Batya Gur - Asesinato en directo

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Asesinato en directo: краткое содержание, описание и аннотация

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El cadáver de una mujer aparece en los vestuarios de los estudios de la televisión israelí. El caso se lo adjudican al inspector Michael Ohayon, que emprenderá una complicada y sangrienta investigación que lo llevará por los pasillos de los estudios de la televisión oficial y especialmente por los meandros de las relaciones, tensiones, miedos y amores del personal de la televisión, desde el técnico más sencillo hasta el mismo director. En Asesinato en directo, Batya Gur elige como escena del crimen la televisión isaraelí. Lugar donde se forja la conciencia nacional, donde se muestran las tensiones políticas, los enfrentamientos, la corrupción y las divisiones étnicas, sociales y religiosas que agitan el país.

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Tsadiq sintió un escalofrío. Se apoyó contra la pared y preguntó con voz temblorosa:

– ¿Las doce menos diez? ¿Estás seguro?

– Seguro, ya te lo he dicho, mi mujer justo…

– Han dicho que probablemente murió sobre las doce -dijo Tsadiq, como si estuviera pensando en voz alta-. Eres consciente de que… Pero ¿estás seguro de que era Tirtsa?

– No estoy del todo seguro -confesó Mati Cohen-, pero casi, aunque no sé quién estaba…

– Dejémoslo por ahora -le sugirió Tsadiq-; más tarde, después de la reunión, lo hablaremos. Quizá haga falta… Pero entonces la policía empezará a marearme… Esperemos un poco.

– Tsadiq -exclamó Aviva malhumorada desde su despacho, situado enfrente del de su jefe-, ya están todos dentro, ¿qué les digo?

3

– Aquel que no levante la cabeza de su propia basura, nunca podrá saber qué hay detrás de la esquina, aunque sea tan listo como Shimshi no le servirá de nada, porque cuando uno está metido en la mierda no ve nada -dijo Rahel Shimshi, agarró con fuerza la mano de Sarit y la hizo sentarse a su lado, en un extremo del sofá.

De las cinco mujeres que se encontraban en su salón, frente al televisor, mirando quietas los nubarrones de humo negro que envolvían a Dani Benizri en la entrada del túnel, por quien Rahel Shimshi más preocupada estaba era por Sarit; no sólo por los problemas que había tenido para quedarse embarazada, hasta el punto de que habían pensado que nunca lo conseguiría, sino también por la promesa que le había hecho a Adele. En sus últimos días, cuando ya apenas podía hablar, Rahel le prometió que cuidaría de la niña. ¿Acaso por estar casada y embarazada no seguía Sarit siendo una niña? Tras la desaparición de Adele ya no tenía con quién hablar ni a quién confiarle sus cosas, así que lo único que le quedaba era cuidar de Sarit. Sarit acarició los dedos de Rahel Shimshi, volvió a ponerse de pie, señaló el televisor y gritó:

– Dejadme, mirad lo que está pasando ahí.

– No estamos ciegos. Todos vemos lo que está pasando -le dijo Rahel Shimshi mirando el humo negro que salía de la entrada del túnel y envolvía a Dani Benizri, quien unos años antes había estado comiendo en su casa. Por eso Shimshi creía que se pondría de su lado y había exigido su presencia. Cuando Rahel se despertó, a las dos de la madrugada, y vio a Shimshi vistiéndose en la oscuridad, como un ladrón, intentó disuadirlo. Le dijo que no valía la pena. Todavía ahora se alteraba al recordar cómo había intentado escaparse de casa sin que ella lo notara. Se vistió en la cocina, dejó los zapatos en el pasillo, e intentó salir en secreto. No quería problemas. Pero basta con que haya tenido un solo hijo para que el sueño de una mujer se vuelva muy ligero. Y mucho más habiendo criado a seis: siempre mantiene un oído alerta para percibir su llanto. Desde que sus hijos nacieron, Rahel oía todos los ruidos. ¿Ruidos? Bastaba con que alguien se moviera de noche. Shimshi caminó, despacio y de puntillas, hacia la cocina. Ni siquiera se preparó un café ni encendió la luz. Y eso que ella le había advertido un montón de veces que no valía la pena luchar, que los dueños de la fábrica ganarían la partida de todas maneras, como siempre -los ricos cada vez más ricos y los pobres de mal en peor-. Que la vida era lo único que importaba, porque ya lo habían perdido todo, que era mejor aceptar la indemnización y esperar a ver qué pasaba. Pero Shimshi… Él nunca se podía dar por vencido, además de que tenía que dar ejemplo como presidente del comité. Pero ¿por qué tenía que llevarse a Avram, justo cuando Sarit acababa de conseguir quedarse embarazada? Y no sólo a Avram, sino que se había llevado también cuatro camiones de la fábrica.

Desde que lo vio salir de casa la noche pasada -por la cara que puso al ser descubierto, si no lo hubiera conocido habría pensado que se estaba escapando para verse con otra mujer-, no había dejado de pensar en una película que había visto hacía un tiempo por la tele. Una y otra vez volvían a su cabeza las imágenes de esa película de Clint Eastwood, cuyo nombre había olvidado, pero no así el argumento: un hombre iba en busca de su propia muerte, luchando por la justicia aun a costa de sacrificar su vida por enfrentarse a los malvados. ¿O es que los del gobierno no eran también unos malvados? Sabía que eran unos auténticos malvados, lo mismo que la ministra, de quien se veía a la legua que no movería un dedo por nadie. Por eso ella, Rahel, le había dicho a Shimshi: «Sobre mi cadáver», y había intentado tumbarse delante de la puerta. Si se hubiera enfrentado a ella, seguramente habría logrado detenerlo con las uñas. Pero Shimshi no era tonto. La conocía demasiado bien. No se enfrentó a ella, sino que se puso a su lado, junto a la puerta, de rodillas, y le dijo muy tranquilo: «Rahel, hazme el favor, no me queda otra opción; si no, perderé mi dignidad. Están riéndose de nosotros, burlándose, es una cuestión de dignidad, entiéndelo, algo mucho más importante que el dinero». Y no lo pudo detener. Shimshi no quiso explicarle cuáles eran sus planes, de modo que ella se figuró que se encerrarían en la fábrica. Sin embargo, de todo lo que estaba viendo ahora en el televisor, ella no había tenido ni idea, ni de que pensaran utilizar dinamita, ni bombardear el túnel, ni secuestrar a la ministra. No tenía ni idea de todo eso. Tampoco de que reclamarían la presencia de Dani Benizri. Pero Shimshi la había mirado con una expresión de súplica, y ella no era capaz de causarle más problemas, además de que entendió que no podía hacer nada.

Había que vaciar el cenicero y preparar más té. Rahel Shimshi entrecerró los ojos mientras en la tele intentaban dilatar el tiempo, y todas las chicas la miraron como si fuera su mentora, como si no bastara con que su marido fuera el presidente del comité. Fani, que no había dejado de enrollarse en el dedo las puntas de su pelo rubio, sostenía ahora al bebé y le daba golpecitos en la espalda, aunque ya se había callado, mientras fumaba sin parar. También Sarit estaba fumando, porque no había sido capaz de dejar el tabaco a pesar de su embarazo. Y allí estaba también Rosi, con las piernas hinchadas por el azúcar. Cualquiera que las viera así no podría dejar de pensar: ¡pobrecitas! Y los niños… ¿Qué iba a ser de los niños? Mejor no decir nada, ni una palabra acerca de su futuro. Porque ella sabía muy bien lo que iba a ocurrir, que, con la ayuda de Benizri o sin ella, acabarían todos en la cárcel. Todos. Su Shimshi, y Gerard, el marido de Fani, y Meir, el de Simi, y también Avram, el de Sarit. Dejar así a una mujer en mitad de su primer embarazo, después de todas las complicaciones que habían tenido, y marcharse en plena noche con todos esos viejos que ya no tenían nada que perder…; eso es lo que le había dicho a Shimshi cuando lo descubrió intentando escapar de casa a las dos de la noche, creyendo que ella era una vieja que no oiría nada.

– Tú sí que eres un viejo -le dijo-, que ya no tiene energía para estas luchas.

– Precisamente porque soy un viejo -le contestó él-, no tengo nada que perder.

Y no es que ella no lo entendiera; claro que lo entendía. Pero cómo era posible que alguien como él, con la cabeza en su sitio, él, que siempre había pensado en los niños y en los nietos y en el pequeño Dudi, que celebraría su bar-mitzva dentro de un mes, hubiera organizado… fuego y humo… secuestro de la ministra; y todo sin decirle a ella ni una sola palabra. Sólo un suicida secuestraría a la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales y daría un ultimátum con la amenaza de hacerlos saltar a todos por los aires. Y ahí estaban ahora con ella las chicas, lamentándose inútilmente, porque lo que ella opinaba es que la situación se había hecho imprevisible y ya sólo Dios podría ayudarlos.

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