Stephen King - Colorado Kid

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Una obra atípica en la trayectoria del autor de Carrie, en la mejor tradición de la novela negra; un crimen en las costas de Maine, aparentemente irresoluble. En una isla de las costas de Maine, un hombre es encontrado muerto. No hay identificación de su cuerpo. Solo el esforzado trabajo de un par de periodistas locales y de un graduado en medicina forense logra descubrir algunas pistas para, después de un año, saber quién es el muerto. Pero es aquí donde comienza el misterio. Porque cuanto más descubren del hombre y de la extrañas circunstancias de su muerte, menos comprenden. ¿Se trata de un crimen imposible? ¿O algo aún más extraño…? Con ecos de El halcón maltés de Dashiell Hammet y de la obra de Graham Greene, Stephen King presenta un relato sorprendente y conmovedor, cuyo tema es nada menos que la naturaleza del propio misterio.

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– ¿Todo eso se lo contó Arla mientras la llevaba a Tinnock?

– Sí, señora, mientras la llevaba a hablar con Cathart para realizar la identificación formal de la foto, en plan «este es mi marido, este es James Cogan», antes de firmar una orden de exhumación. Cathart nos esperaba.

– De acuerdo, perdón por la interrupción. Siga.

– No te disculpes por hacer preguntas, Stephanie; preguntar es lo que hacen los periodistas. En fin, George el Ilustrador…

– Sea Rankin o Franklin -terció Dave, solícito.

– Pues eso…, le dijo a Cogan que pasaba del café, pero acompañó a Cogan hasta el vestíbulo de los ascensores para poder comentar la inminente fiesta de jubilación de un tipo llamado Haverty, uno de los fundadores de la agencia. La fiesta estaba prevista para mediados de mayo, y George el Ilustrador le dijo a Arla que su hombre parecía esperarla con ansia. Intercambiaron ideas para el regalo de jubilación hasta que llegó el ascensor. Cogan entró y propuso a George el Ilustrador que siguieran hablando de ello durante la comida y pidieran opinión a otra persona, a alguna de sus compañeras de trabajo. George el Ilustrador convino en que era buena idea, Cogan lo saludó con la mano, las puertas del ascensor se cerraron, y George el Ilustrador es la última persona que recuerda haber visto a Colorado Kid cuando aún estaba en Colorado.

– George el Ilustrador -murmuró Stephanie, casi maravillada-. ¿Cree que todo esto habría sucedido si George hubiera dicho: «Espera un momento, que voy a buscar mi abrigo y te acompaño»?

– ¿Quién sabe? -replicó Vince.

– ¿Cogan llevaba el abrigo? -inquirió la joven-. ¿Llevaba el abrigo gris al salir del despacho?

– Arla preguntó, pero George el Ilustrador no lo recordaba -explicó Vince-. Lo único que supo decirle es que no lo creía. Lo más probable es que sea cierto. El Starbucks y la sandwichería eran dos establecimientos contiguos, a la vuelta de la esquina.

– Arla también dijo que había una recepcionista -intervino Dave-, pero que la recepcionista no vio salir a los hombres hacia los ascensores, que «debía de haberse alejado de su mesa un momento» -rememoró con expresión desaprobadora-. Esas cosas nunca pasan en las novelas de misterio.

Sin embargo, los pensamientos de Stephanie se habían desviado hacia otra cuestión, y de repente se le ocurrió que había estado picoteando migajas cuando tenía un asado entero delante de las narices. Extendió el dedo medio de la mano izquierda a lo largo de la mejilla izquierda.

– George el Ilustrador se despide de Cogan, Colorado Kid, hacia las diez y cuarto de la mañana, o quizá son más bien las diez y veinte cuando llega el ascensor y él entra.

– Cierto -corroboró Vince, mirándola con ojos relucientes, al igual que Dave.

Acto seguido, Stephanie se llevó a la mejilla derecha el dedo medio de la mano derecha.

– Y la camarera del Jan's Wharfside, en Tinnock, dijo que Cogan se comió una cesta de pescado con patatas fritas sentado a una mesa con vistas al mar alrededor de las cinco y media de la tarde.

– Cierto -repitió Vince.

– ¿Cuántas horas de diferencia hay entre Maine y Colorado? ¿Una?

– Dos -corrigió Dave.

– Dos -musitó ella antes de callar un instante y luego repetir-: Dos. Así que cuando George el Ilustrador lo vio por última vez al cerrarse las puertas de aquel ascensor, en Maine ya era más de mediodía.

– Siempre y cuando las horas que nos dieron los testigos fueran correctas -puntualizó Dave-, y lo único que podemos hacer al respecto es conjeturar.

– ¿Es posible? -les preguntó Stephanie-. ¿Es posible llegar hasta aquí en tan poco tiempo?

– Sí -asintió Vince.

– No -denegó Dave.

– Tal vez -dijeron al unísono.

Desconcertada, Stephanie paseó la mirada entre ambos hombres, ajena por completo a la taza que sostenía en la mano.

16

– Esto es lo que descalifica esta historia para Un periódico como el Globe -señaló Vince tras hacer una breve pausa para beber un sorbo de café con leche y ordenar sus pensamientos-, aun cuando quisiéramos revelarla.

– Que no queremos -aseguró Dave (con considerable sequedad).

– Que no queremos -convino Vince-. Pero aunque quisiéramos… Steffi, cuando un periódico de gran ciudad como el Globe o el New York Times publican un reportaje o una serie de reportajes, quieren estar en posición de proporcionar respuestas o al menos sugerirlas, ¿y qué me parece a mí eso? Pues me parece fatal. Cuando coges cualquier periódico de gran ciudad, ¿qué es lo que te encuentras en primera plana? Preguntas disfrazadas de noticias. ¿Dónde está Osama Bin Laden? No lo sabemos. ¿Qué está haciendo el presidente en Próximo Oriente? No lo sabemos porque no lo sabe ni él. ¿Crecerá la economía o se irá al garete? Los expertos discrepan. ¿Los huevos son buenos o malos para la salud? Depende del estudio que uno lea. Ni siquiera puedes dar con una previsión meteorológica de si el viento del noreste va a soplar desde el noreste, porque la última vez se pillaron los dedos. Así que si publican un reportaje sobre la mejora de la vivienda para las minorías sociales, quieren poder asegurarte que si haces A, B, C y D, la situación habrá mejorado para 2030.

– Y si publican un reportaje sobre Misterios sin Resolver -añadió Dave-, quieren ser capaces de explicar a los lectores que las Luces Costeras eran reflejos de luz en las nubes y que el Envenenamiento del Picnic de la Iglesia fue con toda probabilidad obra de una secretaria metodista despechada. Pero intentar zambullirse en la cuestión de la diferencia horaria…

– Que por cierto acabas de dilucidar tú sólita… -intervino Vince con una sonrisa.

– Y que por supuesto es una locura se mire como se mire… -agregó Dave.

– Vale, pero estoy dispuesto a volverme un poco loco -señaló Vince-. Fui yo quien investigó la cuestión y casi se queda sin oreja de tantas llamadas que hizo, así que me parece que estoy en mi derecho.

– Como decía mi padre, por mucho que te pases el día cortando tiza, no conseguirás que se convierta en queso -recitó Dave, aunque también él sonreía.

– Cierto, pero sígueme la corriente, venga -pidió Vince-. Digamos que las puertas del ascensor se cerraron a las diez y veinte, hora de las Rocosas. Digamos también, en aras de la argumentación, que Cogan lo había planeado todo con antelación y tenía un coche esperando en la calle con el motor en marcha.

– De acuerdo -musitó Stephanie, observando con detenimiento a ambos hombres.

– Fantasía pura -resopló Dave, aunque también en su rostro se pintaba una expresión interesada.

– Es un poco descabellado, lo sé -admitió Vince-, pero lo cierto es que estaba en Denver a las diez y veinte y en el Jan's Wharfside apenas cinco horas más tarde. Eso también es descabellado, pero lo sabemos a ciencia cierta. ¿Puedo continuar?

– Dispara, amigo -accedió Dave.

– Suponiendo que tuviera un coche preparado, podría haber llegado a Stapleton en media hora. A todas luces, no tomó un vuelo comercial. Podría haber pagado el billete en efectivo y utilizado un nombre falso, lo cual era posible por aquel entonces, pero no había vuelos directos de Denver a Bangor. De hecho, a ningún aeropuerto de Maine.

– Lo comprobó.

– Sí. De haber tomado un vuelo comercial, no habría llegado a Bangor hasta las siete menos cuarto como mínimo, es decir mucho después de que la camarera lo viera. De hecho, en esa época del año, a esa hora ya ha salido el último transbordador en dirección a la isla.

– ¿El último es el de las seis? -preguntó Stephanie.

– Sí, hasta mediados de mayo -asintió Dave.

– Así que debió de coger un vuelo chárter -conjeturó la joven-. ¿Hay alguna compañía que flete aviones privados desde Denver? ¿Y podía Cogan permitirse volar en uno?

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