estudio fotográfico, y el marica parecía que no miraba con malos ojos al acusado, su amigo Tommy, al que observaba nerviosamente, y yo pensé que todo aquello resultaba tristemente gracioso y muy típico. Los débiles necesitan tanto a los demás que están dispuestos a perdonarles lo que sea. No me parecía que el defensor estuviera consiguiendo demasiado bien minimizar el asunto reduciéndolo a un lío de maricas, dado que los papeles del hospital demostraban que había sido necesario efectuar muchas transfusiones y que se habían tenido que practicar casi cien suturas para cerrar la herida del cuello del marica.
El joven acusado se volvió de nuevo y dirigió una larga y triste mirada a la mujercita que lo soportaba todo con valentía; y cuando la juez Redford ordenó que se presentara a juicio bajo las acusaciones de intento de asesinato y de robo, su abogado intentó convencerla para que redujera la cuantía de la fianza porque el tipo jamás había sido detenido con anterioridad, exceptuando una vez en que golpeó a su esposa.
Entonces la juez Redford miró al acusado, contemplando su apuesto rostro y sus ojos tranquilos, y yo podría jurar que no estaba escuchando al fiscal del distrito adjunto que se oponía a la reducción de la fianza y estaba refiriendo de nuevo la crueldad de las heridas. Se limitaba a mirar al joven lechuguino y éste la miraba a ella. Llevaba el cabello rubio primorosamente cortado y lucía un traje a rayas de tono apagado.
Denegó la solicitud de reducción, aplicándole al muchacho la elevada fianza que se había solicitado.
Estoy seguro de que vio en el rostro de aquél lo mismo que vi yo. Era un sujeto de cuidado. En su helada expresión se adivinaba confianza e inteligencia. Y fuerza. Cuando se trata de un sujeto así es auténtica fuerza lo que se percibe, y hasta yo me estremecí. Puede calificársele de psicópata o decir que es malvado, pero sea lo que sea, se trata del enemigo mortal, y me pregunté cuántas veces sus actuaciones habrían acabado en sangre. Quizás había sido él quien destripó a la prostituta negra que habían encontrado el mes pasado bajo un montón de basura en la calle Séptima, pensé.
No hay más remedio que respetar la fuerza de hacer daño que posee un sujeto así y no hay más remedio que sentir miedo. No cabe duda de que debió asustar a Su Señoría y, tras negarse ella a reducir la fianza, él le dirigió una encantadora sonrisa de muchacho y ella le dio la espalda. Después el muchacho se volvió y miró de nuevo a su llorosa esposa y le dirigió una sonrisa; entonces advirtió que yo le miraba, y yo le miré a los ojos y me sorprendí sonriendo, y mi mirada le decía: Te conozco, te conozco muy bien. Me miró tranquilamente unos instantes; después sus ojos quedaron como vidriados y fue acompañado fuera de la sala. Ahora que sabía que merodeaba por el centro, pensé, tendría que vigilar a este muchacho.
La juez abandonó el banco y el fiscal de distrito adjunto, un joven cuya barba de chuleta y bigote no cuadraban con su cargo, empezó a leer la demanda correspondiente a mi caso.
Mi acusado, Timothy Landry, fue introducido en la sala por un representante del sheriff. Se encargaba del caso un defensor de oficio, dado que Landry carecía de ocupación a pesar de que Miles sospechaba que debía haber robado unos diez mil dólares.
Era un sujeto de cuarenta y cuatro años, de aspecto rudo y larga melena teñida de negro, que en realidad debía ser gris, y un rostro cetrino que en algunos individuos nunca se vuelve rosado otra vez tras haberse pasado algún tiempo en la cárcel. Todo él presentaba el aire de un ex estafador. Había intervenido sobre todo en películas del Oeste hacía algunos años cuando salió de Folsom.
– Muy bien, oficial -dijo el joven fiscal de distrito-, ¿dónde está el investigador?
– Está ocupado en otra sala. Soy Morgan, el oficial que le detuvo. Yo me encargaré de todo el asunto. No tendrá usted problemas.
Era probable que sólo tuviera unos cuantos meses de experiencia. Asignan a estos fiscales de distrito adjuntos a las vistas preliminares para que se acostumbren a los juicios, manejando varios casos al día; yo me imaginaba que éste no debía llevar allí más de dos meses. No le había visto nunca y yo me había pasado muchos ratos en los juicios porque siempre solía practicar muchas detenciones.
– ¿Dónde está el otro testigo? -preguntó el fiscal de distrito, y por primera vez miré a mi alrededor y descubrí a Homer Downey, al que casi había olvidado que fue citado para este caso. No me había molestado en hablar con él para asegurarme de que sabía sobre qué había sido llamado a declarar, porque su intervención en el caso había sido tan insignificante que apenas se le necesitaba como no fuera en su calidad de causa probable de mi entrada en la habitación del hotel por una orden de arresto.
– Vamos a ver -murmuró el fiscal de distrito tras haber hablado breves momentos con Downey.
Se sentó junto a la mesa destinada al abogado para leer la demanda mientras se pasaba los dedos por su abundante cabello castaño. El defensor de oficio, con su cabello bien cortado, parecía un jugador de béisbol y el fiscal de distrito, que teóricamente es el representante de la ley y el orden, era un tipo moderno. Incluso lucía gafas redondas tipo «abuelita».
– ¿Downey es el director del hotel?
– Exactamente -repuse yo mientras el fiscal de distrito leía mi informe de arresto.
– ¿El treinta y uno de enero acudió usted al Hotel Orchid del ocho-dos-siete de la calle Sexta como parte de sus obligaciones de rutina?
– Sí. Estaba comprobando en el vestíbulo la posible presencia de borrachos. Había dos durmiendo y les desperté con la intención de detenerles cuando, de repente, uno de ellos echó a correr escaleras arriba por lo que supuse que se trataba de algo más que de un simple borracho; le ordené al otro que se quedara donde estaba y subí para seguir al primero. En el tercer piso, él giró a la derecha del pasillo y oí que se cerraba una puerta. Casi estuve seguro de que se había refugiado en la habitación tres-diecinueve.
– ¿Podría decir si el hombre que persiguió era el acusado?
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