– Se llama Trudy -me dijo Odell guiñándome el ojo cuando la camarera se desplazó al fondo del mostrador.
Su guiño y su sonrisa significaban que era presa fácil y que no estaba casada ni nada parecido. Hubo un tiempo en que salí con una de sus camareras, una regordeta muchacha oscura que se llamaba Wilma y tenía treinta y dos años. Al final dejó a Odell y se casó por cuarta vez. Me encantaba estar con ella. Cuando empezamos a salir juntos le enseñé a nadar y a bailar el jerk y el boogaloo que me había enseñado mi amiga, la que se parecía a Madeleine Carroll.
– Gracias, Odell -dije-. Quizás la próxima vez que venga tomaré una mesa en su sección.
– ¿Ha sucedido algo divertido últimamente, Bumper? -me preguntó Nate tras pasar algunos encargos a la cocina.
– Últimamente, no… Vamos a ver, ¿os he contado alguna vez lo del lechuguino que detuve por pasarse un semáforo rojo delante de vuestro local?
– No, cuéntanoslo -dijo Odell deteniéndose con un plato en la mano.
– Bueno, tal como os digo, este sujeto se pasó un semáforo rojo y yo le perseguí y le llevé a la Cuarenta y uno. Era un gigante, quizás medía metro noventa y cinco, y más gordo que yo. Todo músculo. Mientras escribo la multa, hago una comprobación a través de la radio. Resulta que hay orden de prisión contra él por infracción del código de circulación.
– Caramba -dijo Nate, ahora todo oídos-. ¿Tuviste que luchar con él?
– Cuando le digo que hay esta orden, va y me dice: «Lo siento, hombre. Porque no voy a ir a la cárcel.» Con toda la frescura. Después retrocede como si estuviera dispuesto a abalanzarse sobre mí.
– Maldita sea -dijo Odell.
– Entonces se me ocurre una idea. Me acerco al coche de la policía y digo por radio en voz alta:
– Uno-X-L-Cuarenta y cinco solicita una ambulancia en Cuarenta y Uno y Avalon.
»El lechuguino gigante mira a su alrededor y me pregunta:
»-¿Para qué la ambulancia?
»Y yo le contesto:
»-Es para ti si no subes a este coche, sinvergüenza.
«Entonces subió al coche y a medio camino de la cárcel empieza a reírse y después estalla en carcajadas.
»-Hombre -me dice-, me has tomado el pelo. Es la primera vez que me río cuando voy a la cárcel.
– Caramba, Bumper -dijo Odell-. Eres extraordinario. Caramba.
Después ambos se alejaron riendo a atender a los clientes.
Me terminé la carne y mojé en la salsa el último pan que me quedaba, pero ahora no me sentía feliz. De hecho me sentía deprimido entre tanta gente y con la camarera trajinando y con el rumor de platos; por eso me despedí de Nate y Odell. No podía darles propina a ellos, aunque me hubieran servido personalmente, por eso le di a Nate dos dólares mientras le decía:
– Dáselos a Trudy. Dile que es una propina anticipada por lo bien que va a servirme cuando tome una mesa en su sección.
– Se lo diré, Bumper -contestó Nate sonriendo mientras yo saludaba con la mano y me dirigía hacia la puerta eructando.
Mientras estaba intentando leer la temperatura en el termómetro de una empresa de ahorros y préstamos, vi la hora que era por encima de una marquesina. Era la una y media, hora de la tarde en que siempre se reúne el tribunal. ¡Había olvidado que esta tarde tenía que asistir a una vista preliminar!
Maldije para mis adentros mientras me dirigía a las nuevas dependencias del juzgado municipal en el Sunset, cerca de la plaza de la Misión Antigua y después aminoré la marcha pensando, qué demonio, es la última vez que asisto a un juicio estando de servicio. Es posible que me llamen a declarar cuando me haya retirado, pero ésta será la última vez que lo hago estando de servicio y en veinte años nunca había llegado con retraso. Qué demonios, aminoré la marcha y me dirigí con toda tranquilidad al juzgado.
Pasé frente a uno de los bares indios de la calle Main y vi a dos chulos borrachos a punto de atizarse mientras se dirigían a una calleja de atrás empujándose el uno al otro y gritando. Conocía a muchos payutes y apaches y a muchos otros de las otras tribus del Sudoeste porque muchos de ellos iban a parar aquí, por la zona de mi ronda. Pero resultaba deprimente estar con ellos. Se les veía tan derrotados a los que acababan en la calle Main que de vez en cuando me alegraba de verles pelear. Por lo menos eso me demostraba que podían luchar un poco contra algo, aunque fuera simplemente un hermano de tribu borracho. Cuando llegaban a mi ronda estaban acabados y a veces incluso mucho antes de venir a parar aquí. Se convertían en borrachos y muchas de las mujeres en gordas prostitutas de a cinco dólares. Hubiera deseado recogerles, sacudirles, enviarles a alguna parte, pero parecía que los indios no deseaban ir a ninguna parte. Eran un pueblo desahuciado y abandonado. Un viejo policía de ronda me dijo que podían partirte el corazón si les dejabas.
Vi a una familia de gitanos que se dirigía a un viejo Pontiac herrumbroso que se encontraba en un aparcamiento cercano a la Main y la Tercera. La madre era una mujer encorvada, desaliñada y sucia, con pendientes colgantes, una blusa campesina y una falda de mucho vuelo que le colgaba más de un lado que de otro por debajo de las rodillas. El hombre la precedía. Era diez centímetros más bajo y muy delgado, debía tener aproximadamente mi edad. Un rostro muy oscuro sin afeitar se volvió hacia mí y entonces le reconocí. Solía andar por el centro y trabajar con una gitana y a veces con una bruja jamaicana. Probablemente debía ser su amante, pero en estos momentos no podía recordar qué cara tenía. Le seguían tres niños: una sucia y bonita adolescente vestida igual que su madre, un chiquillo de unos diez años y una muñequita de cabellos muy rizados que debía tener aproximadamente cuatro años y que también vestía como su madre.
Me pregunté en qué tipo de enredo debían estar trabajando en estos momentos y quise recordar su nombre, pero no pude y me pregunté si él se acordaría de mí. Aunque estaba llegando tarde al juzgado, me aproximé al bordillo.
– Oye, espera un momento -le grité.
– ¿Qué, qué, qué? -dijo el hombre-. Oficial, ¿qué pasa? Un gitano. No soy más que un gitano. Usted me conoce, ¿verdad, oficial? Hablé con usted una vez, ¿verdad? Vamos de compras, oficial. Yo y mis niños y la madre de mis niños.
– ¿Dónde están los paquetes? -le pregunté, y él cerró los ojos a causa del fuerte sol y miró al interior del coche por el lado del pasajero. Toda su familia aparecía en fila mirándome.
– No hemos visto nada que nos gustara, oficial. No tenemos mucho dinero. Tenemos que andar con cuidado.
Hablaba con las manos, las caderas, todos sus músculos, especialmente los doce que debían mover su móvil rostro, en expresiones de esperanza y desesperación y honradez. Menuda honradez.
– ¿Cómo te llamas?
– Marcos. Ben Marcos.
– ¿Pariente de George Adams?
– Claro. Era mi primo, Dios le tenga en su Gloria.
Me eché a reír en voz alta porque todos los gitanos con quienes había hablado en los veinte años que llevaba de servicio siempre afirmaban que eran primos del fallecido rey gitano.
– Le conozco a usted, ¿verdad, oficial? -me preguntó sonriendo porque yo me había reído y a mí no me apetecía marcharme porque me gustaba escuchar la curiosa cadencia del lenguaje gitano y me gustaba contemplar, sus cochambrosos hijos, que eran extraordinariamente guapos y me preguntaba por centésima vez si un gitano podía ser honrado tras varios siglos de vivir según un código que alababa el fraude y la trampería y el robo a todo el mundo excepto a los demás gitanos. Entonces me entristecí porque siempre había deseado conocer de verdad a los gitanos. Sería la amistad más difícil que jamás lograra, pero la tenía en la lista de cosas que deseaba conseguir antes de morir. Conocía a un jefe de tribu que se llamaba Frank Serna y una vez acudí a su casa de Lincoln Heights y cené en compañía de todo un tropel de parientes suyos, pero como es natural no hablaron de las cosas que suelen hablar entre ellos y pude adivinar por los nerviosos chistes que contaban que a la tribu le resultaba muy insólito tener a un forastero en casa, y especialmente a un policía. De todos modos, Frank me pidió que volviera y cuando dispusiera de tiempo procuraría romper el círculo y ganarme un poco su confianza porque había secretos de los gitanos que tenía interés en conocer. Pero jamás podría hacerlo sin ser policía, porque sólo me los contarían si pensaban que podía beneficiarles, pues todos los gitanos vivían siempre en guerra constante con la policía. Ahora ya era tarde, porque no sería policía, y jamás conseguiría enterarme de los secretos de los gitanos.
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