Todo lo que lanzó a canasta durante esos ocho minutos entró, incluido un absurdo tiro desde la línea de medio campo que había intentado, al tropezar, solo para librarse de la bola y evitar que le pitaran pasos.
Había varias expresiones para definir esa clase de juego, la más común era «estar inspirado». Pero la que le gustaba a Big Jim era «bordarlo», como en: «Ahora sí que lo está bordando». Como si el juego fuese una especie de tejido divino que quedaba fuera del alcance de los jugadores corrientes (aunque a veces incluso los jugadores corrientes podían bordarlo y entonces, por un breve instante, se transformaban en dioses y diosas, y todos sus defectos corporales parecían desaparecer durante esa transitoria divinidad), un tejido que en noches especiales podía tocarse: una tela suntuosa y espléndida, tal como la que debía de adornar las salas de madera noble del Valhalla.
Hanna Compton no llegó a jugar el último año de instituto; ese partido de la final había sido su adiós. Aquel verano su padre se había matado junto con su mujer y sus tres hijas cuando regresaban a Tarker's Mills desde Brownie's, donde habían estado todos tomándose unos batidos de helado. El hombre conducía borracho. El Cadillac a precio de ganga había sido su ataúd.
El accidente con múltiples víctimas mortales había sido noticia de portada en todo el oeste de Maine -el Democrat de Julia Shumway publicó un número con crespón negro esa semana-, pero a Big Jim no lo había abatido la pena. Sospechaba que Hanna nunca habría jugado en la universidad; allí las chicas eran más grandes, y ella podría haberse visto encasillada como jugadora. Hanna nunca habría estado dispuesta a eso. Su odio tenía que alimentarse con una acción constante en la cancha. Big Jim lo entendía a la perfección. Simpatizaba con ello a la perfección. Era el principal motivo por el que él nunca había pensado siquiera en marcharse de Mills. Puede que en el amplio y ancho mundo hubiese hecho más dinero, pero la riqueza era la cerveza de barril de la existencia. El poder era el champán.
Mandar en Mills estaba bien en los días corrientes, pero en momentos de crisis estaba mejor que bien. En momentos como esos podías volar con alas de pura intuición sabiendo que no podías cagarla, que no había forma de cagarla. Podías ver la estrategia de la defensa incluso antes de que la defensa se hubiese formado, y encestabas cada vez que tenías el balón. «Lo bordabas», y no había mejor momento para que eso sucediera que en una final.
Aquella era la final de Big Jim y todo le venía de cara. Tenía la sensación -la convicción absoluta- de que nada podía salir mal durante esa mágica travesía; incluso las cosas que parecían torcidas se convertirían en oportunidades en lugar de ser trabas, como ese tiro desesperado de Hanna desde media cancha, que había puesto en pie a todo el Centro Cívico de Derry, los seguidores de Mills jaleando, los de Castle Rock despotricando sin poder creérselo.
Lo estaba bordando. Por eso no estaba cansado, aunque debería estar exhausto. Por eso no estaba preocupado por Junior, a pesar de su reticencia, su palidez y su actitud siempre alerta. Por eso no estaba preocupado por Dale Barbara y su problemático círculo de amigos, sobre todo esa zorra del periódico. Por eso, cuando Peter Randolph y Andy Sanders lo miraron, atónitos, Big Jim se limitó a sonreír. Podía permitirse sonreír. Lo estaba bordando.
– ¿Cerrar el supermercado? -preguntó Andy-. ¿Eso no cabreará a muchísima gente, Big Jim?
– El supermercado y la gasolinera -corrigió Big Jim, sonriendo aún-. Por Brownie's no hay que preocuparse, ya está cerrado. Además, mejor… es un cuchitril sucio. - Que vende revistillas sucias , añadió para sí.
– Jim, el Food City todavía tiene muchas existencias -dijo Randolph-. Esta misma tarde he estado hablando con Jack Cale sobre eso. Queda poca carne, pero todo lo demás aún aguanta.
– Ya lo sé -dijo Big Jim-. Sé interpretar un inventario, y Cale también. O debería, al fin y al cabo es judío.
– Bueno… Yo solo digo que hasta ahora todo ha transcurrido con calma porque la gente tenía la despensa bien provista. -Puso mejor cara-. Sí vería bien ordenar que el Food City abriera menos horas. Creo que a Jack podríamos convencerlo. Seguramente ya lo habrá pensado él mismo.
Big Jim meneó la cabeza, todavía con una sonrisa. Ahí tenía otro ejemplo de cómo las cosas te venían de cara cuando lo estabas bordando. Duke Perkins habría dicho que era un error someter a la ciudad a mayor tensión todavía, sobre todo después del inquietante acontecimiento celeste de esa noche. Pero Duke estaba muerto, y que así fuera era más que oportuno; era divino.
– Cerrados -repitió-. Los dos. A cal y canto. Y cuando vuelvan a abrir seremos nosotros los que repartamos las provisiones. Los alimentos durarán más y la distribución será más justa. Anunciaré un plan de racionamiento en la asamblea del jueves. -Hizo una pausa-. Si la Cúpula no ha desparecido para entonces, desde luego.
Andy, dubitativo, dijo:
– No estoy seguro de que tengamos autoridad para cerrar negocios, Big Jim.
– En una crisis como esta, no solo tenemos la autoridad, tenemos la responsabilidad de hacerlo. -Dio unas efusivas palmadas a Pete Randolph en la espalda. El nuevo jefe de policía de Chester's Mills no lo esperaba y se le escapó un pequeño grito de sobresalto.
– ¿Y si desencadenamos el pánico? -Andy fruncía el ceño.
– Bueno, es una posibilidad -dijo Big Jim-. Cuando le das una patada a un nido de ratones, lo más probable es que salgan todos corriendo. Si esta crisis no termina pronto, tal vez tengamos que incrementar nuestra fuerza policial. Sí, bastante.
Randolph no salía de su asombro.
– Ya vamos por veinte agentes. Incluyendo… -Ladeó la cabeza hacia la puerta.
– Pues sí -dijo Big Jim-, y, hablando de esos chicos, será mejor que los hagas pasar, jefe, para que podamos terminar con esto y enviarlos a casa a dormir. Me parece que mañana les espera un día ajetreado.
Y si acaban dándoles una paliza, mejor que mejor. Se lo merecen por no ser capaces de guardarse la manivela dentro de los pantalones.
Frank, Carter, Mel y Georgia entraron arrastrando los pies como si fueran sospechosos en una rueda de reconocimiento policial. Sus expresiones eran resueltas y desafiantes, pero ese desafío era inconsistente; Hanna Compton se habría reído de él. Tenían la mirada baja, estudiándose los zapatos. Big Jim sabía que esperaban que los despidieran, o algo peor, y eso a él le parecía muy bien. El miedo era el sentimiento con el que más fácil resultaba trabajar.
– Bueno -dijo-. Aquí tenemos a los valerosos agentes.
Georgia Roux masculló algo a media voz.
– Habla más alto, tesorito. -Big Jim se llevó una mano a la oreja.
– Digo que no hemos hecho nada malo -repitió ella, todavía mascullando y con esa actitud de «el profe se está pasando conmigo».
– Entonces, ¿qué hicisteis exactamente? -Y cuando Georgia, Frank y Carter se pusieron a hablar a la vez, señaló a Frankie-: Tú. -Y que te salga bien, por lo que más quieras.
– Sí que estuvimos allí -dijo Frank-, pero nos había invitado ella.
– ¡Eso! -exclamó Georgia cruzando los brazos por debajo de su considerable pechera-. Ella…
– Calla. -Big Jim la señaló con el dedo con un gesto teatral-. Uno habla por todos. Así es como funcionan las cosas cuando se es un equipo. ¿Sois un equipo?
Carter Thibodeau vio por dónde iba todo aquello.
– Sí, señor, señor Rennie.
– Me alegro de oírlo. -Big Jim le hizo a Frank una señal con la cabeza para que prosiguiera.
– Nos dijo que tenía unas cervezas -dijo Frank-. Solo por eso salimos. En el pueblo no se puede comprar, como bien sabe usted. Bueno, el caso es que estábamos allí pasando el rato, bebiendo cerveza… Solo una lata cada uno, y ya prácticamente no estábamos de servicio…
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