Está frente a las puertas de la comisaría de policía con el jefe Randolph y Andy Sanders. Por debajo de ellos, apiñados, se encuentran sus niños problemáticos: Thibodeau, Searles, Roux el putón, y el amigo de Junior, Frank. Big Jim baja la escalera por la que había caído Libby unas horas antes ( Podría habernos hecho un favor a todos si se hubiera desnucado , piensa) y le da una palmadita en el hombro a Frankie.
– ¿Estás disfrutando del espectáculo, Frankie?
Con esa mirada asustada parece un niño de doce años en lugar de un muchacho de veintidós o los que tenga.
– ¿Qué es, señor Rennie? ¿Lo sabe?
– Una lluvia de meteoritos. Es Dios, que saluda a Su gente.
Frank DeLesseps se relaja un poco.
– Vamos a volver dentro -dice Big Jim, y señala con el pulgar a Randolph y a Andy, que aún están mirando el cielo-. Hablaremos un rato y luego os llamaré a vosotros cuatro. Cuando entréis, quiero que contéis la misma puñetera historia. ¿Lo has entendido?
– Sí, señor Rennie -responde Frankie.
Mel Searles mira a Big Jim con los ojos como platos y boquiabierto. Big Jim cree que ese chico tiene toda la pinta de que su coeficiente intelectual no supera los setenta. Aunque eso tampoco es algo malo por fuerza.
– Parece el fin del mundo, señor Rennie -dice.
– Tonterías. ¿Estás salvado, hijo?
– Supongo -responde Mel.
– Entonces no tienes nada de lo que preocuparte. -Big Jim los mira de uno en uno y acaba en Carter Thibodeau-. Y esta noche, el camino a la salvación, muchachos, pasa porque todos contéis la misma historia.
No todo el mundo ve las estrellas rosadas. Al igual que los hermanos Appleton, las hijas de Rusty Everett duermen profundamente. Como Piper. Como Andrea Grinnell. Como el Chef, despatarrado en la hierba marchita que hay junto al que podría ser el mayor laboratorio de metanfetaminas de América. Y lo mismo puede decirse de Brenda Perkins, que se quedó dormida entre lágrimas en el sofá, con la copia impresa de la carpeta VADER sobre la mesita para el café que hay ante ella.
Los muertos tampoco las ven, a menos que estén mirando desde un lugar más luminoso que esta llanura oscura donde unos ejércitos ignorantes libran batalla. Myra Evans, Duke Perkins, Chuck Thompson y Claudette Sanders permanecen ocultos en la Funeraria Bowie; el doctor Haskell, el señor Carty y Rory Dinsmore se encuentran en el depósito de cadáveres del Hospital Catherine Russell; Lester Coggins, Dodee Sanders y Angie McCain aún están en la despensa de los McCain. Al igual que Junior. Está entre Dodee y Angie, y les coge la mano. Le duele la cabeza, pero solo un poco. Cree que tal vez se quede a dormir ahí.
En Motton Road, en Eastchester (no muy lejos del lugar en el que se está llevando a cabo el intento de perforar la Cúpula con un compuesto ácido experimental a pesar del extraño cielo rosa), Jack Evans, marido de la difunta Myra, está de pie en el jardín trasero con una botella de Jack Daniels en una mano y el arma que ha elegido para proteger su hogar, una Ruger SR9, en la otra. Bebe y ve cómo caen las estrellas rosadas. Sabe lo que son, y pide un deseo por cada una que ve, y desea la muerte, porque sin Myra su vida se ha convertido en un pozo sin fin. Tal vez sería capaz de vivir sin ella, y tal vez sería capaz de vivir como una rata en una jaula de cristal, pero las dos cosas a la vez no. Cuando la lluvia de meteoritos se vuelve más intermitente (lo que sucede alrededor de las diez y cuarto, unos cuarenta y cinco minutos después de que empezara) toma el último sorbo de Jack Daniels, tira la botella en el césped y se revienta los sesos. Es el primer suicidio oficial en Chester's Mills.
Y no será el último.
Barbie, Julia y Lissa Jamieson observaron en silencio cómo los dos soldados vestidos de astronauta quitaban el fino tubo del extremo de la manguera de plástico. Lo depositaron en una bolsa de plástico opaco con cierre hermético, y luego metieron la bolsa en un maletín metálico con la inscripción MATERIALES PELIGROSOS.Lo cerraron con dos llaves distintas, y se quitaron el casco. Parecían cansados, acalorados y desanimados.
Dos hombres mayores -demasiado para ser soldados- se alejaron con un aparato de aspecto muy complejo del lugar en el que se había llevado a cabo el experimento con el ácido en tres ocasiones. Barbie dedujo que los tipos, posiblemente científicos de la NSA (la Agencia Nacional de Seguridad), habían hecho algún tipo de análisis espectrográfico. O que lo habían intentado. Se habían quitado la máscara antigás que habían utilizado durante el experimento y la llevaban sobre la cabeza, como si fuera un extraño sombrero. Barbie podría haberle preguntado a Cox qué conclusiones esperaban extraer de las pruebas, y quizá Cox podría haberle dado una respuesta directa, pero Barbie también estaba desanimado.
Encima de ellos, los últimos meteoros rosados surcaban el cielo.
Lissa señaló hacia Eastchester.
– He oído algo que ha sonado como un disparo. ¿Y vosotros?
– Seguramente el tubo de escape de un coche o un chico que ha lanzado un cohete -dijo Julia, que también estaba cansada y ojerosa. Cuando quedó claro que el experimento, la prueba con el ácido, por así decirlo, no iba a funcionar, Barbie la pilló secándose los ojos. Sin embargo eso no le impidió tomar fotografías con su Kodak.
Cox se acercó a ellos, acompañado por la sombra que los focos que habían montado arrojaban en dos direcciones. Señaló el lugar donde habían hecho la marca con forma de puerta.
– Supongo que esta aventura le ha costado setecientos cincuenta mil dólares al contribuyente estadounidense, eso sin contar los gastos de I+D necesarios para desarrollar el compuesto ácido, que se ha comido la pintura que habíamos puesto aquí y no ha hecho una puta mierda más.
– No diga palabrotas, coronel -dijo Julia con una sonrisa que no era más que una sombra de la habitual.
– Perdón, señorita editora -replicó Cox con amargura.
– ¿De verdad creía que esto iba a funcionar? -preguntó Barbie.
– No, pero tampoco creía que viviría para ver llegar al hombre a Marte, y ahora los rusos dicen que van a enviar una tripulación de cuatro personas en 2020.
– Ah, ya lo entiendo -terció Julia-. Los marcianos se han enterado y se han cabreado.
– En tal caso, han tomado represalias contra el país equivocado -dijo Cox… y Barbie vio algo en su mirada.
– ¿Está seguro, Jim? -preguntó con voz calma.
– ¿Cómo dice?
– Que la Cúpula es obra de extraterrestres.
Julia dio dos pasos al frente. Estaba pálida y le brillaban los ojos.
– ¡Díganos lo que sabe, maldita sea!
Cox levantó una mano.
– Basta. No sabemos nada. Sin embargo, hay una teoría. Sí. Marty, ven aquí.
Uno de los hombres mayores que habían llevado a cabo el experimento se acercó a la Cúpula. Llevaba la máscara antigás cogida de la correa.
– ¿Cuál es tu análisis? -le preguntó Cox, y cuando se dio cuenta de los titubeos del hombre, añadió-: Habla con franqueza.
– Bueno… -Marty se encogió de hombros-. Hay rastros de minerales. De contaminantes de la tierra y transmitidos por el aire. Por lo demás, nada. Según el análisis espectrográfico, esa cosa no está ahí.
– ¿Y qué hay del HY-908? -Y añadió para Barbie y las mujeres-: El ácido.
– Ha desaparecido -respondió Marty-. La cosa que no está ahí se lo ha comido.
– Según tus conocimientos, ¿es eso posible?
– No. Pero según nuestros conocimientos la Cúpula tampoco es posible.
– ¿Y eso te empuja a creer que la Cúpula podría ser la creación de alguna forma de vida con conocimientos más avanzados de física, química, biología o lo que sea? -Al ver que Marty dudaba de nuevo, Cox repitió lo que le había dicho antes-: Habla con franqueza.
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