Cuando llegué al despacho del comandante de guardia, el teniente Hilliard se encontraba sentado junto a su escritorio leyendo los editoriales de los periódicos de la mañana, sus miles de arrugas eran más pronunciadas que de costumbre, y se le veía tan malhumorado como siempre que leía cartas al director criticando a la policía o bien chistes que atacaban a la policía. Sin embargo nunca dejaba de leerlos a pesar de que no dejara de refunfuñar.
– Hola, Bumper -dijo, levantando los ojos-. Uno de los oficiales de represión del vicio te espera en su despacho. ¿Es algo de un corredor de apuestas que detuviste?
– Ah, sí, uno de mis informantes le facilitó ayer algunos datos. Supongo que Charlie Bronski querrá hablar conmigo de eso.
– ¿Vas a detener a un negociante en apuestas, Bumper? -me preguntó Hilliard, sonriendo.
En sus tiempos había sido un policía extraordinario. Lucía siete tiras de servicio en el antebrazo izquierdo y cada una de ellas equivalía a cinco años. Sus finas manos eran nudosas y cubiertas de salientes venas azules. Ahora sufría de los huesos y caminaba con la ayuda de un bastón.
– Soy oficial de patrulla. No puedo hacer trabajo de represión de vicio. No tengo tiempo.
– Si tienes algo que hacer con Bronski, adelante y pon manos a la obra. Tanto si se trata de asunto de represión de vicio como si no, todo es trabajo de policía. Además, nunca he visto a demasiados policías uniformados que hayan conseguido detener a un negociante en apuestas ilegales. Es la única clase de detención que no me has hecho nunca, Bumper.
– Veremos qué puede hacerse, teniente -dije sonriendo, y le dejé refunfuñando con los editoriales, un viejo que ya tendría que hacer años que se hubiera arrancado el broche. Llevaba aquí demasiado tiempo. Ya no podía marcharse: se moriría. Y tampoco podía trabajar, por lo que se limitaba a permanecer sentado y a hablar del trabajo de policía con otros individuos como él que creían que aquél consiste en meter a muchos sujetos en la cárcel y que todos los restantes deberes son secundarios. A los oficiales jóvenes les daba miedo acercarse al despacho del comandante de guardia cuando él estaba dentro. He visto a algunos novatos que llaman a un sargento al pasillo para que les apruebe un informe y no tener que llevárselo al teniente Hilliard. Éste exigía perfección, sobre todo en los informes. Nadie exigía jamás tal cosa de los jóvenes policías que eran niños de televisión y que ni en toda su vida hubieran podido hacerlo. Por esta razón era evitado generalmente por parte de los hombres que mandaba.
Cuando yo entré Charlie Bronski se encontraba en su despacho con otros dos oficiales de represión.
– ¿Qué sucede, Charlie? -le pregunté.
– Hemos tenido una suerte increíble, Bumper. Hemos comprobado el número telefónico y corresponde a un apartamento de Hobart cerca de la calle Octava, y Red Scalotta anda mucho por la calle Octava cuando no está en su restaurante de Wilshire. Apuesto a que el número que le sacaste a Zoot va directamente al apartamento de Reba McClain tal como yo esperaba. Siempre está cerca de Red, aunque nunca demasiado. Red lleva treinta años felizmente casado y tiene una hija en Stanford y un hijo que estudia medicina. Es la sal de la tierra el muy cerdo.
– El año pasado entregó nueve mil dólares a dos iglesias distintas de Beverly Hills -dijo otro de los oficiales de represión del vicio que parecía un gamberro con el cabello que le llegaba hasta el cuello y una barba y un sombrero flexible con insignias de la paz y de drogas. Lucía una camisa de tejido grueso y parecía un típico buscador de homosexuales de la calle Main.
– Y Dios le devuelve el ciento por uno -dijo el otro oficial, Nick Papalous, un sujeto de aire melancólico, de pequeños y blancos dientes. Nick llevaba unos grandes bigotes a lo Zapata, y patillas, y lucía una camisa floreada en tonos anaranjados. Yo había trabajado con Nick en distintas ocasiones antes de que le trasladaran a represión del vicio. Para ser tan joven, era un buen policía.
– Parecía que te interesaba mucho detener a un negociante en apuestas, Bumper; por eso he pensado que te gustaría venir con nosotros. No va a tratarse de ningún despacho clandestino, pero es posible que nos conduzca a uno, gracias a tu amigo Zoot. ¿Qué dices, quieres venir?
– ¿Tengo que vestirme de paisano?
– Si no quieres, no. Nick y Fuzzy van a echar la puerta abajo. Tú y yo podríamos interceptar la llamada en la cabina telefónica de la esquina. El uniforme no nos molestará para nada.
– Muy bien, vamos -dije impaciente por actuar y satisfecho de no tener que quitarme el uniforme-. Nunca he intervenido en una detención de represión del vicio.
– Yo me encargaré de la puerta -dijo Nick, sonriendo-. Fuzzy mirará por la ventana y os vigilará a ti y a Bumper en la cabina telefónica de la esquina. Cuando hayáis interceptado una apuesta, Fuzzy verá vuestra señal, me hará una seña y yo echaré la puerta abajo.
– Tendrá que ser un buen puntapié, ¿verdad, Nick, con estos zapatos tan finos de suela de goma que lleváis?
– No me costará mucho, Bumper -repuso Nick, sonriendo-. Claro que podría usar estos zapatones tuyos del doce.
– Trece -dije yo.
– Ojalá pudiera echar abajo la puerta -dijo Fuzzy-. Nada me encanta más que echar una puerta abajo al estilo John Wayne.
– Dile a Bumper por qué no puedes, Fuzzy -dijo Nick, sonriendo.
– Tengo una torcedura en el tobillo y un tendón lesionado -dijo Fuzzy cojeando ante mí para demostrármelo-. He estado dos semanas fuera de servicio.
– Dile a Bumper cómo sucedió -dijo Nick sin dejar de sonreír.
– Un horrible homosexual -dijo Fuzzy quitándose el sombrero de ala ancha y echándose hacia atrás el cabello rubio-. Tuvimos una denuncia acerca de ese homosexual que suele ir a la biblioteca central y acosa a todos los jóvenes que ve.
– Un tipo fornido -dijo Charlie-. Casi tan pesado como tú, Bumper. Y fuerte.
– ¡Maldita sea! -exclamó Fuzzy sacudiendo la cabeza y poniéndose serio a pesar de que Nick no dejaba de sonreír-. ¡Debieras haber visto los brazos de ese animal! Sea como fuere, me escogieron a mí para trabajarle, claro.
– Porque eres muy guapo, Fuzzy -dijo Charlie.
– Sí. En fin, me fui para allá a eso de las dos de la tarde y estuve esperando un rato, y allí estaba él junto al roble. Durante un par de minutos casi no supe cuál era el árbol, de lo ancho que es el tipo. Y te juro que en mi vida había visto a un marica más bruto, porque lo único que hice fue acercarme y decirle «Hola». Nada más, te lo juro.
– Vamos, Fuzzy, le guiñaste el ojo -dijo Charlie guiñándomelo a mí.
– Estúpido -dijo Fuzzy-. Te juro que sólo le dije «Hola, Brucie», o algo así, y esa bestia va y me agarra. ¡Me agarra! ¡Y me abraza! ¡Me inmovilizó los brazos! ¡Me quedé de una pieza, te lo digo en serio! Después empezó a restregarme arriba y abajo contra su grueso vientre, diciéndome «Eres precioso, eres precioso, eres precioso».
Fuzzy se levantó y empezó a agacharse y levantarse con los brazos a lo largo de los costados y ladeando la cabeza.
– Así estaba yo -dijo Fuzzy-. Saltando como una maldita muñeca de trapo, y entonces le dije: «E-e-e-está u-u-u-usted de-e-e-te-nido-do» y entonces dejó de quererme y me preguntó: «¿Qué?». Y yo le contesté: «¡Que está usted detenido, marica gordo/» Y él va y me tira. ¡Me tira! Y yo bajé rodando por la pendiente y fui a dar contra los peldaños de hormigón. ¿Y sabes qué sucede entonces? ¡Aquí, mi compañero, le deja escapar! Afirma que no pudo cogerle y el tipo no podía correr más que un caimán preñado. ¡Mi valiente compañero!
– Es que Fuzzy aprecia mucho a ese tipo -dijo Charlie, sonriendo-. Intenté cogerle, en serio, Fuzzy-. Y después añadió dirigiéndose a mí-: Creo que Fuzzy se enamoró. Quería el número de teléfono del gordo.
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