Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: краткое содержание, описание и аннотация

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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– Tengo que ir allí -dijo Moish, corriendo enérgicamente su silla hacia atrás, y unos segundos después ya estaba en el estrado diciendo-: Buenas noches a todos -en tono reposado, autoritario-. Feliz jubileo. Vamos a comenzar. La parte seria del programa precederá a la cena. Después de cenar nos quedaremos a ver la parte frívola.

Aarón volvió a dirigir una mirada en derredor en busca de Osnat. No se atrevía a preguntar por ella. Y una vez más le extrañó no ver a Srulke, pero antes de que le diera tiempo a interrogar a Havaleh sobre la ausencia de su suegro, su atención se desvió hacia Moish, quien oficiaba de maestro de ceremonias con serena confianza, despertando su asombro y admiración. Después de llamar al orden a unos cuantos niños escandalosos, que se apresuraron a sentarse obedientemente, y de esperar a que todo el mundo guardara silencio, Moish leyó en voz alta la bendición y luego se situó junto al coro, siete cantantes vestidos de blanco, y entonó con ellos «Trigales».

Ahora reinaba en la sala una atmósfera de relajada atención, tan sólo turbada por el ocasional llanto de algún niño. Contemplando a Moish, sus rizos grises que antes fueran castaños, los brazos cuyo bronceado resaltaba junto a la blanca camisa, se preguntó por enésima vez, como siempre que visitaba el kibbutz, por qué él no estaba viviendo en aquella paz armoniosa, criando niños, trabajando la tierra y celebrando las festividades de cada estación, envuelto en aquel sentimiento de pertenencia y unidad que todo lo abarcaba. Los kibbutzniks estaban a sus anchas, como de costumbre; aquél era su hogar y él, pese a las miradas amistosas de quienes lo rodeaban, era el niño forastero de siempre, comiendo a hurtadillas los pepinillos y los pimientos rojos encurtidos, porque no se sentía en el derecho de tomar aquella comida que, a fin de cuentas, no había contribuido a cultivar. Y ser el invitado del director general del kibbutz no le consolaba, ni tampoco las desavenencias pasajeras que observaba de vez en cuando, como la discusión de la sobremesa. Mientras Moish preparaba un café turco, Havaleh le había dicho: «Y qué pasa si no quiero ir de viaje al extranjero, y si lo que quiero es comprar una nevera grande con el dinero que mi madre ha prometido darme, ¿qué más te da a ti?». Y Moish le había replicado con sequedad desde al lado de la cocina de gas: «Cuando el kibbutz decida comprar neveras grandes para todos, entonces tendrás tu nevera grande, pero no antes, me da igual lo que tu madre diga o deje de decir». Havaleh, entonces, le contestó en tono ominoso: «Ya veremos».

Tampoco lo que había descubierto en el cuarto de baño le servía de consuelo. Estaba avergonzado de la curiosidad que lo impulsó a abrir el armarito de las medicinas. Junto a los tarros de plástico rosa que Lina, todavía la cosmetóloga del kibbutz, había marcado con etiquetas de CREMA CONTORNO DE OJOS HAVA A. y CREMA DE MANOS HAVA A., había una caja con la etiqueta TAGAMET y un frasco de un líquido lechoso rotulado ALUMAG. En la caja de Tagamet habían escrito a mano «Moshe Ayal», y al echar un vistazo a las indicaciones, Aarón se dio cuenta de que su amigo de la infancia, convertido ahora en aquel hombre tranquilo, de pelo gris y anchos hombros, tenía úlcera de estómago. Y además del asombro, se apoderó de él una desenfrenada hilaridad. De manera que el derroche de ecuanimidad exhibido durante la comida y la ceremonia al aire libre, y que sin duda volvería a lucirse en la cena festiva, no era más que una fachada.

Ahora Dvorka estaba junto al micrófono del estrado leyendo un pasaje de la Biblia. Los asistentes pasaban las páginas del programa, impreso en ciclostil, de la fiesta de Shavuot del año del jubileo del kibbutz. Su voz, todavía imponente, estaba cargada de sentimiento y se quebraba de vez en cuando, incapaz de contener tanta emoción. Leía el libro de Rut, y Aarón se preguntó si también ella estaría pensando en Osnat, la niña forastera que había ido a una tierra extranjera en compañía de su suegra. A él mismo le sobresaltó tal asociación de ideas («¿Cómo puedes decir que es una tierra extranjera?»), y sus pensamientos volvieron a Dvorka.

Está cambiada, pensó; tiene un aire de amargura.

– Todo comenzó aún antes de que mataran a Yuvik -le había explicado Moish-, está haciéndose mayor y ha sido muy duro para ella. Primero se le murió Yehuda, y luego sucedió lo de Yuvik en el Líbano. Para empezar, no pintaba nada allí, a su edad. Un año más y le habrían liberado de los deberes de reservista. Lo único que la mantiene viva en estos tiempos son sus nietos y Osnat -Aarón se había sentido enrojecer, pero Moish, ocupado en fregar las tazas de café, prosiguió sin advertirlo-: Sí, la relación con Osnat es lo que salva a Dvorka. Claro que ahora a Osnat se le ha metido en la mollera la obsesión de que los niños duerman con sus padres; sólo piensa en eso y no para de pelearse con todo el mundo por ese asunto.

– Y Dvorka ¿está a favor o en contra? -preguntó Aarón, aun cuando la mención del nombre de Osnat había ahuyentado de su cabeza cualquier otro pensamiento.

– En contra. ¡Cómo no va a estar en contra! ¿En qué estarás pensando? -masculló Moish-. ¿Es que todavía no sabes cómo piensa Dvorka?

– Sí, pero creía que era flexible en cuestiones de este tipo. A fin de cuentas, todos los kibbutzim están haciendo esa transición.

Con lentitud y solemnidad, Dvorka cerró la pequeña Biblia, se quitó las gafas de leer y descendió del estrado con movimientos rígidos. Aarón contempló por un momento sus hombros encorvados, el moño plateado y menos espeso que antes, y la siguió con la mirada mientras se dirigía a la cocina. Entonces volvió a centrar su atención en la tarima.

Ahora estaba ocupada por un grupo de niños vestidos de azul y blanco.

– Son los «Bambis» -dijo Havaleh-. Los alumnos de segundo -explicó sin darle tiempo a preguntar.

Aarón observó a los niños, radiantes de salud, y los escuchó declamando al unísono un texto que ellos mismos habían escrito; no le pasaron inadvertidas la solemne gravedad con que pronunciaban las palabras ni las sonrisas orgullosas que iluminaron algunos rostros desdentados cuando el público aplaudió. Aun recordando y sabiendo que las cosas no eran tan sencillas, y a pesar de la lasitud que comenzaba a extenderse por sus extremidades, adormecidas y pesadas, no lograba disipar la sensación de que allí radicaba la paz verdadera, de cuerpo y espíritu, ni tampoco la tristeza de saberse un forastero sin posibilidades de llegar a participar de aquella vida plena y alegre. Tal como antes había dicho Havaleh en la habitación, con la indiferencia que caracterizaba todos sus comentarios de ese tipo: «Tú no habrías podido vivir aquí. Según recuerdo, siempre tuviste dificultades con el grupo. No eres el tipo de persona que acepta la supremacía de la sijá». Aquella expresión, «la supremacía de la sijá», sonaba fuera de lugar en sus labios, como si estuviera declamando un texto tradicional, extravagante, arcaico.

– ¿Cuántos años llevas siendo director general? -le preguntó Aarón a Moish cuando comenzaban a servirse el primer plato.

– Es una especie de panecillo de huevo, está delicioso, pruébalo -le dijo Havaleh colocándole delante una fuente.

– Éste es mi cuarto año -repuso Moish con fatiga-, y espero que este mismo año encuentren a un sustituto, porque no sé cuánto tiempo conseguiré mantener el tipo. Me muero por volver a trabajar en los algodonales.

– Dime una cosa -dijo Aarón, mirando la botella de vino blanco que tenía ante sí y los vasos de vino tinto que en ese momento les pedían que alzasen para brindar-, parece que estáis en buena situación económica. ¿Cómo os las arreglasteis para salir airosos del asunto de las acciones?

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