– Pero no buscábamos un manuscrito. Lo que no se busca no se puede encontrar. ¿Cómo vas a encontrar algo si ni siquiera sabes que existe?
– Tonterías -replicó Balilty-. Toda la vida me he ido encontrando cosas que no buscaba. Por lo general, las encuentro precisamente cuando no las busco. Y tú… ¿quién ha encontrado a una niña sin buscarla? -preguntó provocadoramente, pero enseguida se dio cuenta del patinazo y cambió de tema-. Me he destrozado la espalda -dijo haciendo una mueca-. Sólo espero que no sea como el año pasado cuando… ¿Por qué tienes que hacerlo todo personalmente? ¿Por qué debemos encargarnos nosotros de este registro? -protestó inesperadamente-. Podríamos encargar a unos cuantos hombres que le dieran una buena vuelta a todo. Basta con decirles lo que tienen que buscar.
– No estás obligado a quedarte. Podemos hacerlo entre Ya'ir y yo. Y tú…
– No lo verán tus ojos, amigo mío -lo interrumpió Balilty a la vez que se arrodillaba ante la estantería-. No pienso perdérmelo, por mucho que no crea que esto vaya a valer de algo. Pero estoy dispuesto a soportar hasta el dolor de espalda por ese dos por ciento de posibilidades de que lo encontremos.
– Va a llover -dijo Ya'ir mientras husmeaba el aire después de abrir la ventana-. Lo noto, esta tarde lloverá. Quizá por eso le duele la espalda. En días como éste, a mi padre le duelen las piernas.
Balilty le dirigió una mirada colérica.
– Nunca me equivoco en este tipo de cosas -insistió el sargento-. Mire esas nubes.
– Os voy a decir una cosa -dijo Balilty mientras sacaba un rimero de libros de la estantería y los depositaba en el suelo, examinaba el fondo de madera de la estantería y comenzaba a hojear los volúmenes-. He aprendido mucho de falsificaciones con lo del asunto del cuadro. Aunque encontremos la partitura, y no lo creo, pasarán siglos hasta que consigamos que la autentiquen.
– Por lo que ha dicho Herzl Cohen, tengo la impresión de que esa cuestión ya está resuelta -replicó Michael-. Fue el motivo de que Felix van Gelden viajara un par de veces a Amsterdam después de que Herzl trajera la partitura. Y Gabriel van Gelden hizo otro viaje con el mismo propósito hace no mucho.
Pero Balilty, arrodillado y con una mano apretada contra la espalda, no estaba dispuesto a dejar que las cosas se quedaran así. Su gesto de exagerada concentración, una especie de mueca que le achicaba los ojos, fijos en un lugar invisible y lejano, indicaba que estaba a punto de lanzar un sermón.
– Aún no consigo creerme que Zippo le haya hecho hablar -dijo Balilty-. Para que veas. Como solía decir mi madre, al final Dios le saca su utilidad a cada cual. Nunca se sabe por dónde van a salir los tiros. Ni quién se apuntará un tanto. La espalda me está matando.
– Se le pasará cuando empiece a llover -prometió el sargento Ya'ir, que seguía en pie junto a la ventana abierta-. Ya no tardará en caer. ¿Quiere que empiece registrando esto? -preguntó, y se acuclilló junto al largo nicho que había bajo la ventana. Sin esperar a que le respondieran, abrió la fina y blanca puerta corredera de madera y comenzó a sacar partituras encuadernadas en negro con rótulos rojos pegados al lomo.
– El caso Malskat, por ejemplo -dijo Balilty dándose aires de importancia-, resulta de lo más interesante. ¿Has oído hablar de ese caso?
– No -repuso Michael; volcó el cajón superior del escritorio sobre la alfombra y comenzó a revisar todos y cada uno de los papeles y a mirar las fotos. En una de ellas se veía a Theo junto a Leonard Bernstein entre un grupo de personas vestidas de etiqueta, y en otra, una vieja instantánea en blanco y negro, reconoció de inmediato a Nita de niña, en la cara una sonrisa que dejaba al descubierto los huecos entre sus dientes y le pintaba hoyitos en las mejillas. Sujetaba un chelo tan grande como ella. Qué encantadora, pensó con repentina tristeza al contemplar los rizos rubios y lustrosos, la mirada seria, inocente. Se guardó la foto en el bolsillo de la camisa. Entre llaveros, cajas de cerillas, un paquete de palillos, aspirinas, notas y recibos, encontró (y leyó) cartas de amor, cartas de queja, recortes de críticas de conciertos, tarjetas de felicitación y un documento que resultó ser una ajada copia de un acuerdo de divorcio.
– Ocurrió en Alemania. Estaban restaurando una vieja iglesia. Un restaurador de allí mismo, llamado Malskat, trabajó en ello durante un año. No permitía que nadie viera lo que estaba haciendo. Trabajaba solo, usando un andamio hecho según sus indicaciones. Cuando terminó, convocó a todo el mundo para que vieran lo que había encontrado, unos frescos en el techo, unas pinturas increíbles del siglo XIII. Es una época que te gusta, ¿verdad?
Michael emitió un gruñido desde las profundidades del segundo cajón.
– Pero, como siempre he dicho, el problema de estas personas, de los falsificadores, los timadores y también de los que asesinan a sangre fría, su problema es que no comprenden que una sola persona nunca puede pensar en todo. ¿Sabéis lo que pienso yo? -preguntó a la vez que hojeaba una enciclopedia de música-. Mira este retrato, échale un vistazo -dijo, y leyó con interés el pie de la ilustración-. Es Beethoven. Mira qué aspecto tenía -pasó a gran velocidad el resto de las páginas y luego dejó el libro en el montón de los que ya había revisado-. Yo pienso -prosiguió con énfasis- que los mayores imbéciles son quienes creen que el resto de los mortales son tan estúpidos que no se dan cuenta de nada. ¿Tengo razón o no?
Michael volvió a gruñir. Por el rabillo del ojo observó cómo el sargento Ya'ir cogía las partituras con gran cuidado y pasaba despacio sus páginas.
– Y eso fue precisamente lo que le pasó al tal Malskat. En su mural del techo de la iglesia había ocho pavos. Pero en el siglo XIII no había pavos en Alemania, porque fue Colón quien los trajo a Europa de América a finales del siglo XV, ¿entiendes?
Michael se contentó con emitir otro gruñido. En el tercer cajón sólo había cajas de puros y más programas de conciertos. Se dirigió al armario.
– ¿Qué había pasado? Pues resultó que había sido Malskat quien había pintado el techo. Y a raíz de ese escándalo se descubrieron un montón de cosas más. Por ejemplo, lo de los santos de la catedral. ¿Sabes a qué me refiero?
– No.
– Durante la Segunda Guerra Mundial bombardearon Lübeck, y la catedral gótica fue alcanzada por los bombardeos y el enlucido se desprendió de las paredes. Contrataron a un restaurador, y él anunció que bajo el enlucido parecía haber frescos medievales. Y en 1951, después de tres años de trabajos de restauración, se organizó una gran recepción para enseñar aquel muro, donde había una fila de santos del Nuevo Testamento, figuras de tres metros de alto. En toda Alemania no se conocía nada igual. Causó sensación. Hasta se hicieron tiradas de sellos con esas imágenes. Hoy día deben de valer una fortuna, los sellos esos -reflexionó melancólico-. ¿Me estás escuchando?
Michael gruñó desde dentro del armario, de donde sacó algunas partituras impresas para luego revisar mecánica y desganadamente una serie de abrigos y esmóquines, llegando incluso a desdoblar un jersey de cachemir por si pudiera haber servido de escondite.
– Y todo el mundo alabó mucho al restaurador que había encontrado y limpiado las pinturas. Pero la historia no terminó ahí. Tiempo después, cuando pillaron a Malskat por el mural de los pavos, resultó que había trabajado de ayudante del restaurador en la catedral. Y confesó que él había pintado aquellos santos, y que además llevaba años falsificando cuadros de los impresionistas franceses. En todo el mundo se encuentran montones de casos parecidos. El falsificador más famoso fue un holandés, Van Meegeren. Y hasta en el museo de arte más importante del mundo, los Uffizi, de Florencia… ¿has estado allí alguna vez?
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