– ¿Sabe cómo los buitres rondan el nuevo cadáver?
– Saberlo no lo sé -confesé-, pero puedo intuirlo.
– Pues así planea sobre mi cabeza la relación de estos hechos con don Niccola Mocciaro.
– ¿Don Niccola? ¿Por qué?
– Intuyo que ha querido decirle algo y hacerlo con urgencia. Me señalaba Gonzalo hace un rato que, aunque era muy cuidadoso con las formas, no se puso el pijama. Murió vestido, antes de lo que nadie preveía. Por otro lado, extraña la premura con la que hizo acudir a su albacea a su casa de Madrid. Esa pluma y ese libro antiguos no poseen tanto valor como para un montaje tan cuidadoso. Podía haber dejado el paquete en casa, a su nombre, o haber realizado una simple anotación señalando a quién deseaba legárselo. Pero no lo hizo así. Mandó el libro a encuadernar e hizo que lo enviaran a Pamplona por mensajería…
– ¿Me está usted diciendo que don Niccola intuyó su muerte?
– Sí, creo que tuvo miedo y trató de asegurarse de que el mensaje que quería trasmitir llegase a su destinatario. Supongo que juzgaría que usted iba a ser capaz de descifrarlo.
– Desgraciadamente, no soy tan sagaz como él pensaba.
– ¿Cómo interpreta usted los hechos? ¿En qué está pensando, inspector? -preguntó mi madre, siempre tan práctica.
– Verá, sin contemplar la hipótesis de un comportamiento criminal patológico, hay tres motivos fundamentales por los que una persona mataría a otra: el primero poseer algo que el muerto tiene: dinero, sobre todo, pero también es posible que sea un cargo, una posesión intangible o el mantenimiento de un poder. En ese sentido, según me acaban de comunicar mis investigadores, Alejandro no parecía tener deudas: ni de juego ni por drogas ni con ningún mafioso que deseara cobrar y no lo consiguiera. Las únicas personas que tendrían motivo para matarle serían Lola, que se quedaría con su cátedra, y Clara, que se haría simultáneamente con título y propiedades. Pero ninguna de ellas da el perfil. Por cierto, ¿sabían que la criminalidad en la mujer es aproximadamente un 10% menor que en los hombres? ¡Son buenas ayudantes y mejores inductoras de crímenes, pero nefastas asesinas!
– Pues la verdad es que no lo sabía -confesé-, pero me alegro de tener menos posibilidades de entrar en la cárcel.
– El segundo motivo más frecuente de asesinato es el pasional, pero tampoco parece que sea lo que buscamos. El tercero es el miedo: alguien podría desear silenciar a Alejandro Mocciaro. Eso podría explicar que se exigiese al delincuente que le robara el móvil. ¿Qué podía ocultar Alejandro? Y si en realidad está relacionado, ¿qué podría saber su padre?
– Sherlock Holmes ataría cabos.
– Adelante, Lola.
– Veamos. ¿Cuáles son los hechos que no cuadran? En primer lugar, la premeditación: alguien sabía de antemano que Alejandro iba a estar en Pamplona ese día. Teniendo en cuenta que se había ido a Harvard nada más sacar la oposición, y que planeaba quedarse allí bastante tiempo, ese alguien debía saber que vendría a la lectura del testamento y la fecha en que ésta se llevaría a efecto…
– Eso es cierto -afirmó Iturri-. Gonzalo, ¿quién lo sabía?
– Por mi parte, conocían esta circunstancia mi secretaria y uno de mis pasantes, que son de toda confianza. Por parte de Niccola, sólo un pequeño puñado de amigos íntimos supo de su muerte. Él no quiso que se celebrase ningún funeral público ni que el periódico publicase su necrológica. Respecto al testamento, sólo los directamente interesados, es decir los dos hermanos Mocciaro y Lola, fueron convocados. Les envié un correo lacrado y certificado.
– Yo no se lo he dicho a nadie, que yo recuerde -respondí-. Naturalmente, hablé con varios colegas de su fallecimiento, pero no creo haberle comentado a nadie que me venía a Pamplona salvo, naturalmente, a mi madre y a Jaime. Clara acababa de llegar de un recorrido turístico por Venezuela y Alejandro estaba en Norteamérica. Sin embargo, su asesino lo sabía…
– ¿Dice, Gonzalo, que envió el texto en un sobre certificado y lacrado?
– Así fue, en efecto.
– Lola, ¿no me comentó usted que cuando recibió la carta del despacho Eregui tenía el lacre despegado? Eso puede hacerse empleando vapor.
– Es decir, que alguien pudo manipular mi correo, alguien próximo a mí, que tenía acceso a él… Otro profesor.
– Sí. Alguien, por alguna razón que desconocemos, deseaba seguir el legado del difunto profesor.
– Pero, en ese caso, deberían haber abierto el correo de Clara o de Alejandro, porque para mí fue una sorpresa ser nombrada en ese documento.
– No sabemos el porqué, pero es posible que esa fuera la forma de enterarse de la fecha -sentenció Iturri.
– Sin embargo, inspector, eso no bastaba -repliqué yo-. Quien fuera debía saber, además, que correría el encierro. Una persona extremadamente próxima a él, con quien hablara frecuentemente.
– ¿Por qué? -preguntó Gonzalo-. No sigo el argumento.
– Según creo recordar, decidió que correría al día siguiente durante la cena con el juez Uranga y su esposa. Uranga es un antiguo corredor y nos explicó muchos detalles del encierro. A Alejandro se le encendió el ánimo, y decidió tener sus propias fotos…
– De forma que el asesino tuvo que informarse sobre la marcha: o estaba en aquella mesa o Alejandro se lo comentó después, por ejemplo, con una llamada desde el móvil. Si dispusiésemos del teléfono, podríamos ver las llamadas. Quizás por eso se lo robaron. De la primera hipótesis hemos de excluir al juez Uranga y a su esposa, de manera que quedamos Clara y nosotros. También es posible que alguien nos espiara, pero, con el ruido que había allí, era difícil oír nada.
– Clara nos informó de que, tras la cena, alguien llamó a Alejandro al móvil y cada uno se fue por su cuenta. De manera que es una oportuna explicación a esa sustracción tratar de ocultar las llamadas, aunque, obviamente, hay otras -dijo Iturri.
– ¿Por ejemplo?
– Que su asesino quisiera impedirle que comunicara a alguien que le habían pinchado y se encontraba mal… Siga su razonamiento, por favor.
– Sí, claro. Los datos… Por otro lado, resulta notable que los hechos acontecieran en plenos sanfermines. Es posible que el o los asesinos pensaran que con un muerto en un encierro, con la cantidad de personas que hay en la ciudad, y el número de delitos que mantienen ocupados a policía y jueces, se haría una autopsia simple y que, habida cuenta de los antecedentes de Alejandro con las drogas, no se detectaría la ketamina… Obviamente, no contaban con la profesionalidad del forense… Si unimos ambos cabos, tenemos que el o los asesinos conocían bien a la víctima y probablemente el procedimiento judicial y forense…
– Un inciso, Lola. ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas? Gonzalo dice que él se ofreció a acudir a la capital, a Valladolid o donde fuera para la lectura del testamento.
– En efecto -corroboró él-. Sin embargo, fue Niccola Mocciaro quien insistió en que dicha lectura tuviera lugar en Pamplona y en plenas Fiestas. Fue el profesor quien fijó el día: el 13 de julio.
– Desconocía ese dato, inspector -apunté yo-, pero es extraño: para fijar la fecha debería tener constancia de que ya no estaría entre los vivos. Si llamó a Gonzalo Eregui a finales de mayo, quedaban hasta julio dos meses escasos. Aunque estuviera, como estaba, verdaderamente enfermo, en tan corto espacio de tiempo no podía asegurar que habría fallecido…
– Salvo que planeara suicidarse… o que pensara que alguien iba a acabar con su vida.
– Suicidarse no era su estilo -negué yo-. Supongo que deberían concurrir unas circunstancias terribles para que eso aconteciera.
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