Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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– Si no aparece enseguida iré a ver qué ha ocurrido.

Aarón estaba a punto de decir algo tranquilizador, pero una persona sentada cerca de él hizo un comentario sarcástico sobre los políticos, y, al levantar la vista para replicar, con la sonrisa jovial que siempre adoptaba en tales ocasiones, vio a Osnat.

Tenía los verdes ojos entrecerrados, con ese gesto de concentración que él tan bien conocía; la potencia de la sacudida que estremeció su cuerpo lo dejó asombrado. Osnat apenas si había cambiado en aquellos ocho años. Tenía el mismo aspecto. Le hacía pensar en una pantera, con el pelo rubio, la piel oscura y esos ojos achinados que resplandecían en la oscuridad, según recordó ahora, mientras los miraba de frente. Desde el otro lado de la mesa, aquellos ojos le devolvieron la mirada con serenidad, reflexivamente y cargados de risueña curiosidad. Osnat se inclinó para decirle algo a un joven sentado cerca de Havaleh, pero se detuvo a mitad de la frase y le tendió relajadamente la mano a Aarón mientras le preguntaba en tono serio y mesurado qué tal estaba.

Aarón sabía muy bien que ella había seguido sus rápidos progresos de los años pasados. Cuando mataron a Yuvik, le había escrito una carta de pésame. Tardó horas en escribirla, tratando de darle un tono afectuoso pero no seductor, íntimo sin cargar la nota. La muerte de Yuvik había complicado la situación y Aarón prefería no pensar en eso. El alcance de aquellas complicaciones, sus implicaciones, eran demasiado amenazadores. Estaba convencido de que también Osnat evitaba tales reflexiones. Desde su punto de vista, la amenaza era aún más concreta.

– Voy a ver qué le ha pasado a Srulke -dijo Moish con decisión, poniéndose en pie, y Aarón hizo lo propio.

– Voy contigo -sugirió vacilante, y Moish no trató de impedírselo.

Y, así, Aarón estaba con Moish cuando descubrieron a Srulke tendido entre las flores junto a su habitación en la sección A de los Fundadores, y por primera vez Aarón oyó llamarlo «padre».

– ¿Qué te pasa, padre? -le dijo después de haber gritado-: ¡Srulke, Srulke, levántate! ¿Qué te ocurre?

Tan impresionado quedó Aarón por la violencia de la reacción de Moish, por su pérdida de autodominio, que en un principio no se dio cuenta de que Srulke, cuyo rostro se veía paralizado en desgarrado gesto de dolor a la amarilla luz de la farola, estaba muerto.

Al cabo de lo que pareció una eternidad, Aarón se repuso y dijo:

– Voy corriendo a buscar al médico.

Dejó allí a Moish y se dirigió al comedor a toda prisa, con lo que el brazo izquierdo volvió a dolerle, y mientras corría recordó que en las habitaciones había teléfonos. Pensó en regresar para llamar a una ambulancia y se detuvo un instante, pero la necesidad de hacer algo concreto y enérgico, por muy ilógico que fuera, se impuso; llegó al comedor sin aliento y preguntó por el médico al primer kibbutznik con el que se topó. Mirándolo con desconcierto y curiosidad, éste señaló una de las mesas del fondo de la sala; sorteando sillas y tropezando con Fania, del taller de costura, que lo miró alarmada, Aarón al fin logró llamar la atención del joven doctor, que se dirigió hacia él saltando sobre la mesa. Queriendo evitar por encima de todo que se desencadenara una reacción de pánico, Aarón se llevó al médico aparte y le susurró que Srulke estaba inconsciente entre las flores de al lado de su habitación.

El médico adoptó una expresión grave y echó a andar a buen paso. Al llegar a la puerta del comedor, tocó en el hombro a un joven que estaba allí y le dijo:

– Busca a Rickie ahora mismo y dile que lleve el equipo de reanimación de la clínica a la habitación de Srulke. Es urgen- (e. Y no lo comentes con nadie, ¿de acuerdo?

El joven asintió asustado y se internó en el comedor. El médico echó a correr seguido por Aarón, quien por el camino le preguntó si Srulke había tenido problemas de salud en los últimos tiempos.

– Que yo sepa, no -repuso el médico-, pero hace tiempo que no le hago un reconocimiento -se volvió hacia Aarón, que se rezagaba jadeante, y añadió-: Pero, a su edad, nunca se sabe, ya no es un jovencito.

Llegaron al fin a la sección A de los Fundadores y al camino que conducía a la segunda casa de la manzana, donde Srulke había vivido desde que Miriam falleciera ocho años atrás. Moish seguía inclinado sobre el cuerpo yacente de Srulke, desvalido y con una expresión espeluznante en el rostro.

– Tráigame una toalla de la habitación -ordenó el médico.

Aarón entró en la habitación, donde percibió un fuerte olor a hule. De camino al cuarto de baño palpó el hule de la mesa preguntándose si sería el mismo de hacía años; también olía a rosas y a tierra húmeda, un aroma poco habitual en la habitación de un anciano.

Cuando salió al exterior vio al médico tratando de hacerle la respiración artificial a Srulke y golpeándole el ancho pecho, todo cubierto de vello gris. Tenía la camisa desgarrada y sucia, y Moish, al lado del médico, no cesaba de repetir:

– Tenía las manos húmedas. Debía de estar abriendo o cerrando el aspersor, no lo sé, pero tenía las manos húmedas y he tratado de secárselas en la camisa.

El médico no le prestaba atención. Continuaba golpeando el pecho de Srulke y pegando la boca a la suya, tal como Aarón lo había visto hacer en la televisión. A su alrededor se oía el zumbido de los fluorescentes y el canto de los grillos, así como un eco distante de los festivos cánticos. Bajo el cielo estrellado, Aarón se sintió muy pequeño en aquel camino, entre los macizos de flores y las filas de casas, minúsculas en comparación con el cielo y la tierra que se extendían ilimitados en torno suyo.

– ¿Cuánto tardará en llegar el equipo de reanimación? -preguntó para disipar su sensación física de insignificancia, para oír el sonido de su voz madura y responsable.

El médico callaba.

– ¿No nos haría falta una ambulancia?

El médico seguía sin responder.

– ¿Cómo es que el kibbutz no tiene una ambulancia? -le preguntó entonces a Moish.

– Sí que tenemos una ambulancia -explicó Moish-, pero está averiada. Me lo han comunicado hoy mismo, y para cuando consigamos dar con un mecánico… Esta misma tarde me dijeron que no arrancaba, y me olvidé de pedirle a Chilik que le echara un vistazo porque esta semana no está previsto ningún parto… -lanzó un gemido y repitió con voz ahogada-: Me olvidé de decírselo a Chilik.

– No tiene importancia, tampoco así habríamos llegado a tiempo -intervino el médico-. Si llamásemos a una ambulancia, para cuando llegáramos a Asquelón… -dejó la frase inacabada y desvió su atención hacia el sonido de rápidas pisadas y resuellos procedente del fondo del camino-. ¿Rickie? -preguntó, y cuando una joven emergió jadeante de la oscuridad, le dijo-: Deprisa, en primer lugar vamos a ponerle una inyección.

Rickie clavó una enorme aguja en el brazo de Srulke mientras el médico le introducía un tubo por la garganta. Aarón volvió la cabeza.

– Ahora el respirador, rápido -dijo el médico.

Rickie le tendió el aparato; trabajaban muy concentrados y, de tanto en tanto, el médico mascullaba que los músculos estaban muy contraídos. Pasado un largo rato sin que Srulke diera señales de vida, el médico alzó los ojos, miró a Moish y meneó la cabeza.

Con las piernas temblorosas, Moish se sentó en el murete que rodeaba el macizo de flores y acarició el semblante arrugado de su padre.

– ¿Quieres que lo traslademos al hospital?

Mirando al médico, Moish preguntó aturdido:

– ¿Para qué? ¿Serviría de algo?

– No -respondió el médico con voz queda, después de carraspear-. Pero si no le hacen la autopsia no sabremos qué ha sucedido.

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