– ¿Podré irme de aquí mañana? Tengo que ir a ver al jefe Randolph. Esos chicos violaron a Sammy Bushey.
– Y podrían haberte matado -replicó él-. Se te dislocara el hombro o no, tuviste mucha suerte de caer de ese modo. Ya me ocuparé yo de Sammy.
– Esos policías son peligrosos. -Piper le cogió la muñeca con la mano derecha-. No pueden seguir siendo policías. Harán daño a alguien más. -Se lamió los labios-. Tengo la boca muy seca.
– De eso ya me encargo yo, pero tendrás que tumbarte.
– ¿Extrajisteis muestras de esperma a Sammy? ¿Puedes compararlas con las de los chicos? Si puedes, acosaré a Peter Randolph hasta que los obligue a proporcionarlas. Lo acosaré día y noche.
– No tenemos la tecnología necesaria para comparar muestras de ADN -dijo Rusty. Además, no hay muestras de esperma porque Gina Buffalino la lavó, a petición de la propia Sammy -. Voy a buscarte algo de beber. Todas las neveras, excepto las del laboratorio, están apagadas para ahorrar energía, pero hay una nevera de camping en la sala de enfermería.
– Zumo -dijo Piper, y cerró los ojos-. Sí, me gustaría tomar zumo. De naranja o manzana. Pero no quiero V8. Es muy salado.
– De manzana -dijo Rusty-. Esta noche solo puedes tomar líquidos.
Piper susurró:
– Echo de menos a mi perro. -Luego volvió la cabeza hacia un lado. Rusty creía que cuando regresara con el zumo estaría dormida.
Cuando se encontraba en mitad del pasillo, Twitch dobló la esquina corriendo a toda prisa. Venía de la sala de enfermería.
– Sal fuera, Rusty.
– En cuanto le haya llevado a la reverenda Libby un…
– No, ahora. Tienes que verlo.
Rusty regresó a la habitación 29 y echó un vistazo. Piper roncaba de un modo muy poco femenino, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta el hinchazón de la nariz.
Siguió a Twitch por el pasillo, casi corriendo para mantener el ritmo de sus largas zancadas.
– ¿Qué pasa? -Aunque en realidad quería decir «¿Y ahora qué?».
– No te lo puedo explicar, y probablemente no me creerías si lo hiciera. Tienes que verlo por ti mismo. -Abrió las puertas del vestíbulo de golpe.
En el camino que llevaba al hospital, más allá de la marquesina donde desembarcaban a los pacientes, estaban Ginny Tomlinson, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, una amiga a la que Gina había llamado para que les echara una mano. Las tres se abrazaban, como si quisieran darse ánimos, y miraban el cielo.
Estaba lleno de rosadas estrellas refulgentes, y muchas parecían caer y dejar tras de sí una estela casi fluorescente. Rusty sintió un escalofrío en la espalda. Judy previó esto, pensó. «Las estrellas rosadas están cayendo en líneas.»
Y así era. Así era.
Parecía como si el cielo estuviera cayendo a su alrededor.
Alice y Aidan Appleton dormían profundamente cuando las estrellas rosadas empezaron a caer, pero Thurston Marshall y Carolyn Sturges no dormían. Estaban en el jardín trasero de la casa de los Dumagen viendo cómo trazaban esas brillantes líneas de color rosa. Algunas líneas se entrecruzaban y, cuando eso sucedía, formaban una especie de runas rosadas que destacaban en el cielo y luego se desvanecían.
– ¿Es el final del mundo? -preguntó Carolyn.
– En absoluto -dijo él-. Es un enjambre de meteoritos. Durante el otoño son muy habituales aquí, en Nueva Inglaterra. Creo que ya es tarde para las Perseidas, de modo que debe de ser una lluvia no recurrente. Tal vez sea polvo y fragmentos de roca de un asteroide que estalló hace un billón de años. ¡Piensa en eso, Caro!
Pero ella no quería.
– ¿Las lluvias de meteoritos siempre son de color rosa?
– No -respondió él-. Creo que fuera de la Cúpula debe de verse blanca y que nosotros la estamos viendo a través de una capa de polvo y materia. En otras palabras, contaminación. Ha cambiado de color.
Carolyn pensó en eso mientras observaban aquella pataleta rosa y silenciosa del cielo.
– Thurse, el pequeño… Aidan… cuando tuvo ese ataque, o lo que fuera, dijo…
– Recuerdo lo que dijo. «Las estrellas rosadas están cayendo. Dejan unas líneas tras ellas.»
– ¿Cómo podía saberlo?
Thurston se limitó a menear la cabeza.
Carolyn lo abrazó con más fuerza. En ocasiones como esa (aunque nunca había pasado por una situación exactamente como aquella en toda su vida), se alegraba de que Thurston fuera lo bastante mayor como para ser su padre. En ese instante deseaba que fuera su padre.
– ¿Cómo podía saber que iba a suceder esto? ¿Cómo podía saberlo?
Aidan había dicho algo más durante su trance profético: «Todo el mundo está mirando». Y a las nueve y media de esa noche de lunes, cuando la lluvia de meteoritos se encontraba en su punto culminante, esa afirmación se hizo realidad.
La noticia se extiende por teléfono móvil y por correo electrónico, pero principalmente siguiendo el método antiguo: de boca en boca. A las diez menos cuarto, Main Street está atestada de gente que observa los silenciosos fuegos artificiales. La mayoría de los presentes también guarda silencio. Unas cuantas personas lloran. Leo Lamoine, un miembro fiel de la congregación del Santo Redentor del difunto reverendo Coggins, grita que ha llegado el Apocalipsis, que ve los cuatro jinetes en el cielo, que el arrebatamiento empezará enseguida, etcétera. Sam «el Desharrapado», que volvía a estar en la calle desde las tres de la tarde, sobrio y malhumorado, le dice a Leo que, como no deje de decir tonterías sobre el Papalipsis, será él quien vea sus propias estrellas. Rupe Libby, de la policía de Chester's Mills, con la mano en la culata de la pistola, les ordena que cierren el pico de una puta vez y que dejen de asustar a la gente. Como si no estuviera ya asustada. Willow y Tommy Anderson están en el aparcamiento del Dipper's; Willow llora con la cabeza apoyada en el hombro de Tommy. Rose Twitchell está junto a Anson Wheeler frente al Sweetbriar Rose; ambos llevan aún el delantal y también ponen un brazo sobre el hombro del otro. Norrie Calvert y Benny Drake están con sus padres, y cuando la mano de Norrie se desliza hasta la de Benny, él la coge con un estremecimiento que las estrellas rosadas no pueden igualar. Jack Cale, el actual gerente del Food City, está en el aparcamiento del supermercado. Jack llamó a Ernie Calvert, el antiguo director, a última hora de la tarde y le preguntó si le importaría ayudarle a hacer el inventario a mano. Estaban enfrascados en la tarea, con la esperanza de haber acabado a medianoche, cuando estalló el alboroto de Main Street. Ahora están uno junto al otro, observando la lluvia de estrellas rosadas. Stewart y Fernald Bowie se encuentran frente a su funeraria mirando hacia el cielo. Henry Morrison y Jackie Wettington están al otro lado de la funeraria con Chaz Bender, que da clases de historia desde primaria hasta el instituto.
– No es más que una lluvia de meteoritos vista a través de la cortina de la contaminación -les dice Chaz a Jackie y a Henry… pero él también parece sobrecogido.
El hecho de que la materia acumulada haya cambiado el color de las estrellas hace que la gente considere la situación de un modo distinto, y los llantos se extienden rápidamente. Es un murmullo suave, casi como la lluvia.
A Big Jim no le interesa en absoluto ese puñado de luces sin importancia, sino la interpretación que hará la gente de ellas. Cree que esta noche todo el mundo se limitará a regresar a su casa. Sin embargo, mañana las cosas podrían ser distintas. Y el miedo que ve en la mayoría de los rostros tal vez no sea tan malo. La gente atemorizada necesita líderes fuertes, y si hay algo que Big Jim Rennie sabe que puede proporcionar, es un liderazgo fuerte.
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