– Es una posibilidad. También es posible que algún supervillano terrestre la haya puesto ahí. Un Lex Luthor de verdad. O podría ser obra de algún país renegado, como Corea del Norte.
– ¿Algún candidato más? -preguntó Barbie con escepticismo.
– Yo me inclino por el origen extraterrestre -confesó Marty. Golpeó la Cúpula con los nudillos y ni parpadeó; ya había recibido su descarga-. La mayoría de los científicos estamos trabajando en eso ahora mismo, si podemos decir que estamos trabajando cuando en realidad no estamos haciendo nada. Es la regla Sherlock: cuando eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, es la respuesta.
– ¿Algo o alguien ha aterrizado en un platillo volante y ha exigido que lo llevaran ante nuestro líder? -preguntó Julia.
– No -respondió Cox.
– ¿Lo sabrían si hubiera ocurrido? -preguntó Barbie, que pensó; ¿ Estamos teniendo esta conversación? ¿O estoy soñando?
– No necesariamente -respondió Cox tras un breve titubeo.
– También podría ser meteorológico -añadió Marty-. Joder, incluso biológico, un bicho vivo. Hay una escuela de pensamiento que cree que esta cosa es una especie de híbrido de la bacteria E. coli.
– Coronel Cox -dijo Julia en voz baja-, ¿somos el experimento de alguien? Porque esa es la sensación que tengo.
Lissa Jamieson, mientras tanto, miraba hacia las bonitas casas de la zona residencial de Eastchester. Casi todas las luces estaban apagadas, bien porque la gente que vivía allí no tenía generadores bien porque ahorraban combustible.
– Eso ha sido un disparo -dijo-. Estoy segura de que ha sido un disparo.
Aparte de la política municipal, Big Jim Rennie tenía un único vicio, y era el baloncesto femenino de instituto: el baloncesto de las Lady Wildcats, para ser exactos. Tenía abono de temporada desde 1998 e iba al menos a una docena de partidos al año. En 2004, el año en que las Lady Wildcats ganaron el campeonato estatal Clase D, fue a todos los partidos. Y aunque los autógrafos en los que inevitablemente se fijaba la gente cuando los invitaba al estudio de su casa eran los de Tiger Woods, Dale Earnhardt y Bill «Spaceman» Lee, del que él se sentía más orgulloso -el que guardaba como un tesoro- era el de Hanna Compton, la pequeña base de segundo curso que había conseguido que las Lady Wildcats se llevaran aquel único y preciado balón de oro.
Cuando posees un abono de temporada, acabas conociendo a los demás abonados que te rodean y las razones por las que son aficionados a ese deporte. Muchos son familiares de las jugadoras (y a menudo la fuerza motriz del Club de Apoyo, los que organizan ventas de pasteles y recaudan dinero para los partidos que se juegan «fuera», cada vez más caros). Otros son puristas del baloncesto que afirman -con cierta justificación- que los partidos de las chicas son sencillamente mejores. Las jóvenes jugadoras están dotadas de una ética de equipo que los chicos (a quienes les encanta chupar bola, machacar e intentar lanzamientos de larga distancia) rara vez igualan. El ritmo es más lento, lo cual te permite meterte dentro del juego y recrearte en cada bloqueo y en cada pase. Los seguidores del baloncesto femenino disfrutan con los bajísimos marcadores de los que se burlan los seguidores del baloncesto masculino afirmando que en el juego de las chicas tienen más relevancia la defensa y los tiros de personal, que son la esencia misma del baloncesto de la vieja escuela.
También hay tipos a quienes lo que les gusta es ver a adolescentes de piernas largas corriendo por ahí con pantalones cortos.
Big Jim compartía todas esas razones para disfrutar de ese deporte, pero su pasión nacía de algo completamente diferente, de algo que jamás verbalizaba cuando comentaba los partidos con los demás seguidores. No habría sido prudente hacerlo.
Las chicas se tomaban el juego como algo personal, y eso las convertía en maestras del odio.
Los chicos querían ganar, sí, y a veces los partidos se calentaban bastante si jugaban contra un adversario tradicional (en el caso de los equipos deportivos de los Mills Wildcats, los despreciados Castle Rock Rockets), pero a los chicos les interesaban sobre todo las hazañas individuales. En otras palabras, alardear. Y cuando se acababa, se acababa.
Las chicas, por el contrario, detestaban perder. Se llevaban la derrota al vestuario y se amargaban con ella. Y, lo que es aún más importante, la detestaban y la odiaban como equipo. Big Jim a menudo veía asomar la cabeza de ese odio; durante una lucha por balón reñido en la segunda parte y con el marcador ajustado, era capaz de captar las vibraciones de «Ni hablar, mala puta, esa bola es MÍA». Las captaba y las devoraba.
Antes de 2004, las Lady Wildcats solo habían conseguido llegar al torneo estatal una vez en veinte años, y había sido una aparición única e irrepetida contra Buckfield. Entonces llegó Hanna Compton. La mejor personificación del odio de todos los tiempos, en opinión de Big Jim.
Siendo hija de Dale Compton, un escuálido leñador de Tarker's Mills que casi siempre estaba borracho y siempre era problemático, Hanna había desarrollado esa actitud suya de «quítate de en medio» de una forma bastante natural. Como estudiante de primer año, había jugado en infantil casi toda la temporada, pero el entrenador la había pasado al equipo principal del instituto en los últimos dos partidos, en los que había anotado más canastas que ninguna otra y había dejado a su homóloga de los Richmond Bobcats retorciéndose sobre la cancha después de un juego defensivo duro pero dentro de los límites del reglamento.
Al terminar ese partido, Big Jim abordó al entrenador Woodhead.
– Si esa chica no empieza el año que viene, estás loco -le dijo.
– No estoy loco -repuso el entrenador Woodhead.
Hanna había empezado quemando y había terminado ardiendo, dejando una estela abrasadora de la que los seguidores de las Wildcats hablarían todavía años después (media de la temporada: 27,6 puntos por partido). Podía desmarcarse y encestar un triple cuando se le antojaba, pero lo que más le gustaba a Big Jim era verla romper la defensa y avanzar hacia la canasta, una desdeñosa mueca de concentración en su rostro chato, sus brillantes ojos negros desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, su cola de caballo sobresaliendo tras ella como un dedo corazón bien levantado. El segundo concejal y principal vendedor de coches de segunda mano de Mills se había enamorado.
En la final de 2004, las Lady Wildcats les sacaban diez puntos de ventaja a las Rock Rockets cuando expulsaron a Hanna por faltas. Por suerte para las Cats, solo quedaba un minuto cincuenta y seis de partido. Acabaron ganando por un solo punto. De los ochenta y seis puntos logrados por el equipo, Hanna Compton había anotado la friolera de sesenta y tres. Esa primavera, su problemático padre había acabado conduciendo un Cadillac nuevecito que James Rennie Senior le había vendido a precio de coste menos un cuarenta por ciento. Los coches nuevos no eran cosa de Big Jim, pero siempre que quería podía conseguir uno «directo del transportista».
Sentado en el despacho de Peter Randolph mientras fuera seguía desvaneciéndose lo que quedaba de la lluvia rosada de meteoritos (y sus chicos en apuros esperaban -con impaciencia, imaginaba él- a que los convocaran para comunicarles su destino), Big Jim recordó ese partido de baloncesto fabuloso, rotundamente mítico; en concreto los primeros ocho minutos de la segunda parte, que habían empezado con las Lady Wildcats perdiendo por nueve.
Hanna se había hecho con el partido con la misma resolución brutal con que Iósif Stalin se había apoderado de Rusia, sus ojos negros brillando (aparentemente fijos en un Nirvana del baloncesto que el común de los mortales no podía ver), su rostro con esa eterna expresión de desdén que decía: «Soy mejor que tú, soy la mejor de todas, aparta de en medio o te pisotearé como a una mierda».
Читать дальше