– Ya hacía rato que no estabais de servicio -interpuso el jefe-. ¿No es eso lo que querías decir?
Frank asintió respetuosamente.
– Sí, señor, eso es lo que quería decir. Nos bebimos nuestra cerveza y entonces dijimos que sería mejor que nos fuéramos, pero ella dijo que valoraba mucho lo que hacíamos y que quería darnos las gracias. Entonces más o menos se abrió de piernas.
– Nos enseñó los bajos, ya sabe -aclaró Mel con una enorme sonrisa vacía.
Big Jim se estremeció y dio gracias en silencio porque Andrea Grinnell no estuviera allí. Drogadicta o no, podría haberse puesto de lo más políticamente correcta en una situación como esa.
– Nos hizo entrar en el dormitorio uno a uno -dijo Frankie-. Sé que fue una mala decisión, y todos lo sentimos, pero fue del todo voluntario por su parte.
– Estoy seguro de que sí -dijo el jefe Randolph-. Menuda reputación tiene esa chica. Y su marido. No visteis drogas por ahí, ¿verdad?
– No, señor. -Un coro a cuatro voces.
– Y ¿no le hicisteis daño? -preguntó Big Jim-. Tengo entendido que ella dice que recibió puñetazos y qué sé yo.
– Nadie le hizo daño -dijo Carter-. ¿Puedo explicar lo que creo que pasó?
Big Jim movió una mano en gesto afirmativo. Estaba empezando a pensar que el señor Thibodeau tenía posibilidades.
– Seguramente se cayó después de que nos fuéramos. A lo mejor un par de veces. Estaba bastante borracha. Protección de Menores debería quitarle a ese crío antes de que lo mate.
Nadie siguió por ese camino. En las circunstancias en que se encontraba el pueblo, la oficina de Protección de Menores de Castle Rock bien podía estar en la Luna…
– Así que, básicamente, estáis todos limpios -dijo Big Jim.
– Como una patena -repuso Frank.
– Bueno, creo que nos damos por satisfechos. -Big Jim miró en derredor-. ¿Nos damos por satisfechos, caballeros?
Andy y Randolph asintieron con cara de alivio.
– Bien -dijo Big Jim-. Bueno, ha sido un día muy largo… un día lleno de acontecimientos… y todos necesitamos dormir un poco, estoy seguro. Los jóvenes agentes lo necesitáis más aún, porque volveréis a entrar en servicio mañana a las siete de la mañana. El supermercado y Gasolina & Alimentación Mills van a permanecer cerrados mientras dure esta crisis, y el jefe Randolph ha pensado que sois los más apropiados para montar guardia en el Food City, por si la gente que acuda allí no se toma muy bien el nuevo orden de las cosas. ¿Cree que será capaz, señor Thibodeau? ¿Con su… herida de guerra?
Carter flexionó el brazo.
– Estoy bien. Ese perro no me ha rasguñado el tendón ni nada.
– Podemos enviar también a Fred Denton con ellos -dijo el jefe Randolph, dejándose llevar por la atmósfera del momento-. En la gasolinera debería bastar con Wettington y Morrison.
– Jim -dijo Andy-, a lo mejor deberíamos poner a agentes con más experiencia en el Food City, y a los más inexpertos en los establecimientos más pequeños…
– Yo no lo creo -dijo Big Jim. Sonriendo. Bordándolo-. Estos jóvenes son los que queremos en el Food City. Estos y no otros. Y una cosa más. Me ha dicho un pajarito que algunos de vosotros habéis llevado armas en el coche, y que un par las habéis llevado incluso cuando patrullabais a pie.
El silencio fue la respuesta.
– Sois agentes en período de prueba -dijo Big Jim-. Tener un arma personal es vuestro derecho como estadounidenses. Pero si me entero de que alguno va armado mañana cuando esté delante del Food City, delante de la buena gente de este pueblo, vuestros días como policías habrán terminado.
– Absolutamente cierto -dijo Randolph.
Big Jim miró detenidamente a Frank, Carter, Mel y Georgia.
– ¿Algún problema con eso? ¿Alguno de vosotros?
No parecían muy contentos. Big Jim no esperaba que lo estuvieran, pero no habían salido mal parados. Thibodeau no hacía más que flexionar el hombro y los dedos, poniéndolos a prueba.
– ¿Y si las llevamos descargadas? -preguntó Frank-. ¿Y si solo las llevamos encima, ya sabe, como advertencia?
Big Jim alzó un dedo de profesor.
– Te voy a decir lo que me decía mi padre, Frank: eso de un arma descargada no existe. Vivimos en un buen pueblo. La gente se comportará como es debido, y yo cuento con eso. Si ellos cambian, nosotros cambiaremos. ¿Entendido?
– Sí, señor, señor Rennie. -Frank no parecía muy satisfecho. Eso a Big Jim ya le parecía bien.
Se levantó. Sin embargo, en lugar de encabezar la marcha, Big Jim extendió las manos. Vio la vacilación de todos ellos y asintió, sonriendo aún.
– Vamos, venga. Mañana será un gran día, y no dejaremos que el de hoy acabe sin unas palabras de oración. Así que démonos las manos.
Se dieron las manos. Big Jim cerró los ojos e inclinó la cabeza.
– Querido Dios… Así estuvieron un rato.
Barbie subió los escalones exteriores de su apartamento unos minutos antes de la medianoche, con los hombros caídos por el agotamiento, pensando que lo único que quería en el mundo eran seis horas de inconsciencia antes de hacer caso al despertador y levantarse para ir al Sweetbriar Rose a preparar desayunos.
El cansancio lo abandonó en cuanto encendió las luces, que, por cortesía del generador de Andy Sanders, todavía funcionaban.
Alguien había estado allí.
La señal era tan sutil que al principio no logró localizarla. Cerró los ojos, después volvió a abrirlos y dejó pasear la mirada sin presiones por su híbrido entre salón y cocina americana, intentando abarcarlo todo. Los libros que había pensado dejar atrás no habían cambiado de sitio en las estanterías; las sillas estaban donde habían estado, una bajo la lámpara y la otra junto a la única ventana de la habitación, con su vista panorámica del callejón; la taza del café y el plato de la tostada seguían en el escurreplatos, junto al diminuto fregadero.
Entonces se le encendió la bombilla, como suele suceder con esas cosas si no se pone demasiado empeño. Era la alfombra, la que él consideraba su alfombra No Lindsay.
De aproximadamente metro y medio de largo y sesenta centímetros de ancho, la alfombra No Lindsay tenía un repetitivo diseño en diamante, azul, rojo, blanco y marrón. La había comprado en Bagdad, pero un policía iraquí en quien confiaba le había asegurado que era de fabricación kurda. «Muy antigua, muy bonita», había dicho el policía. Se llamaba Latif Abdaljaliq Hasan. Un buen agente. «Parece turco, pero no no no.» Sonrisa enorme. Dientes blancos. Una semana después de ese día en el mercado, la bala de un francotirador le voló los sesos a Latif Abdaljaliq Hasan y se los sacó por la nuca. «¡Nada de turco! ¡Iraquí!»
El mercader de alfombras llevaba una camiseta amarilla en la que decía NO DISPARE, SOLO SOY EL PIANISTA. Latif le había escuchado, asintiendo. Se habían reído juntos. Entonces el mercader había hecho un gesto obsceno sorprendentemente americano y se habían reído con más ganas aún.
– ¿De qué va esto? -preguntó Barbie.
– Dice que senador americano compró cinco como esa. Lindsay Graham. Cinco alfombra, quinientos dólares. Quinientos encima la mesa, para prensa. Más por debajo. Pero todas alfombras de senadora falsas. Sí sí sí. Esta no falsa, esta de verdad. Yo, Latif Hasan, te lo digo, Barbie. Alfombra no Lindsay Graham.
Latif alzó la mano y Barbie chocó los cinco con él. Aquel había sido un buen día. Caluroso, pero bueno. Había comprado la alfombra por doscientos dólares estadounidenses, y un reproductor de DVD multizona. La No Lindsay era su único souvenir de Iraq, y nunca la pisaba. Siempre la rodeaba. Había pensado dejarla allí al irse; imaginaba que, en el fondo, su intención había sido dejar atrás Iraq cuando se marchara de Mills, pero estaba visto que no tenía muchas probabilidades de conseguirlo… Allí adonde ibas, allí estabas. La gran verdad zen de todos los tiempos.
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