– ¡Gracias a Dios! ¡Cuánto ha tardado!
El pelo cortado a cepillo del agente Galbis pareció erizarse en protesta por aquella injusticia, pero no dijo nada. Entregó los libros y salió.
– Lola, aquí tiene lo que ha pedido: su ejemplar, y otros cinco vírgenes. Tómese el tiempo que necesite, pero localice qué quiso decirle don Niccola.
– Ahora sí que necesito que me suelte, inspector. Con una sola mano es difícil trabajar.
– Por supuesto. No se inquiete por su seguridad, Galbis se quedará de guardia. Yo voy a charlar con el juez Uranga, aunque ya no lleve el caso. Me entiendo bien con él. Y tiene buena cabeza…
– Por cierto, inspector, con la interrupción del enfermero asesino no terminó de explicarme sus cavilaciones sobre el inspector Ruiz.
– Mejor no haberlo hecho, eran suposiciones fallidas.
– Me gustaría que me las contara de todas maneras.
– Era un presentimiento, nada más, acerca de un nombre que había salido varias veces en la investigación: Rodrigo Robles. Era amigo de Alejandro, amante de Clara y secretario en el tribunal de su oposición. Le llamé preguntándole por el contenido del famoso sobre y me mintió.
– ¿Sabe qué contenía?
– En realidad no, pero las versiones del presidente y del secretario no concuerdan… Pensé que Rodrigo Robles era el catedrático que podía haberle presentado a Clara Mocciaro al inspector Ruiz. Sin embargo, la llamé para preguntárselo y me dijo que no, que había sido un tal Agustín no sé cuántos… Si esa conexión entre Robles y el inspector Ruiz se hubiera probado…
– No sería Agustín Pédrez, ¿verdad?
– Sí, en efecto, ése era el nombre.
– Entonces es como si se lo hubiera presentado Rodrigo: son amigos inseparables desde pequeños.
– Es decir, que en definitiva yo tenía razón -exclamó satisfecho-: tengo que investigar al inspector Ruiz, pero necesito una orden judicial. Usted siga con el libro, llámeme si descubre algo. Yo voy a buscar al juez Uranga.
Con la alegría de poder emplear ambas manos, me enfrasqué de inmediato en la labor, mamá y Gonzalo esperaron en silencio, adormilados por el cansancio y el calor. Sor Rosario había vuelto a su Comunidad un rato, pero pronto retornó con una reliquia de algún santo. Se sentó en el sillón de polipiel y se puso a rezar en voz baja mientras pasaba las cuentas del rosario.
Examiné hoja tras hoja. El trabajo era lento, casi tedioso. Tras dos horas de esfuerzo, nada había conseguido.
– ¡Se nos escapa algo!
– ¿Qué dices Lolilla? -Mamá se incorporó. Como Gonzalo, se había quedado adormilada, envueltos en el letargo vespertino.
– Perdona que te haya despertado. Sólo me quejaba en voz alta de mi falta de competencia. Hay algo que se me escapa.
– ¿Por qué página vas?
– Por la 445. Sin embargo, creo que estoy perdiendo el tiempo. El profesor era mucho más simple que todo esto. Debe de estar a la vista. ¿Qué es lo que sé? Únicamente que Vermissa tiene 60 miembros y él ha escrito 61.
– ¡Por tanto hay uno de diferencia!
– Sí, pero ¿qué significa ese 61? ¡He probado un montón de combinaciones, pero no me han llevado a ningún sitio! En fin, ya me queda poco, cuando vuelva el inspector Iturri lo habré acabado… y seguiremos como al principio…
– ¡No te desanimes, mujer, lo encontrarás! ¡Ha tenido que incluir alguna página!
No fue así, cuando terminé de examinar la bella obra no había encontrado nada extraño. Iturri no tardó en venir. Cuando le comuniqué los resultados, su cara era un poema.
Hablábamos en voz baja porque sor Rosario se había quedado dormida. No era extraño, soportando aquel calor. Por aquella rendija que llamaban ventana, el aire se renovaba a duras penas.
– ¿Y ahora, qué?
– Confieso que no lo sé. La investigación sobre el inspector Ruiz será difícil de llevar a cabo y hemos agotado el resto de las opciones.
– Todas menos la sociedad secreta -intervino Gonzalo-. ¿Vamos a olvidarnos de esa opción?
– No podemos dejar nada de lado, pero me llevará algún tiempo obtener datos sobre ese punto -exclamó Iturri escéptico.
– Gonzalo -intervino mi realista madre-, a mí también me parece que el tema de la secta suena a fantasioso, a explicación estúpida…
– Siento llevarte la contraria, querida, pero las estimaciones dicen que en la actualidad operan en España cerca de doscientas sectas o sociedades secretas que implican a miles de personas.
– ¿Tantas? ¡Pero eso es imposible! España es un país moderno.
– Estás equivocada, Dolores, es precisamente en las sociedades modernas donde proliferan.
– Pues confieso que no lo entiendo. ¿Para qué crear sociedades secretas en una democracia? Aquí cada uno puede opinar, asociarse o reunirse con quien quiera.
– No soy un experto. Conozco los datos porque mi despacho ha llevado el caso de una joven retenida por una secta. Pero puedo decirte que en la medida en que se decreta la muerte de Dios, toman su posición las hermandades, sociedades secretas, asociaciones diabólicas… Resulta comprensible: los hombres necesitamos creer que hay algo más y formular hipótesis acerca de nuestro destino. Despreciando lo auténtico, los substitutos emergen como las setas, tratando de ofrecer el mismo servicio, las mismas respuestas a esos deseos de inmortalidad que nos corroen.
– Yo pensaba -expuso mi madre tozuda-, que Dios había sido suplantado por el dinero, el confort, el éxito…
– Y pensabas bien. Pero el dinero, el éxito, el confort son aperitivos. Antes o después, llegan las grandes preguntas. Y allí están las sociedades secretas, con su falsa sapiencia, sus ropajes, mitos, rituales, solidaridades y leyendas bajo la luna…
– Disculpa, Gonzalo -me atreví a intervenir-, pero estas personas de las que hablamos: Alejandro, el profesor Mocciaro, el inspector Ruiz, etc., no son pobres ignorantes, son personas cultas, conocedoras de los entresijos de una ciencia. ¡No andarían por ahí matando gallos o jugando con sangre de animales! ¡Válgame Dios, ambos Mocciaro eran catedráticos!
– Pues ésa era nuestra última opción -dijo Gonzalo.
El silencio volvió a preñarlo todo unos instantes. Comencé a morderme convulsivamente las uñas, empezando por el esmalte que las adornaba. Iturri se quitó las gafas y se frotó los ojos. El caso parecía entrar en un callejón sin salida.
– ¿Es posible que exista una sociedad secreta así? -exclamó, por fin, mi madre.
– Creo que éste no es el punto de vista correcto. Es posible que exista -argumenté-. Lo que yo no puedo creer es que, existiendo, don Niccola tuviera parte en ella. Es imposible…
– Puede -argumentó Gonzalo- que no tuviera que ver directamente con ella, sino que se enterara de su existencia y los miembros de esa logia temieran que les delatara. Si eran catedráticos, les conocería…
– Siento decirles que se equivocan -sentenció Iturri, que de improviso se puso en pie-, él era miembro de esa secta.
– ¿Cómo puede afirmar eso tan categóricamente?
– Es fácil, en primer lugar, porque Vermissa tenía 61 miembros, no 60. Su maestro era el miembro que usted nunca hubiera adivinado. En segundo lugar, y éste es el punto crucial, porque en la famosa oposición a él también le repartieron el sobre. Es ese sobre el que le une al grupo.
Sus argumentos eran de peso, pero yo me resistía.
– ¿Y cómo explica el asesinato de Alejandro o que él se suicidara?
– Eso no lo sé, pero intuyo que el secretario de ese tribunal, Rodrigo Robles, podrá decírnoslo. El sobre contenía una información tan valiosa como para asesinar por ella.
– ¿Y si Rodrigo Robles no habla?-pregunté.
– Me temo que, entonces, será el suyo un nuevo caso sin resolver.
Читать дальше