El tocadiscos reproducía música clásica. A Rodrigo no le gustaba, pero era uno de los precios que debía pagar para permanecer en la high society. Clara Mocciaro había estado a punto de hacerle descender a la clase turista. Sabía que era una manzana envenenada, pero era tan atrayente a la vista como apetecible al tacto y se había dejado llevar. Tras ver aquella foto, parecieron abrirse todos los infiernos, y creyó que perdería simultáneamente vida y trabajo. Su suegro había aprovechado la ocasión. Sin embargo, don Nicanor no sabía con quién se jugaba los cuartos. Él había sucumbido al placer prohibido, pero en las cenas de la Hermandad el viejo tampoco se había comportado precisamente como un santo, y él tenía a buen recaudo las pruebas. Ana se había visto obligada a retirar su petición de divorcio, pero, desde aquel día, nunca había vuelto a tenerla entre sus brazos. Lo curioso es que, pese a haberse tratado de un simple acuerdo mercantil, ahora se daba cuenta de que añoraba su compañía. Soñaba con recorrer su espalda con los dedos y soltar la cinta que anudaba sus rizos abundantes y negros, mientras sorbía la fragancia de su perfume dulzón. Añoraba tener a alguien a quien proteger, alguien con quien compartir los éxitos. Sin embargo, ¡los dichosos Mocciaro!: Alejandro era un extravagante y un imbécil al que habían tolerado lo indecible, pero en aquella ocasión había traspasado los límites de lo razonable. Era obvio que, tras chantajear al mundo, no se podía pretender salir impune. Don Niccola se había negado a tomar medidas contundentes; era un merengue italiano vestido de escrúpulos. Se había limitado a enviar a Alejandro al extranjero con dinero suficiente para que no tuviese que volver. Pero más tarde o más temprano retornaría y trataría de chantajear a la Hermandad. Cuando lo hiciera, le estaría esperando. Había disfrutado con su segunda y definitiva visita al profesor Mocciaro. No había sido difícil obligarle a tragarse su propia muerte. El médico le administraba MST, una suerte de morfina, para combatir el dolor. Con cuatro cápsulas fue suficiente. Pasó un rato absorto, luego perdió la lucidez hablando entrecortadamente sobre Pamplona y su discípula MacHor. Siempre había sospechado que tenían una aventura. Se marchó de allí cuando dejó de respirar. Pensó que, tras el fallecimiento de su padre, Alejandro se vería obligado a volver. No fue así. No hubo funeral ni entierro públicos, ni siquiera una esquela. Pese a todo, esperaba que viniera. Miguelón Ruiz tenía vigilados los aeropuertos, y su presencia no se le hubiera escapado. Estaba claro que su padre le había avisado. Organizar su muerte en los Estados Unidos obligaba a correr riesgos innecesarios. Era mejor esperar a que volviera. Debería de hacerlo para la lectura del testamento… Al pensar en el documento, recordó los últimos minutos de vida de don Niccola y las frases vacilantes sobre los derechos de su Compendio. «¡Lola! ¡Lola MacHor! No podía ser otra», pensó. «Si alguien sabe algo, es ella.» Fue fácil acceder a su correo, aunque despegar el lacre rojo costó más de lo esperado. Sin embargo, el éxito fue completo: leyendo aquella carta todo cuadraba. También resultaba evidente que había que vigilar de cerca a Lola MacHor, no fuera que el profesor Mocciaro le hubiera comunicado algún detalle acerca de la Hermandad.
La vida le sonreía, como si todos los planetas y constelaciones se hubieran puesto de acuerdo para prepararle el terreno. El futuro pasaba por una Pamplona en fiestas. Se burló de buena gana del viejo. Si había pretendido que su hijo se perdiera en la marabunta, lo iba a conseguir: la masa le permitiría hacerle desaparecer sin levantar sospechas… Y la jugada de Lola MacHor había sido magistral: si sabía algo, quedaría totalmente desacreditada al aparecer involucrada en la muerte de Alejandro; si no sabía nada, sólo sería un efecto secundario más. Desde luego el toque de la ketamina había sido maestro. Miguelón Ruiz era algo torpe, pero se había comportado fielmente: la esperanza de poder tiene la facultad de crear sólidas lealtades.
La nave parecía ir en empopada cuando sonó aquel teléfono. El palurdo inspector Iturri había comenzado a indagar, pero estaba convencido de que Miguelón Ruiz sabría neutralizar a un policía de provincias. Había investigado al tipo. Parecía limpio como la patena. «Un iluminado», se dijo. «Eso ocurre por dar formación al pueblo llano: algunos se lo toman tan en serio que acaban intentando proteger a la sociedad. ¿Qué otra cosa se podía esperar de una madre camarera y un padre desconocido?»
Tras esa llamada, había forzado un poco la marcha del destino. Quizás demasiado, pero ahora Lola MacHor, la única capaz de relacionar los hechos, estaría muerta y ellos definitivamente libres. Más tarde se ocuparía de Clara. Deseaba saborear lentamente su venganza. Ahora quería su premio: quería otra vez a Ana y un vicerrectorado. Su suegro no podría negarse.
Ni siquiera levantó la mirada cuando la puerta corredera se abrió. Ana, nerviosa, le instó a concluir la tarea.
– Rodrigo, ha venido papá. Le acompaña el rector. Les he hecho pasar de inmediato al salón. Ambos están cariacontecidos. Han rehusado el café. ¡Muy serio debe de ser cuando papá desdeña un café! Creo que no debes hacerles esperar.
Rodrigo ordenó mecánicamente las fotos, recogió las páginas de la sentencia que leía y, mirando fijamente a su esposa, sonrió. Luego, sin mediar palabra, la siguió por el pasillo.
Permaneció unos segundos en pie ante ellos; la cabeza gacha, los hombros caídos. Había aceptado el riesgo y, por lo que leía en aquellos ojos, había perdido.
– Se han abierto diligencias previas por el asesinato de Alejandro Mocciaro y el intento de asesinato de Lola MacHor en Pamplona -le reprochó su suegro.
– ¿Intento de…? No hay que preocuparse. Un inspector amigo mío es quien se encarga de la investigación. Yo mismo he supervisado las medidas para que todo salga como está previsto.
– Ese inspector amigo tuyo está detenido y ha confesado hasta el lugar donde perdió su virginidad. Ya se ha cursado orden de búsqueda y captura contra ti. No era eso lo que estaba previsto. ¿Quién te ha facultado para tomar este tipo de medidas?
– ¡Alguien tenía que hacerlo! ¡Ninguno de vosotros tenéis lo que hay que tener!
– ¡Idiota incompetente! ¡Eres un ignorante además de un infeliz! ¡Te enviamos para advertir a Niccola Mocciaro! ¡Eso era suficiente!
– ¿Advertir? ¡Ninguna admonición sirve con un drogadicto como Alejandro! ¡Disponía de los nombres de la Hermandad ! . ¡Don Niccola no debió confeccionar esa lista! ¡No debió tampoco guardarla en la caja fuerte si sabía que su hijo tenía acceso a ella! ¡Ya visteis qué pasó en la oposición! ¡Nos hizo chantaje! ¡Amenazó con delatarnos! Me he ocupado de don Niccola, me he ocupado de su hijo y de Lola MacHor… -Con risa de triunfo contó-: ¡Ha sido una jugada brillante, genial! Ya no hay que preocuparse de nada.
– Nosotros no, desde luego, pero tú sí.
– No lo entiendo -dijo extrañado.
– ¿Pero es que crees que te escamotearás a la acción de la justicia?
– ¡Por supuesto que sí! -chilló perdiendo los estribos-. ¡Porque si yo caigo, vosotros también caeréis!
– Estás muy equivocado -dijo el rector-. Nadie puede probar absolutamente nada. Para esos puestos contábamos objetivamente con los mejores. Los elegidos tenían los méritos suficientes. Además, la universidad no puede permitirse un proceso así… Todo se tapará. Sin embargo, tú has asesinado dos veces, has mentido, has sobornado…
– ¡Pobre hija mía! Espero que seas un hombre y pienses en tu familia. Sé que por una vez harás lo que sea más honorable. Me consta que tienes un arma. Me he ocupado de que esté cargada.
Читать дальше