– ¿No sabe qué le tenía tan preocupado?
– Ojalá lo hubiera sabido. Probablemente, me habría ahorrado muchos sufrimientos.
– Dígame una cosa -dijo Michael, pasándose el lápiz de una mano a la otra-, ¿cuánto puede valer un manuscrito antiguo de una obra musical?
– ¿Una obra importante?
– Pongamos que sí.
– Depende de su antigüedad. ¿Realmente antiguo?
– Digamos que un manuscrito barroco.
– Podría valer millones. El valor disminuiría un tanto si en lugar de estar firmado por el compositor fuera una copia de la época. Como es natural, lo principal es quién es el autor.
– ¿Sabe que el fontanero al que decía estar esperando sí que se presentó en realidad? -preguntó Michael sosegadamente-. Sobre el mediodía.
Izzy no dijo nada.
– Y usted no estaba en casa. El día que asesinaron a Gabriel. ¿Sabe que la poligrafía muestra algo muy poco claro en ese punto?
– Yo no maté a Gabi. Lo quería, créame -dijo Izzy Mashiah con voz sorda-. Pero si, a pesar de todo, sospecha de mí, me da igual. Ya no me queda nada que perder. Por lo que a mí respecta, puede detenerme ahora mismo.
– Estoy hablando de que salió de casa -le recordó Michael-. Usted aseguró haber estado en casa todo el día. ¿Salió o no salió de casa?
– Estuve en las inmediaciones del edificio -respondió Izzy Mashiah en un susurro.
– ¿De qué edificio? -preguntó Michael para que se grabara una respuesta más clara.
– Enfrente del auditorio.
Michael encendió un cigarrillo.
– No entré. Le juro que no puse el pie dentro.
– Pero estuvo fuera.
– Quería asegurarme de que realmente… yo… lo estaba siguiendo -Izzy Mashiah hablaba con los ojos bajos-. Quería comprobar si el coche estaba ahí.
– ¿Y estaba?
– No -dijo Izzy Mashiah tristemente-. No estaba. Me había olvidado por completo de que se lo iba a llevar Ruth. Y pensé: «Me está mintiendo». Me dice que está en un sitio y está en otra parte. Mi imaginación empezó a funcionar a toda marcha, me fui montando toda una película hasta que… hasta que vino usted y me dijo que había muerto -dijo con voz destemplada.
– ¿Por qué no nos ha contado antes todo esto? -preguntó Michael en un tono amable, paternal-. ¿Porque sentía miedo? ¿Le daba miedo que lo considerásemos sospechoso del asesinato? ¿Por eso no nos contó que estuvo a las puertas del lugar del crimen?
– No -musitó Izzy Mashiah-. No tiene nada que ver con eso. Me da igual que me consideren sospechoso. Me siento como si ya no tuviera nada que perder. No fue por miedo.
– ¿Por qué entonces? -insistió Michael.
Con la voz ahogada, desde detrás de las manos que volvían a taparle el rostro, Izzy Mashiah le espetó:
– Fue por vergüenza -lloraba a moco tendido-. Por vergüenza y nada más. Estaba avergonzadísimo -dijo; sollozó y se descubrió la cara, bañada en lágrimas.
Michael aguardó largo rato hasta que se acallaron los sollozos. Le sobró tiempo para formular mentalmente la siguiente pregunta, y, llegado el momento, la planteó en tono autoritario:
– ¿Podría identificar un antiguo manuscrito de una composición musical? ¿Del periodo barroco?
– ¿Identificar? ¿A qué se refiere? ¿A que diga quién es el autor? -preguntó Izzy Mashiah, confuso.
– Imaginemos que le enseño una partitura original de una obra de Vivaldi, ¿sabría identificarla como un manuscrito de aquel periodo?
– Claro que sí -repuso Izzy Mashiah con confianza-. Son cosas inconfundibles. En Salzburgo, por ejemplo, se exponen partituras originales de Mozart. He visto multitud de partituras de ese estilo en los museos, y también las he visto fotografiadas en los libros.
– ¿Podría identificarla entonces? -lo interrumpió Michael-. Sin necesidad de garantizar quién fue el autor.
– Podría decir si tiene aspecto de ser un manuscrito antiguo -repuso Izzy con cautela-. Pero circulan muchas falsificaciones. En realidad, haría falta que lo viera un experto. Pero yo podría decir si parece antiguo. Y usted mismo también podría, en realidad. No es difícil. Porque el papel era muy distinto del que se utiliza ahora.
– ¿Conoce la música de Vivaldi?
– Desde luego.
– ¿Todo lo que compuso?
– ¿Todo? -se echó a reír-. Decir «todo» es un poco exagerado. Compuso centenares de piezas. Pero conozco bien a Vivaldi. Como cualquier músico serio.
– En ese caso -dijo Michael-, acompáñeme.
Obedientemente, Izzy Mashiah se colgó la bolsa al hombro y recogió las llaves del coche y, sin preguntar cómo ni por qué, siguió a Michael.
Cuando llegaron al psiquiátrico, Michael le pidió que lo esperase en el coche. Tras una breve escaramuza con la enfermera («Ya tenemos aquí a un policía», argumentó la mujer. «Debemos pensar en el bienestar de los pacientes y no sólo en sus intereses»), y después de que Zippo saliera de la habitación y se apostara en el pasillo, a Michael le concedieron permiso para entrar a hablar con Herzl.
Una vez más se encontró junto a una persona fuertemente sedada, una persona que tenía los ojos cerrados y se negaba a colaborar. Tras varios intentos fallidos de hacerle reaccionar andándose por las ramas, Michael decidió cambiar de táctica e ir derecho al grano. Tocó el brazo flacucho de Herzl, que abrió los ojos. Antes de que le diera tiempo a retirar el brazo, Michael le preguntó:
– ¿Quién trajo a Israel la partitura?
Herzl abrió la desdentada boca, se manoseó los cuatro pelos que le crecían en la cabeza y a sus ojos asomó un destello de gran lucidez, de lucidez y pánico. Miró en derredor, se convenció de que no había nadie más en la habitación, se incorporó en la cama y miró a Michael. De pronto, pidió un cigarrillo. Michael se apresuró a ofrecerle uno, se inclinó para encendérselo, luego encendió otro para él, dio una calada y volvió a preguntar:
– ¿Quién trajo la partitura?
– Es usted policía, ¿verdad? -afirmó Herzl sin rodeos. Parecía en pleno dominio de sus facultades.
– Soy policía -ratificó Michael-. ¿Quién trajo la partitura?
– Usted ni siquiera reconocería esa música -masculló Herzl despectivo, con desconfianza.
– Explíqueme usted qué es -replicó Michael amablemente, y le ofreció un vaso de plástico para que echara la ceniza.
– Aquí no nos dejan fumar -se quejó Herzl y, sin la menor pausa, añadió-: Felix quería regalársela a Gabi. Decía que tenía que ser para él. Le serviría para alcanzar la reputación que se merecía.
– ¿La trajo él de Holanda?
Herzl meneó la cabeza.
– Felix no, fui yo. La traje yo. Él no podía ir, por Nita. Estaba a punto de dar a luz. Felix fue más adelante. Para revisar los documentos de autenticidad. Pero, al recibir la primera llamada, fui yo quien viajó allí. Me envió Felix. Siempre me enviaba a mí. Felix y yo -Herzl cruzó los dedos- éramos uña y carne. Yo lo comprendía. Pero luego cometió un error -cabeceó-. Un error muy grave.
Michael escuchó durante largo rato el tortuoso discurso, con sus digresiones, descripciones pormenorizadas, asociaciones y regresiones, hasta que al fin logró captar el meollo de la cuestión. («Le dije: "¿Por qué Gabi en vez de Theo? ¿Por qué no se lo cuentas a Theo? Él también tiene derecho". Se puso furioso. Se enfadó muchísimo porque le dije que si él se lo contaba a Gabi, yo se lo contaría a Theo antes. Y yo también me enfadé. Al final le retiré la palabra. Por eso cerramos la tienda. Y después… después murió», dijo casi con sorpresa.) Con un torrente de palabras en el que incluyó una descripción detallada de la ciudad de Delft y de su enorme iglesia, y del anticuario amigo de la infancia de Felix, Herzl se refirió a un viejo órgano de iglesia que el anticuario en cuestión había comprado para Felix, quien pretendía restaurarlo. Habló a continuación de cómo habían desmontado el órgano, de que tenía dos tableros superpuestos y del manuscrito.
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