De todos modos Herb había transgredido las normas policiales al golpear al borracho y él lo sabía, lo cual nos evitó probablemente que nos enzarzáramos en una pelea allí mismo en la Sexta Este. Y no estoy seguro de que no hubiera acabado cambiándome la regordeta cara con aquellos guantes de castigo, porque Herb era un ex-luchador y un bastardo muy duro.
– No se te ocurra volverlo a hacer -me dijo mientras metíamos a Judías más al fondo y cerrábamos la portezuela.
– No lo haré si no vuelves a golpear a un borracho cuando trabajes conmigo -contesté con indiferencia, pero me sentía tenso y nervioso, dispuesto a atacar e incluso pensando en la posibilidad de abrir la pistolera, porque Herb tenía un aspecto muy peligroso en aquel momento y nunca se sabe las locuras que puede cometer un hombre armado. Era uno de estos sinvergüenzas que llevaba un arma escondida de más y se jactaba de que, si alguna vez mataba a alguien que no hubiera debido, colocaría el arma junto al cadáver y afirmaría después que lo había hecho en defensa propia. La situación quedó interrumpida gracias a una llamada de radio, yo respondí a la misma y terminamos la noche en silencio. A la noche siguiente Herb pidió ser trasladado a un coche-radio porque él y yo teníamos un «conflicto de personalidades».
Cuando Herb fue trasladado poco después a la sección de represión del vicio y fue despedido, me olvidé de todo el incidente hasta que volví a recordarlo cosa de un año después en la Main Street al tropezarme de nuevo con Judías. Aquella noche me enzarcé en una pelea con dos individuos que estaban timando a un viejo. Yo me encontraba en el interior de una casa de empeño y les observé a través de los gemelos mientras le timaban quinientos dólares.
Eran dos lechuguinos jóvenes y el más alto de ellos, un tipo de cara recia y un cuello de cuarenta centímetros, me estaba haciendo pasar un mal rato a pesar de que ya le había roto un par de costillas con la porra. No podía acabarle porque el otro se me subía a la espalda, me daba puntapiés y me mordía, hasta que corrí de espaldas y fui a dar contra un coche v una pared de ladrillo teniéndole a él en mis espaldas. Lo hice un par de veces y él no se soltó, pero entonces alguien del grupo de unas veinte personas que contemplaban la escena gozando de la pelea, se acercó, agarró al más pequeño y le inmovilizó en la acera hasta que yo acabé con el más alto golpeándole la nuez con la porra.
El otro se rindió en seguida y yo les esposé juntos y vi que mi auxiliador había sido el viejo borracho de Judías que entonces se hallaba sentado en el suelo vomitando, con un ojo que le sangraba a causa del golpe que le había propinado el más bajo de los lechuguinos. A cambio le regalé a Judías un par de billetes de diez dólares y le rogué al ayudante del capitán que ordenara imprimir un bonito certificado de elogio de Judías por su buen comportamiento ciudadano. Mentí como es natural, y afirmé que Judías era un respetable hombre de negocios que vio la pelea y acudió en mi ayuda. No podía decirles que era un borracho perdido porque es posible que en este caso no hubieran querido hacerlo. Lo enmarcaron muy bien y figuraba en el mismo el verdadero nombre de Judías, que ahora mismo no hubiera podido recordar ni que me mataran. Se lo entregué la próxima vez que lo encontré en la Sexta Este y me pareció que le había gustado mucho.
Mientras lo recordaba, pensé en llamarle para preguntarle si aún lo guardaba, pero me imaginaba que habría vendido el marco para poder comprarse una botella de vino y debía haber empleado el certificado para tapar los agujeros de los zapatos. Siempre es mejor no hacerle demasiadas preguntas a la gente y no llegar a conocerla demasiado. De esta manera se evita uno decepciones. De todas maneras, Judías se encontraba ahora a media manzana de distancia y avanzaba tambaleándose calle abajo acunando la botella de vino bajo el pringoso abrigo.
Tomé las gafas de sol que guardaba detrás del visor del coche y empecé mi recorrido de vigilancia por las calles procurando tranquilizarme aunque en realidad me sentía demasiado inquieto para poder relajarme. Decidí no esperar y acercarme a la escuela para ver a Cassie, que vendría pronto tal como siempre hacía los jueves. Sentiría lo mismo que yo, que todo lo que hacía estos días en la escuela lo hacía por última vez. Pero ella por lo menos sabía que podría hacer cosas análogas en otra escuela.
Aparqué delante y recibí algunas reprimendas de los alumnos por haber aparcado el blanco-y-negro en zona prohibida, pero a bueña hora iba yo a acercarme al aparcamiento de la escuela. Cassie no se encontraba en su despacho cuando entré, pero como lo tenía abierto, me senté junto al escritorio para esperarla y encendí un puro.
El escritorio era exactamente igual que la mujer que lo manejaba: elegante y pulcro, interesante y femenino. Había en uno de los ángulos un cenicero de forma extraña que ella había comprado en no sé qué tienda de viejo del Oeste de Los Ángeles. Había también un pequeño y delicado jarrón oriental pintado con un ramillete de violetas que se estaban marchitando y que Cassie sustituiría nada más llegar. Bajo la cubierta de plástico del papel secante Cassie había colocado una selección de retratos de personajes que admiraba, sobre todo poetas franceses. Cassie era muy experta en poesía y quiso durante algún tiempo enseñarme algo al respecto, pero al final se convenció de que mi imaginación no resulta apropiada para la poesía. Mis lecturas se limitan a la historia y a los nuevos métodos de llevar a cabo la labor de policía. Me gustaba un poema que Cassie me había mostrado acerca de unos lanudos corderos, unos pastores y unos perros salvajes. Éste lo comprendí muy bien.
Se abrió la puerta y entraron riéndose Cassie y otra profesora, una curvilínea muchacha con falda mini color de rosa.
– ¡Oh! -dijo la otra-. ¿Quién es usted?
El uniforme azul la había sorprendido. Me encontraba sentado en el cómodo sillón de Cassie tapizado en cuero.
– Soy la Bonita Pastora -dije dando una chupada al puro y dirigiéndole una sonrisa a Cassie.
– A saber qué habrás querido decir -comentó Cassie sacudiendo la cabeza, posando sobre el escritorio un montón de libros y dándome un beso en 3a mejilla para asombro de su amiga.
– Usted debe ser el novio de Cassie -se rió la amiga al comprenderlo súbitamente-. Soy Maggie Carson.
– Encantado de conocerla, Maggie. Yo soy Bumper Morgan -repuse, siempre contento de conocer a una mujer, sobre todo a una joven de las que te estrechan la mano con firmeza y amabilidad.
– Ya había oído hablar del amigo policía de Cassie, pero me ha sorprendido ver aquí de repente un uniforme.
– Todo el mundo se echa a temblar, Maggie -dije yo-. Dígame, ¿qué ha hecho usted de malo que se inquieta cuando ve un uniforme?
– Vamos, Bumper -me dijo Cassie, sonriendo.
Yo me encontraba de pie y ella me había tomado del brazo.
– Les dejo solos -dijo Maggie, guiñando un ojo tal como había visto hacer en cientos de estúpidas películas de amor.
– Buena chica -dije cuando Maggie hubo cerrado la puerta y tras haber besado a Cassie cuatro o cinco veces.
– Anoche te eché de menos -dijo Cassie apretada contra mí.
Olía muy bien y el vestido amarillo sin mangas le sentaba a las mil maravillas. Tenía los brazos bronceados y llevaba el cabello suelto hasta la altura de los hombros.
– ¿Aún sigue en pie la cita que tienes para la cena de esta noche?
– Me temo que sí -murmuró ella.
– Pasado mañana dispondremos de todo el tiempo que queramos para estar juntos.
– ¿Crees que alguna vez dispondremos de todo el tiempo que queramos?
– Te hartarás de verme tanto por la casa.
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