– Me va usted a perdonar… -dijo el director general, tocándose los bordes de la corbata-, perdone usted, pero…
El gesto que hizo el presentador con la mano -se tocó el lóbulo de la oreja en la que llevaba el auricular que le permitía recibir las instrucciones de la sala de control- dejó entrever que le habían ordenado que frenara un poco al reportero de asuntos laborales y sindicales.
– Dani, Dani -le dijo Nejemya a Benizri-, te lo ruego, por favor, sólo…
Pero Dani Benizri lo ignoró por completo, e inclinándose hacia el director general, con toda tranquilidad, le dijo:
– Dígame, por favor, ¿qué alternativa tienen?
Las cejas claras y pobladas del director general se le subieron hasta la mitad de la frente, confiriendo a su cara redonda una expresión de asombro y estupefacción.
– Señor Benizri -le dijo, haciendo un evidente esfuerzo por ser comedido-, ¿se da usted cuenta de lo que está diciendo? ¿De manera que ésa es la única opción? Se trata de gente que durante años ha estado ganando fortunas, haciendo turnos y guardias, y hoy algunos de ellos viven en zonas residenciales…
– ¡Señores! -exclamó el presentador, pero ambos lo ignoraron.
– ¿Qué? -dijo sorprendido Benizri-. Pero ¿qué es lo que está diciendo? ¿Que son millonarios?
Nejemya volvió a tocarse la oreja y frunció el ceño, hasta que un profundo surco se dibujó entre sus cejas.
– Eh, Dani, te lo ruego -dijo, agitando la mano hacia un lado, como si apuntara en dirección a la mesa de la sala de control, que se encontraba tras la mampara de vidrio y no aparecía en la pantalla. En la sala de control estaban sentadas la directora, la productora y el resto del equipo del estudio. Miró hacia ellos suplicante, como pidiendo auxilio, pero nadie podía prestarle ayuda. Era una emisión en directo y, si él no lograba moderar el debate, sus invitados seguirían discutiendo de aquella forma caótica y desordenada.
– Yo sólo puedo hablar de hechos -dijo el director general, examinando las hojas que había desplegado sobre la mesa.
Siendo como era un buen presentador de televisión, Nejemya sabía que debía controlar la situación, de modo que se inclinó también sobre aquellos papeles, pero su gesto resultó algo patético al oírse al fondo la voz de Benizri, que inquirió:
– ¿A qué urbanizaciones se refiere usted?
El director general puso la mano sobre los papeles que tenía delante y dijo:
– Algunos de los obreros cobraron más de treinta mil shekel al mes durante las semanas en las que hacían turnos…
– Está usted engañando deliberadamente a la opinión pública -exclamó Dani Benizri, dirigiéndose al director general, al tiempo que le lanzaba a Nejemya una mirada de reproche-, está engañando a los telespectadores, porque ninguno de ellos es rico -recalcó-, y nadie ha ganado las fortunas que ha mencionado. Hubo un solo caso, se llamaba Baruj Hason, aunque aquello sólo duró un mes, hace tres años y medio, cuando llegó un gran pedido desde Grecia…
En la sala de control se produjo un gran revuelo. La productora agitó los brazos y le gritó a Nejemya que controlara el debate. Nejemya carraspeó, se movió incómodo en su silla, se tocó la oreja como queriendo sacar fuerzas y autoridad del pequeño auricular transmisor por el que le llegaba la voz de la productora, e interrumpió bruscamente al director general:
– Estos graves eventos nos recuerdan el terrible caso de Hanna Cohen -y, dirigiéndose a Dani Benizri, añadió-: ¿Cree que las cosas podrían deteriorarse hasta llegar a una situación semejante?
Benizri también miró por un instante a un lado, hacia la mampara de vidrio.
– Ya que me lo pregunta -le dijo con mucha parsimonia y recalcando cada sílaba-, si una actuación inadecuada de la policía llegara a causar otra vez una desgracia y una traged…
El director general también se movió incómodo en su asiento y gesticuló enérgicamente con las manos.
– Me va usted a perdonar, con todos mis respetos -insistió-, pero cuando un puñado de gente decide tomarse la justicia por su mano, a la policía no le queda más remed…
– ¡A ellos tampoco les queda más remedio! -exclamó Dani Benizri.
Los que estaban en la sala de redacción miraron la pantalla.
– Pero ¿qué es esto? ¿Benizri se ha vuelto majara o qué? -exclamó Elmaliaj, el cámara, con la boca llena, y dejó las sobras del bocadillo sobre la mesa de reuniones-. ¿Por qué se estará tomando tan a pecho la discusión?
En el monitor apareció bien grande el rostro del director general del Ministerio de Economía, un rostro que dejaba traslucir una gran incomodidad.
– Me va usted a perdonar -le gritó a Benizri-, me va usted a perdonar la pregunta, pero ¿es usted reportero de asuntos laborales y sociales o líder sindical? Se supone que usted debería ser neutral, ¿no?
Dani Benizri se disponía a decir algo pero Nejemya, tras palpar el auricular transmisor que llevaba en la oreja y volver a sacar de él renovadas fuerzas, posó una mano sobre el brazo del reportero y tomó la palabra.
– Con su permiso, señor director general, un momento -exclamó-. Dani, Dani, te lo ruego, Dani, vamos a poner una parte del documental que hiciste sobre la fábrica Jolit hace un año para el programa de Arieh Rubin El aguijón de la justicia.
Pero el director general no quiso callarse, al contrario, agitando un dedo amenazador hacia Dani Benizri, exclamó:
– ¡No toleraré más sus insultos!
La salvación vino de la sala de control, donde la directora interrumpió el debate y mandó proyectar la cinta en la que se veían los acontecimientos ocurridos un año antes en la fábrica de botellas Jolit. Antes de que Nejemya lograra decir algo inteligible o anunciar el paso a la grabación, apareció en la pantalla una mujer en una azotea, gritando. Sólo los muy enterados percibieron que se trataba de una grabación antigua.
La sala de noticias permaneció en silencio hasta que Hefets se acercó al teléfono, marcó y dijo en voz baja por el auricular: «Pásame a Dalit». Al cabo de un momento todos oyeron sus gritos:
– ¿Por qué no aparecen los letreros? Pensarán que es una grabación actual, quiero que vuelvan a decir que se trata de una parte de un reportaje de archivo. Arréglalo, ¿me has oído? -y después, dirigiéndose a Niva, rojo de rabia-. ¡Ahí la tienes! -le gritó-. ¿No querías a una mujer como editora de los informativos? ¡Pues ya lo ves, un fallo detrás de otro! ¿Estás contenta?
Pero Niva no se inmutó, sino que sonrió levemente y dijo:
– ¿Y qué? ¿Un hombre lo habría hecho mejor?
Mientras tanto se veía en la pantalla a Hanna Cohen en la azotea de la fábrica, y debajo el letrero: «Imágenes de archivo», que ocultó las palabras «Hanna Cohen» y «Fábrica Jolit en el sur de Israel». Se oía, además, una voz que decía: «Hace seis meses que todas las mañanas le ruego, de rodillas, que nos pague el sueldo… No es una limosna… es nuestro trabajo… Y él… ven mañana… ven mañana… ¡Ya no hay mañana! ¡No hay mañana! ¡Viven en urbanizaciones y conducen Volvos, mientras nosotros no tenemos dinero ni para dar de comer a nuestros hijos! ¡No hay mañana! ¿Qué les voy a dar de comer a mis hijos?». Al pie del edificio se veía a unas cuantas personas mirando hacia la azotea. Después aparecieron unos policías que golpearon la puerta y amenazaron con abrirla a la fuerza, y unos manifestantes que forcejeaban con ellos, intentando detenerlos, hasta que los policías irrumpieron en la azotea y los manifestantes huyeron… En la pantalla se veía a algunos de ellos gritando: «No os acerquéis por aquí» y «Vamos a quemar la fábrica»… Y en medio de todo aquel caos se veía a Hanna Cohen empujada por los manifestantes, intentando mantener el equilibrio, y dos policías que se abrían paso hacia ella para bajarla de la azotea… Hasta que finalmente se veía a Hanna Cohen cayéndose al vacío.
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