– Hola, cariño, ¿te gustaría una en rueda o una de tres caballos hoy?
Charlie se echó a reír y colgó el teléfono, regresamos al coche y nos dirigimos a la casa aparcando frente a la misma.
Cuando llegamos al segundo piso, Fuzzy estaba calmando a la encolerizada propietaria que se quejaba de la rotura de la puerta, que Nick procuraba mantener cerrada para conseguir un poco de reserva. En el interior del apartamento se hallaba sentada en un sofá una muchacha agraciada de cabello oscuro llorando a lágrima viva.
– Hola, Reba -dijo Charlie sonriendo mientras entrábamos y mirábamos a nuestro alrededor.
– Hola, señor Bronski -dijo ella llorosa, sosteniendo en las manos el segundo pañuelo empapado de lágrimas.
– El juez te advirtió la última vez, Reba -dijo Charlie-. Va a ser la tercera vez que te condenan por apuestas ilegales. Te dijo que te echaría los seis meses que no te aplicaron. Es posible incluso que te apliquen, además, una sentencia consecutiva.
– Por favor, señor Bronski -gimoteó ella echándose boca abajo sobre el sofá y sollozando con tanta fuerza que temblaba todo el sofá.
Vestía una elegante blusa de punto y una falda y lucía una banda azul a juego alrededor de su cabello oscuro. Sus bonitas piernas aparecían ligeramente manchadas de pecas. Era una chica muy guapa, muy irlandesa.
Charlie me acompañó al coquetón y perfumado dormitorio en el que se encontraba el teléfono. Reba había borrado la mitad de las apuestas que había anotado en una pizarra de treinta por cuarenta centímetros, pero las demás aparecían intactas. En el suelo se observaba un paño húmedo, junto a la pizarra y al teléfono caído.
– Apuesto a que habrá vuelto a mojarse las bragas esta vez -dijo Charlie sonriendo mientras examinaba los números y las x de la pizarra que indicaban el hipódromo, las carreras, la posición de handicap, y la cantidad a ganar, colocar o invertir. La identificación del apostante aparecía escrita al lado de las apuestas. Observé que un tal K. L. había efectuado muchas apuestas, probablemente justo antes de que Charlie llamara.
– Vamos a exprimirla -me susurró Charlie-. Tú creías que Zoot era un cobarde; espera a escuchar a esta mujer. Una verdadera chiflada.
– Adelante -le estaba diciendo Nick a alguien por teléfono cuando regresamos al salón. Fuzzy le estaba diciendo educadamente que sí con la cabeza a la propietaria, al tiempo que la sacaba fuera y cerraba la puerta rota colocando una silla frente a la misma.
– Exacto. Ya lo tengo -dijo Nick, colgando.
Instantes después volvió a sonar el teléfono.
– Hola -dijo Nick-. Muy bien. Adelante-. A cada muy pocos segundos murmuraba-: Sí -y anotaba las apuestas-. Ya lo he anotado.
Después colgaba.
– Nick está tomando algunas apuestas para fastidiar a Scalotta -me explicó Charlie-. Es posible que alguno de estos tipos ganen o es posible que se enteren de que Reba ha sido descubierta y entonces afirmarán que han hecho una apuesta y no podrá demostrarse que no es verdad, por lo que Scalotta tendrá que pagarles o bien perder los clientes. Así es como conseguimos la mayoría de informaciones, a través de los apostantes descontentos. No es frecuente que se nos presente en bandeja a un corredor de apuestas como Zoot Lafferty, dispuesto a jugarse el pan.
– Señor Bronski, ¿puedo hablar con usted? -dijo Reba sollozando mientras Nick y después Fuzzy iban contestando al teléfono y anotando las apuestas.
– Vamos a la otra habitación -dijo Charlie, y ambos seguimos a Reba al dormitorio; ella se sentó en la blanda y enorme cama y se secó las lágrimas.
– No tengo tiempo para tonterías, Reba -dijo Charlie-. No estás en condiciones de hacer tratos. Tenemos la sartén por el mango.
– Ya lo sé, señor Bronski -repuso ella aspirando hondo-. No voy a decirle tonterías. Quiero trabajar para usted. Le juro que haré lo que me diga. Pero, por favor, no me detenga por tercera vez. Este juez Bowers es un bastardo. Me dijo que si infringía la libertad provisional me metería en la cárcel. Por favor, señor Bronski, usted no sabe lo que es aquello. No podría cumplir los seis meses. No podría soportar siquiera seis días. Me mataría.
– ¿Quieres trabajar para mí? ¿Y qué podrías hacer?
– Cualquier cosa. Conozco un número de teléfono. Dos números. Podría descubrir otros dos sitios igual que éste. Le daré los números.
– ¿Y cómo los sabes?
– No soy tonta, señor Bronski. Escucho y me entero de cosas. Cuando están borrachos o eufóricos me hablan, igual que todos los hombres.
– ¿Te refieres a Red Scalotta y a sus amigos?
– Por favor, señor Bronski, le daré los números pero no puede usted meterme en la cárcel.
– No es suficiente, Reba -dijo Charlie sentándose en una silla tapizada en raso color violeta al lado de un desordenado tocador. Encendió un cigarrillo mientras Reba miraba a Charlie y a mí con la frente arrugada y mordiéndose el labio-, esto no es suficiente en absoluto -dijo Charlie.
– ¿Qué quiere usted, señor Bronski? Haré todo lo que me diga.
– Quiero el despacho clandestino -dijo Charlie con soltura.
– ¿Qué?
– Quiero uno de los despachos clandestinos de Red Scalotta. Nada más. Quédate con los números de teléfono que sabes. Si tomamos demasiado de golpe, te quemarás y yo quiero que sigas trabajando por cuenta de Red. Pero quiero el despacho clandestino. Creo que tú puedes ayudarme.
– Dios mío, señor Bronski. Oh, Madre de Dios, estas cosas yo no las sé, se lo juro. ¿Cómo podría saberlas? Yo me limito a contestar llamadas telefónicas. ¿Cómo podría saberlas?
– Eres la amiga de Red.
– ¡Red tiene otras amigas!
– Pero tú eres una amiga especial . Y eres inteligente. Escucha.
– Estas cosas no las sé, señor Bronski. Se lo juro por Dios y por Su Madre. Se lo diría si lo supiera.
– Toma un cigarrillo -dijo Charlie, y colocó uno en la temblorosa mano de Reba.
Se lo encendió y ella levantó la mirada como un conejito acorralado, se atragantó con el humo, aspiró hondo y después inhaló por el conducto apropiado. Charlie la dejó fumar unos instantes. La tenía lista, que es lo que él quería, y no hubiera debido esperar. Pero estaba claro que era una loca y cuando se trata con chiflados hay que improvisar. Dejaba que se tranquilizara y recuperara un poco la confianza. Aunque fuera durante un minuto.
– No protegerías a Red Scalotta si ello significara que tienes que acabar en la cárcel, ¿verdad, Reba?
– Pues claro que no, señor Bronski, no protegería ni a mi madre si significara eso.
– ¿Recuerdas la vez que te detuve? ¿Recuerdas que hablabas de aquellas vellosas lesbianas que te encontraste en la cárcel? ¿Recuerdas lo asustada que estabas? ¿Te molestó alguna de ellas?
– Sí.
– ¿Dormiste en la cárcel?
– No, me pagaron la fianza.
– ¿Y qué sucederá cuando te apliquen los seis meses, Reba? Entonces tendrás que dormir en la cárcel.
– Bueno, ¿y qué pasa con ello?
– Ya tendrás ocasión de verlo, muchacha. Ya verás…
– Aborrezco la cárcel, señor Bronski -dijo ella, estremeciéndose.
– Escucha, Reba, yo comprendo muy bien tus sentimientos. Y espero que sean sinceros. Siempre he creído que, en el fondo, eres una buena chica… Por esto pierdo ahora el tiempo contigo hablando. ¡Maldita sea! La cárcel no se ha hecho para según qué personas. Y una mujer como tú, allí dentro, está expuesta… Bueno, ¡ejem!, está indefensa, a la merced de toda clase de mujeres viciosas, acostumbradas a todo. ¡A todo! ¿Me entiendes? Y luego, están las drogas. Y puede llegar un día en que ya ni te soportes a ti misma. Sí, créeme, Reba. Sé buena chica y cuéntame todo lo que sepas. Esto te evitará males mayores.
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