Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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– ¿Cómo lo espiaba? -preguntó Michael; contuvo el aliento y trató de poner aire indiferente-. ¿Qué descubrió?

– Miraba su agenda, le abría el correo -musitó Izzy Mashiah-. Y, al final, fui a Holanda para ver con quién estaba… pensaba que tenía una relación en Delft.

– ¿Por qué en Delft?

– Llegaron un par de cartas de allí, y… -se quedó en silencio.

– ¿Y tenía esa relación?

– No era nada de lo que me había imaginado -gimió Izzy Mashiah-. Estaba seguro, casi seguro, me daba muchísimo miedo. Lo llamaron por teléfono desde Delft. Un par de veces. Y le enviaron un fax. En su agenda descubrí un nombre con el número de teléfono correspondiente.

– ¿Qué ha hecho con su agenda?

– Se la quité -reconoció Izzy Mashiah-. La escondí entre mis papeles, en el trabajo, y él pensó que la había perdido. No tenía otra manera de revisarla. Tuve que… en realidad la robé, y luego no se la pude devolver.

– ¿Y después de que muriera? ¿Ha seguido guardándola allí?

Izzy Mashiah negó con la cabeza.

– La he quemado -dijo en tono culpable-. Me daba miedo que… después de la prueba poligráfica, y de ver cómo me miraba el otro policía, tuve un ataque de pánico.

– ¿La ha quemado? ¿Cómo?

– ¿Qué más da? La he quemado.

– ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Bueno, no es que la quemara exactamente -Izzy Mashiah parecía avergonzado, su mirada vagaba inquieta de aquí para allá-. Suena mejor decir que la quemé, pero ¿dónde la iba a quemar? La partí en pedazos.

– ¿Cuándo?

– Después de mi primera visita a la comisaría. La partí en pedacitos y…

– ¿Y…?

– Y la tiré por el retrete -reconoció. Tenía la cara arrebolada-. Ya sé que parece horrible -tartamudeó-. Ya sé que parece que no he cuidado el recuerdo de Gabi. Que desprecio sus cosas. Pero no es verdad -miró a Michael a los ojos-. No es verdad en absoluto. Créame, no es lo que parece. El problema es que tenía mucho miedo, y vergüenza también. Va en contra de mis principios sobre el respeto a la intimidad. Era la primera vez que hacía algo así, créame.

– ¿Y qué ponía en la agenda?

– Los nombres holandeses que he mencionado antes. Todos de hombres. Y sonaban tan… Hans, Johann, sonaban tan extranjeros, holandeses o alemanes… Pensé que se había cansado de mí. Que se había enamorado. Al final, fui a comprobarlo en persona -concluyó a la vez que se le escapaba un sollozo.

– Estuvo usted en Holanda. Eso lo sabemos. Ya nos lo había dicho. Estuvo allí justo antes de que asesinaran a Felix van Gelden.

– Y también estuve en Delft -reconoció Izzy Mashiah-, y me presenté en la dirección de Hans van Gulik.

– Van Gulik, ¿no se llama así el escritor de las novelas de detectives chinas que leía Gabriel? -preguntó Michael en un tono premeditadamente agradable.

– Eso es -dijo Izzy Mashiah sorprendido-. Pero no es el mismo Van Gulik.

– Así que fue a su casa -dijo Michael, retomando el hilo del interrogatorio.

– Era una tienda de antigüedades. Entré. Había un par de empleadas. Es una tienda bastante grande, mayor que la de Felix. Atiborrada de muebles viejos, y también había un viejo. Más o menos de la edad de Felix.

– ¿Habló con él?

– Les dije a las mujeres que buscaba a Hans van Gulik -dijo Izzy con voz ronca-. Una de ellas señaló al viejo y dijo: «Ahí tiene al señor Van Gulik».

– ¿Y entonces?

– Entonces comprendí que había metido la pata hasta el fondo, pero aun así me dirigí hacia él. Le pregunté… le dije que me enviaba Gabi. Se puso muy tieso y me miró como si hubiera incurrido en una terrible imprudencia. Como si… me apresuré a aclararle que Gabi me lo había recomendado como anticuario de confianza. Que andaba buscando un clavecín antiguo que pudiera restaurar. Hablé por los codos y vi que su actitud se iba transformando por completo. Al principio estaba muy tenso, pero en cuanto aludí al clavecín se volvió muy cortés, y yo comprendía que había gato encerrado. No es que no fuera amable. Me preguntó si conocía a Felix. Incluso preguntó por Herzl.

– ¿Conocía a Felix y a Herzl?

– Me contó que era amigo de la infancia de Felix. Quise decirle que yo también formaba parte de la familia, que Gabi y yo… Pero no dije nada.

– ¿Y el otro hombre?

– En la agenda sólo ponía «Johann – Amsterdam», y el nombre de un café que no recuerdo.

– ¿Se lo contó a Gabi al volver?

– ¿Cómo se lo iba a contar? -exclamó Izzy Mashiah-. Después de que su padre muriera así, ¿cómo iba a importunarle con mis miedos? Ni siquiera estaba con él cuando sucedió. Llegué unos días después.

– ¿Así que en realidad no asistió a un congreso?

– Sí, claro que asistí. Ustedes mismos lo han verificado. Le traje toda la documentación a esa chica.

– ¿Qué chica?

– La rubia de pelo corto. Le entregué toda la documentación el día después de entregarle a usted mi pasaporte. Estuve en el congreso en Francia y luego fui a Holanda sólo por el asunto de Gabi. Lo llamé desde París y le dije que me iba a tomar unos días de descanso. No entré en detalles. Me daba miedo decirle la verdad, y además quería que se reconcomiera un poco -confesó avergonzado-. No sabía que iban a asesinar a su padre en mi ausencia -volvió a sepultar el rostro en las manos.

– ¿Y cómo reaccionó ante sus ambigüedades? ¿Él también se puso celoso?

– No -Izzy Mashiah suspiró-. Tratar de inspirarle celos era una pérdida de energía. Hace mucho tiempo le dije que no se permitía sentir celos, que era un mecanismo de defensa porque tenía miedo a que le hicieran daño. Pero él se echó a reír y me dijo: «Estoy convencido de que nadie puede significar para ti lo que yo significo. Y si llegaras a encontrar a alguien que te importara más, sería una señal de que las cosas tenían que ser así». Yo le envidiaba esa fortaleza. ¡A su lado me sentía débil y vulnerable! Soy absolutamente incapaz de sentirme tan seguro como él. Pero ahora me parece que era un mecanismo de defensa. No se permitía quererme tanto como yo lo quería. Eso me parece ahora.

– En su opinión, los celos son una muestra de amor -concluyó Michael-. ¿De verdad lo cree así?

Izzy Mashiah asintió no sin cierto titubeo, y dijo:

– Mire, no soy tan simplista. Sé que mis miedos no son necesariamente proporcionales a mi amor. Ser tan vulnerable es un problema. La actitud posesiva no tiene por qué estar relacionada con el amor. Pero, a fin de cuentas, son sentimientos humanos. Casi se podría decir que forman parte de la naturaleza humana, y que se manifiestan cuando tenemos encuentros profundos con otras personas. De no ser así, ¿por qué sentiríamos miedo?

Michael guardó silencio.

– El racionalismo de Gabi nunca me convenció. Tenía un gran poder sobre mí, era como si estuviera seguro de que para mí él era…

– ¿Odiaba a Gabi cuando fue a Holanda?

Izzy Mashiah lo miró alarmado.

– ¿Odiarlo? ¿Cómo iba a odiar a Gabi? Tenía miedo. Ya le he dicho que temía que quisiera dejarme. Que hubiera otra persona. Yo qué sé -continuó con aire introspectivo-, tal vez también lo odiaba. Supongo que sí. En todo caso, lo pasé fatal.

– ¿Y una vez que conoció a Hans van Gulik?

– En cierto sentido, eso me tranquilizó. Pero no del todo -reconoció Izzy Mashiah-, porque pensé que quizá el tal Hans le había puesto en contacto con otra persona. Con Johann, por ejemplo. Pero a altas horas de la noche, cuando me desvelaba, pensaba que tal vez fuera otro asunto el que se traía entre manos con él. Un asunto de gran importancia. Tan importante como para que hiciera dos viajes a Holanda sin explicarme nada de ellos. De pronto, me enfurecí con él porque me hubiera dejado al margen. Pero después mataron a su padre, y después de eso…

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