– ¿Por qué me hace eso, señor Bronski? -preguntó Reba empezando a sollozar de nuevo. Arrojó el cigarrillo sobre la alfombra y yo lo recogí y lo apagué-. ¿Por qué a los hombres les gusta hacer daño? ¡Todos hacen daño!
– ¿Red te hace daño? -le preguntó Charlie tranquilamente, sudando un poco mientras encendía otro cigarrillo sirviéndose de la colilla del que acababa de fumarse.
– ¡Sí! ¡Me hace daño! -gritó ella, y Fuzzy asomó la cabeza por la puerta para ver a qué venían los gritos, pero Charlie le indicó con un gesto que se fuera mientras Reba sollozaba.
– ¿Te hace cosas horribles? -preguntó Charlie, y ella estaba demasiado histérica para comprender que le estaba hablando como si fuera una niña de diez años.
– ¡Sí, el muy bastardo! Es un bastardo monstruoso. ¡Me hace daño! ¡Le gusta hacer daño! ¡El cochino monstruo!
– Apuesto a que te obliga a hacer cosas con lesbianas -dijo Charlie mirándome, y comprendí entonces que le había adiestrado bien. No era un tipo que se quedara a la mitad de las cosas.
– Me obliga a hacerlo, señor Bronski -dijo Reba-. No me gusta, le juro que no. Aborrezco hacerlo con una mujer. No me han educado así. Es un pecado terrible hacer estas cosas.
– Apuesto a que tampoco te gusta trabajar para él. Te molesta estar sentada junto al teléfono contestando a las llamadas, ¿verdad?
– Me molesta , señor Bronski. Lo aborrezco . Es tan tacaño. No quiere darme dinero para nada. Siempre me obliga a ganármelo trabajando. Tengo que hacer esto con ellas tres noches a la semana. Y tengo que quedarme sentada en esta maldita habitación para contestar a estas malditas llamadas y sé que en cualquier momento un policía puede echar abajo la puerta y llevarme a la cárcel. Por favor, ayúdeme, señor Bronski.
– Entonces deja de protegerle -repuso Charlie.
– Me matará, señor Bronski -dijo Reba, abriendo mucho sus bonitos ojos color violeta y ensanchando las ventanas de la nariz. Se veía que estaba muy asustada.
– No te matará, Reba -dijo Charlie tranquilizándola-. No se enterará de que has sido tú. Nunca sabrá que me lo has dicho. Fingiremos que nos lo ha dicho otra persona.
– No lo sabe nadie más -susurró ella con la cara blanca como la cera.
– Nosotros lo arreglaremos, Reba. No te preocupes, sabemos proteger a las personas que nos ayudan. Fingiremos que lo ha hecho otra persona. Te prometo que nunca sabrá que has sido tú.
– Dígame que jura ante Dios que me protegerá.
– Juro ante Dios que te protegeré.
– Dígame que jura ante Dios que no iré a la cárcel.
– Tenemos que detenerte, Reba. Pero ya sabes que Red te pagará la fianza al cabo de una hora. Cuando llegue el momento del juicio, iré a hablar personalmente con el juez Bowers y no irás a la cárcel por haber infringido la libertad provisional.
– ¿Está completamente seguro de eso?
– Estoy casi completamente seguro, Reba. Mira, hablaré personalmente en tu favor. Los jueces siempre están dispuestos a darle a la gente otra oportunidad, tú ya lo sabes.
– ¡Pero es que este juez Bowers es un bastardo!
– Estoy completamente seguro, Reba. Podremos arreglarlo.
– ¿Tiene otro cigarrillo?
– Primero hablemos. No tengo más tiempo que perder.
– Si lo descubre, soy persona muerta. Mi sangre caerá sobre usted.
– ¿Dónde está el despacho clandestino?
– Sólo lo sé porque escuché a Red una noche. Fue después que se hubo divertido cochinamente conmigo y una chica que se llama Josie, que él se trajo consigo. Era tan morbosa y cochina como Red. Y se trajo también a un tipo, un judío que se llamaba Aaron no sé qué.
– ¿Un tipo calvo, bajo, con gafas y bigote gris?
– Sí, ése es -repuso Reba.
– Me han hablado de él -dijo Charlie, que comenzó a removerse en el asiento porque estaba empezando a comprender algo y yo también empezaba a comprenderlo, aunque no sabía quién demonios era aquel Aaron.
– Bueno, este Aaron nos estuvo mirando a Josie y a mí y cuando Red se metió en la cama con nosotras, éste le dijo a Aaron que se fuera al salón y se tomara un trago. Red estaba muy excitado aquella noche, pero no se portó mal por lo menos. No me hizo daño. ¿Puede darme un cigarrillo, señor Bronski?
– Toma -dijo Charlie con la mano no del todo firme, lo cual está bien porque significa que la buena información aún podía emocionarle.
– Sabe bien -dijo Reba dando una profunda chupada al cigarrillo-. Después Red mandó llamar un taxi para Josie y la envió a casa y él y Aaron empezaron a hablar y yo me quedé en la alcoba. Se creían que estaba dormida, pero, tal como le digo, no soy tonta, señor Bronski, y siempre escucho y procuro enterarme de cosas. Aaron no hacía más que hablar de la «lavandería», y al principio yo no le entendía, aunque sabía que Red se estaba disponiendo a trasladar uno de sus despachos clandestinos. Y aunque no lo he visto nunca, ni éste ni los otros, sabía de ellos a través de corredores y de gente del negocio. Aaron se estaba preocupando por la puerta de la lavandería y yo me imaginé que debía tratarse de que la puerta del despacho estaba demasiado próxima a la puerta de la lavandería y Aaron estaba procurando convencer a Red para que pusiera otra puerta en la parte de atrás que diera a una calleja, pero Red decía que resultaría demasiado sospechoso. Eso fue lo que escuché, y después un día Red me acompañó a cenar a su club y me dijo que tenía que pararse para recoger una ropa limpia y aparcó ante un sitio junto a la Sexta y Kenmore y entró por una puerta lateral y salió al poco rato diciéndome que la ropa no estaba lista. Entonces vi el rótulo en la ventana. Era una lavandería china.
Reba dio dos profundas chupadas al cigarrillo emitiendo el humo de una de ellas por la nariz mientras daba la segunda.
– Eres una chica lista, Reba -dijo Charlie.
– Tiene que protegerme, señor Bronski. No tengo más remedio que vivir con él, y si se entera, moriré. Moriré de mala manera, de mala manera auténtica, señor Bronski. Me contó una vez lo que le había hecho a una chica que le engañó. Fue hace treinta años, y hablaba como si hubiera sucedido ayer, de cómo gritaba y gritaba la chica. Fue tan horroroso que me hizo llorar. ¡Tiene que protegerme!
– Lo haré, Reba. Te lo prometo. ¿Sabes la dirección de la lavandería?
– La sé -dijo, asintiendo-. Había unos despachos o algo así en el segundo piso, quizás unas oficinas comerciales, y había un tercer piso, pero no figuraba ningún rótulo en las ventanas.
– Buena chica, Reba -dijo Charlie sacando por primera vez el cuaderno y el lápiz ahora que ya no tenía que temer que sus anotaciones interrumpieran la corriente del interrogatorio.
– Charlie, dame las llaves -dije-. Será mejor que vuelva a la patrulla.
– Muy bien, Bumper, me alegro de que hayas venido -me dijo Charlie arrojándome las llaves-. Déjalas debajo del visor. ¿Sabes dónde aparcamos?
– Sí, hasta luego.
– Ya te contaré lo que haya sucedido, Bumper.
– Adiós, Charlie. Adiós, nena -le dije a Reba.
– Adiós -repuso ella, agitando los dedos en dirección a mí como una niña pequeña.
Era estupendo regresar a la Casa de Cristal con el coche de represión del vicio por el acondicionamiento de aire de que éste disponía. Algunos de los blanco-y-negro nuevos también disponían de ello, pero yo todavía no los había visto. Encendí la radio, sintonicé una música suave y encendí un puro. Vi la temperatura que marcaba un termómetro callejero: veintiocho grados. Yo sentía más calor. Hacía un bochorno tremendo.
Tras cruzar la carretera del Puerto pasé frente a los grandes despachos de una empresa inmobiliaria y recordé que una vez le había quitado todas las máquinas a una de ellas. Un soplón me dijo que alguien de la casa había comprado varias máquinas de oficinas a un ladrón, pero el soplón no sabía quién las había comprado ni tampoco quién era el ladrón. Entré un día en el despacho a la hora del almuerzo cuando casi todo el mundo había salido y les dije que estaba efectuando comprobaciones de seguridad con vistas a un programa de prevención de robos patrocinado por el departamento de policía. Una graciosa oficinista me acompañó por todas las dependencias y yo comprobé todas las puertas y ventanas y ella me ayudó a anotar todos los números de serie de las máquinas de la empresa para que la policía pudiera anotarlas en su registro al objeto de poder localizarlas caso de que fueran robadas. En cuanto regresé a la comisaría, telefoneé a Sacramento y les indiqué los números, descubriendo que trece de las diecinueve máquinas habían sido sustraídas en distintos robos producidos en la zona del Gran Los Ángeles. Volví acompañado de los detectives del departamento de robos y me las llevé junto con el director del despacho. Las máquinas eléctricas IBM son lo que más se cotiza en este momento. La mayoría de máquinas las venden los ladrones a hombres de negocios «legítimos» que, al igual que todo el mundo, no pueden dejar pasar la ocasión de hacer una buena compra.
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