Stephanie clavó la mirada en Dave.
– El dentista habló con Cathart, el forense, ¿correcto?
– Estás dando en todos los clavos, Steffi. Cathart no tenía ninguna radiografía de la dentadura de Colorado Kid, porque carecía del equipo necesario y no había visto motivo para enviar el cadáver al hospital del condado, donde podrían haberle sacado placas, pero sí había tomado nota de todos los empastes y de dos coronas. Todo coincidía. A continuación envió copias de las huellas dactilares del muerto a la policía de Nederland, que a su vez envió a un experto a casa de los Cogan para que buscara huellas en su despacho. La señora Cogan, Arla, le aseguró que no encontraría nada, que lo había limpiado todo de arriba abajo cuando por fin se convenció de que su Jim no volvería a casa, de que la había dejado, algo a lo que apenas podía dar crédito, o bien de que le había sucedido algo terrible, lo cual empezaba a creer. El experto respondió que si Cogan había pasado «una cantidad significativa de tiempo» en aquella estancia que había utilizado como despacho, sin duda aún habría huellas. -Dave se detuvo, suspiró y se mesó el escaso cabello que le quedaba-. En efecto, había, y entonces supimos a ciencia cierta quién era nuestro sujeto no identificado, también conocido como Colorado Kid. James Cogan, de cuarenta y dos años, procedente de Nederland, Colorado, casado con Arla Cogan, padre de Michael Cogan, que contaba seis meses en el momento de la desaparición de su padre y casi dos cuando por fin fue identificado.
En aquel instante, Vince se levantó y se desperezó con el puño oprimido contra las lumbares.
– ¿Qué tal si entramos? Empieza a hacer un poco de frío, y todavía quedan algunas cosas que contar.
Usaron por turnos el servicio oculto en un trastero tras la vieja imprenta offset que ya no se utilizaba; el periódico se imprimía en Ellsworth desde 2002. Mientras Dave estaba en el lavabo, Stephanie puso en marcha la cafetera. Si la historia que en realidad no era una historia duraba una horita más, lo cual intuía más que probable, todos agradecerían una taza de café.
Al regresar del servicio, Dave husmeó el aire en dirección a la cocinita y asintió con ademán aprobador.
– Me gustan las mujeres que no consideran que la cocina sea un instrumento de tortura solo porque trabajan para ganarse la vida -comentó.
– A mí me pasa exactamente lo mismo con los hombres -replicó Stephanie, y mientras Dave se echaba a reír y asentía (la joven había soltado dos frases ingeniosas en una sola tarde, un auténtico récord), ladeó la cabeza en dirección a la enorme imprenta-. Eso sí que me parece un instrumento de tortura.
– No es tan horrible como parece -aseguró Vince-, pero la anterior sí que era un espanto. Con esa te podías amputar el brazo si no tenías cuidado, y aunque lo tuvieras, ella lo intentaba. ¿Por dónde íbamos?
– Por la mujer que acababa de averiguar que era viuda -dijo Stephanie-. Imagino que vendría a buscar el cadáver.
– Sí -asintió Dave.
– ¿Y uno de ustedes fue a buscarla al aeropuerto de Bangor?
– ¿A ti qué te parece, querida?
A Stephanie no le llevó mucho rato hallar una respuesta. A finales de octubre o principios de diciembre de 1981, Colorado Kid ya debía de ser agua más que pasada para las autoridades del estado de Maine…, y en su calidad de víctima de un atragantamiento, su muerte nunca había despertado demasiado interés. No era más que un cadáver sin identificar.
– Que sí, por supuesto. Ustedes dos eran los únicos amigos que esa mujer tenía en todo el estado de Maine.
Aquella idea surtió el peculiar efecto de hacerle darse cuenta de que Arla Cogan había sido (y con toda probabilidad aún era) una persona de carne y hueso, no solo una figura de ajedrez en una novela de misterio de Agatha Christie o un episodio de Se ha escrito un crimen.
– Fui yo -murmuró Vince al tiempo que se inclinaba hacia delante y se miraba las manos nudosas entrelazadas bajo las rodillas-. Y a decir verdad, no era como me esperaba. Me había forjado una imagen de ella basada en una idea equivocada. No debería haberlo hecho. Llevo sesenta y cinco años en el periodismo, tantos como mi compañero de aventuras lleva en este mundo, y te aseguro que ya no es el pipiolo que cree ser, y en todo este tiempo he visto bastantes cadáveres. Casi todos ellos te quitan de la cabeza todas esas sandeces de la poesía romántica: «Vi a una doncella hermosa y quieta». Los cadáveres son feos de solemnidad en la mayoría de los casos; de hecho, casi nunca parecen humanos. Pero eso no era cierto en el caso de Colorado Kid. Tenía un aspecto casi lo bastante bueno para merecer un puesto en uno de los poemas románticos del señor Poe. Por supuesto, no olvides que lo había fotografiado antes de la autopsia, y si mirabas el retrato durante más de dos segundos, parecía pero que muy muerto (al menos en mi opinión), pero aun así había algo apuesto en él, con sus mejillas cenicientas, los labios pálidos y ese toque de lavanda en los párpados.
– Brr -se estremeció Stephanie, aunque comprendía a qué se refería Vince y, sí, recordaba a un poema de Poe, el de Leonora.
– Sí, señor, suena a amor de verdad -terció Dave antes de levantarse para servir el café.
Vince Teague se dio cuenta de lo que a Stephanie se le antojó un barril de café semidescafeinado antes de proseguir.
– Lo único que intento decir es que esperaba a una belleza pálida de cabellera oscura -confesó con una sonrisa algo melancólica-, pero en su lugar me encontré con una pelirroja rolliza y llena de pecas. En ningún momento dudé de que su dolor y su angustia fueran genuinos, pero tengo la impresión de que era de las que se ponen a comer en lugar de ayunar cuando las cosas van mal. Sus parientes habían ido a Colorado desde Omaha o Des Moines o algún sitio parecido para ocuparse del bebé, y nunca olvidaré lo perdida y sola que parecía en el aeropuerto sujetando su maletita no junto a su cuerpo, sino contra su voluminoso pecho. No era para nada lo que había esperado, una especie de Leonora perdida…
Stephanie dio un respingo y se dijo que quizá ahora la telepatía funcionaba a tres bandas.
– Sin embargo, supe enseguida quién era. La saludé con la mano y ella se acercó. «¿Señor Teague?», preguntó. Cuando le dije que sí, que ese era yo, dejó la maleta en el suelo y me abrazó. «Gracias por venir a buscarme. Gracias por todo. Aún no puedo creer que sea él, pero cuando miro la fotografía, sé que lo es.» El trayecto en coche hasta aquí es largo, tú lo sabes mejor que nadie, Steff, así que tuvimos mucho tiempo para hablar. Lo primero que me preguntó fue si sabía qué estaba haciendo Jim en la costa de Maine. Le dije que no. Luego me preguntó si se había registrado en algún motel local el miércoles por la noche… -Se interrumpió para mirar a Dave-. ¿Voy bien? ¿Era el miércoles por la noche?
– Sin duda te preguntó por el miércoles, porque Johnny y Nancy lo encontraron el jueves 24 de abril de 1980 -repuso Dave.
– Es increíble que se acuerde -se maravilló Stephanie.
– Ese tipo de cosas se me quedan grabadas en la memoria -explicó Dave con un encogimiento de hombros-, pero al mismo tiempo me olvido de que tengo que comprar el pan, lo cual me obliga a salir de nuevo en plena lluvia para ir a la panadería.
Stephanie se volvió de nuevo hacia Vince.
– Está claro que no se registró en ningún motel la noche antes de que lo encontraran muerto, porque de lo contrario no habrían pasado tanto tiempo llamándolo «sujeto no identificado». Quizá lo habrían conocido por algún otro alias, pero nadie se registra en un motel con esa calificación.
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